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Mientras en Moldavia todos se preparan para la transición, dos hombres intentan dar sepultura a un cadáver calcinado que han encontrado en mitad del campo. Tan absurdo como entrañable, este noble gesto es el eje central de Carbon, la opera prima de Ion Borș, una sátira política donde rigen los parámetros del absurdo. Pero, ¿a qué bando pertenece este muerto? ¿Quién debe reclamar este cuerpo y dar descanso a su alma? Aclarar la identidad del fallecido es situarlo a uno u otro lado de la línea que divide el país, una misión imposible en la que terminan involucrados los estratos más locales de la iglesia, la seguridad, la política, el ejército y la ciudadanía.

Desde los primeros instantes del film, se instala una especie de extrañamiento que parte de la música: a las imágenes del noticiero, de la población recuperando su rutina y del ejército separatista en pleno rearme, se superpone una banda sonora más propia de un film de acción, ligero, desenfadado y algo rocambolesco. Surge así la primera de las disonancias y una de las claves de una película que sabe hacer del humor una de sus mayores virtudes. El movimiento de los personajes dentro del plano o la ironía que conlleva el cambio de gobierno (de banderas, de cargos, de funcionarios) son la esencia de unos gags visuales que frenan la narración, en el mejor de los sentidos, cuando esta adquiere un ritmo frenético en su último tramo. Pero cuando la película muta de género y se transforma en una cinta de gánsteres, su punto álgido se sitúa en el anticlímax que precede al final. Se trata del momento en el que prevalece lo humano por encima de lo heroico.

Cristina Aparicio

Carbon es una lúcida comedia berlanguiana que critica el sinsentido de las guerras y carga contra la sangrante corrupción de todo estamento cercano a cualquier forma de poder. Un hilarante argumento, desarrollado en un guion de fina ironía sienta las bases del gran acierto de la ácida ópera prima del moldavo Ion Borș. Pero antes de hablar de la cinta hay que entrar en antecedentes: a principios de los noventa, tras la inmediata descomposición de la Unión Soviética y del bloque socialista, Moldavia tiene claro que comenzará su independencia y con ello una nueva etapa histórica. La película de Borș se ambienta en este momento y justo en la zona de Transnistria, clave fronteriza desde tiempos del Imperio Ruso y Otomano, constituida siempre como terreno a disputar por todos sus vecinos colindantes. Dicho esto, vayamos ya al argumento, muy importante como hilo conductor de la crítica de Borș: la historia comienza con un tractorista que inicia un viaje, de repentino patriotismo y urgencia, para alistarse en el ejército (el nuevo gobierno ha prometido conceder pisos a los soldados). Este tractorista pronto se une a un veterano de la guerra de Afganistán. Y enseguida y por azar, ambos se topan con el elemento que da título al film: los restos del torso carbonizado de un cadáver imposible de reconocer y al que el veterano de guerra se niega a abandonar. A partir de ahí el periplo consiste en conseguir dar digna sepultura al fallecido. Pero para ello tendrán que pedir colaboración al cura que colabora con delincuentes, al alcalde que esta organizando su fiesta de la independencia (con el problema de no saber ya ni qué canciones son las patrióticas ahora) y al policía del pueblo, preocupado únicamente porque en dos días tiene que ir a una boda.

Desarrollando a través del humor una feroz crítica al sistema y a lo poco que importan (y para qué se usan) los muertos en los conflictos, Borș muestra cómo unos y otros se pasan la pelota o no y transforman la versión de quién era en realidad el carbonizado en función de sus intereses. La película sigue al tractorista y al veterano que, al igual que los personajes de Uderzo y Goscinny cuando entran en la ‘casa que enloquece’ de Las doce pruebas de Astérix (1976), van de un lugar a otro en crítica de la burocracia y enrevesando cada vez más la situación.

Con el mismo espíritu que aquel monólogo de Gila en el que preguntaba por el enemigo (en la cinta hay un momento casi idéntico, teléfono incluido), el cineasta debutante construye un monumento al soldado desconocido que es reflejo de la vieja historia de opresión al pueblo llano, exprimido siempre por los de arriba.

Raquel Loredo