Existe dentro de los modelos clásicos de mártires femeninos una aliteración prejuiciosa en torno a una serie de temáticas que vehiculan la búsqueda de la esencia, mas no de la sustancia de su sufrimiento. Un tipo de aproximación manida y algo moralista que invade cada uno de los ‘cuadros en movimiento’ de En nombre de la tierra. Al igual que en Loving Vincent (2017), la pareja de realizadores crea un ambicioso y arriesgado proyecto de artesanía, elevando aún más su disposición estilística a través de una producción en la que se han pintado alrededor de cuarenta mil fotogramas. Un dinamismo estético en el que la celeridad de sus imágenes, no tan limitadas por la recreación pictórica, permite una serie de variaciones imprevisibles sin que ello implique llegar a la construcción de un relato superior. La historia nace de la novela de Wladyslaw Reymont, Los campesinos, y relata de manera descontrolada las estructuras patriarcales y el comercio matrimonial que se ve obligada a padecer una joven protagonista cuya única maldición reside en su extraordinaria belleza. Su futuro se verá determinado por un previsible adulterio y la consiguiente estigmatización y repudio popular. Una presentación fugaz y algo accidental del arquetipo de la mujer casada e infiel que, por razones independientes del afecto, busca el amor en brazos de otro hombre, planteando un perspectiva fallida y estereotipada en la que la mundana visión de sus personajes se contrapone con la trascendencia y la liberación que adquiere su protagonista en su enjuiciamiento final. Felipe Gómez Pinto