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FESTIVAL DE CANNES.
Del 8 al 19 de Mayo de 2018.

Primeras impresiones de las películas más importantes del festival, en breves comentarios críticos de Carlos F. Heredero, director de Caimán CdC, Àngel Quintana, Jaime Pena y Juanma Ruiz, asistentes al evento cinematográfico más importante del mundo.

THE WILD PEAR TREE (Nuri Bilge Ceylan). Sección oficial

Winter Sleep marca en la obra del cineasta turco Nuri Bilge Ceylan, un nuevo camino. Después de la depuración formal y de los múltiples huecos que había tras de Érase una vez en Anatolia, Ceylan decidió apostar por el dramatismo como forma estilística. Un hecho pequeño le permite retratar una sociedad, sacar a la luz sus tensiones y definir sus ansias. The Wild Pear Tree podría considerarse como una extensión de su película anterior. El método es aparentemente el mismo. El dramatismo describe a los personajes, mientras el paisaje se convierte en testimonio impasible de algo que no culmina en lo trágico, sino en la descripción de un drama particular que surge como metáfora del presente de su país. The Wild Pear Tree transcurre en la Turquía de Erdogan, donde el islamismo ha ido aumentando de forma progresiva, donde las oportunidades para los jóvenes son escasas y donde la represión política está presente. Ceylan no hace ningún alegato político, solo muestra a unos personajes cuyo destino está profundamente implicado en el entorno social. La película se divide en tres actos, marcado cada uno de ellos por la vuelta a casa del protagonista. Seinan regresa después de haberse licenciado en pedagogía, se presenta a unas oposiciones con la certidumbre de que no encontrará trabajo porque las plazas que se ofertan son escasas. Mientras, redescubre a su familia, a una compañera de juventud y habla con un famoso escritor sobre sus posibilidades para publicar un libro. El futuro que se abre ante Seinan es poco clarificador en un mundo dominado por el peso de la religión. Seinan se autodeclara como un misántropo que no cree en las verdades reveladas sino en su propia verdad. El segundo regreso a casa tiene lugar después de haber publicado su libro. Se lo ha dedicado a su madre, descubre que su padre es un ludópata y sueña con un éxito que nunca llegará. Finalmente, regresará a casa una tercera vez, después de haber acabado el servicio militar y su horizonte se ha ido cerrando. Su vida afectiva es inexistente, el camino hacia la creación literaria se ha eliminado, como también toda oportunidad vital. Seinan ignora cual es su destino, no puede predecir ningún hipotético futuro. Turquía es como Seinan: un país sin ningún futuro posible en el horizonte, ensimismado en sus propios mitos y atrapado por sus creencias. Ceylan filma esta historia a partir de largos y contundentes diálogos, con una mirada claramente poética y buscando alguna salida que vaya más allá del nihilismo y la desesperación. Seinan no puede creer en nada pero se resiste a no creer. Ceylan también confía en su mundo. Àngel Quintana

AYKA (Sergei Dvortsevoy). Sección oficial

En 1999, el jurado del festival de Cannes presidido por David Cronenberg otorgó la Palma de oro a Rosetta de los Hermanos Dardenne. La película marcó un estilo. Su cámara seguía de forma implacable a una chica, la encerraba dentro del cuadro fílmico y no dejaba que en ningún momento nada se aireara. Ayka de Dvortsevoy podría considerarse como una versión muy lejana de Rosetta. La protagonista es una chica sin papeles que ha sido violada y ha dado a luz en una clínica de Moscú a un niño que ha abandonado. Dovortsevoy sigue a Ayka durante unos cuantos días, en ningún momento perdemos su presencia obsesiva. Ella intenta encontrar dinero para pagar a un grupo de mafiosos que la están chantajeando, busca un trabajo para sobrevivir, pero su cuerpo no resiste. El parto está demasiado cerca y al no poder llevar a cabo la lactancia de su criatura se va debilitando. El frío invierno moscovita no ayuda a hacer las cosas más agradables. Dvortsevoy filma con estilo, retrata la realidad con dureza, pero acumula. Hay demasiadas historias en torno a Ayka y el retrato de la miseria humana es tan terrible que la opresión no deja de aumentar. Es cierto que al final hay una pequeña luz que apunta hacia la reconsideración de la humanidad, pero por el camino el calvario es terrible. Veinte años atrás, Ayka nos sorprendería, ahora da la sensación de que ya la hemos visto. Ángel Quintana

Desde 2008, cuando presentó en Cannes Tulpan, no habíamos vuelto a saber nada de Sergey Dvortsevoy. El retorno se produce con Ayka, una muy solvente película de los Dardenne, en el espíritu estético y formal de Rosetta, que desgraciadamente parece llegar con demasiado retraso, cuando el estilo de los Dardenne se ha universalizado y se ha convertido en mera fórmula. Es una mera cuestión de timing que, sin embargo, no nos debería llevar a despreciar una propuesta que se encuentra en las antípodas de la película de Nadine Labaki, pese a tratar muchos de sus mismos temas. Se podría hasta sospechar que el festival la ha programado el día después como antídoto.

La Ayka del título es una inmigrante kirguís (Samal Yeslyamova) que se encuentra en Moscú con un permiso de trabajo ya caducado. Acaba de dar a luz y en la primera escena de la película la vemos huir del hospital abandonando a su hijo. En el curso de una semana intentará buscar trabajo a toda costa para saldar una deuda acuciante, mientras sufre las consecuencias del postparto: hemorragias, dolor de pecho al no amamantar a su bebé… La tensión es máxima, con una cámara encima de ella que nunca la abandona. Dvortsevoy se solidariza con su personaje, Labaki se compadece. Para la cineasta libanesa la pobreza está llena de belleza, por esos su protagonista es muy guapo, lo mismo que el bebé o la madre del bebé. Dvortsevoy cree en la justicia, no en la belleza, por eso su película no es complaciente sino desasosegante, como ese inclemente clima de Moscú que nos hace sentir el frío y el desamparo de Ayka. Jaime Pena

UN COUTEAU DANS LE COEUR (Yann Gonzalez). Sección oficial

En 2013, en las secciones paralelas del festival de Cannes tuvo lugar el acto de nacimiento de una nueva generación de jóvenes cineastas entre los que se encontraban Justine Trier, Antonine Peretjatko o Yann Gonzalez. Sus intereses eran múltiples, pero les unía un gusto iconoclasta, una reconfiguración de los elementos genéricos y la búsqueda de un nuevo camino que privilegiara ciertas rupturas estéticas. Después de la deslumbrante, Encuentros después de la media noche, Yann Gonzalez entra de lleno este año en la sección oficial con una película que se ha convertido en la mejor oferta francesa de la edición. La película cuenta la historia de una directora de cine porno-gay –Vanessa Paradis– que después de la ruptura con su amante –su montadora–, decide rodar una película ambiciosa. Se encuentra sin embargo ante la presencia de un asesino enmascarado que mata a parte de los componentes de su equipo, alguien de cuyo falo surge un cuchillo. Para contar esta historia, Yann Gonzalez parte de múltiples referencias. En un primer nivel está Dario Argento –El pájaro de las plumas del cristal– pero como es sabido, una parte del universo Argento deriva hacia Brian De Palma –con Doble cuerpo en el horizonte–, mientras que la relación entre los personajes podría ser una extensión de Boogie Nights de Paul Thomas Anderson. Más allá del cine de género está la estética de Kenneth Anger y alguna cosa heredada de la Factory de Warhol. El juego de Gonzalez no radica en un ejercicio posmoderno de intertextualidad, porque más allá de las referencias al género existe un homenaje a la cultura queer francesa encabezada por los continuos ecos al universo de Jean Cocteau y otros más cercanos como el cine de Paul Vecchiali o de Jacques Nolot. El resultado es una película bella, que intriga, pero que respira más humanidad que muchas películas sobre la diferencia sexual y social de las vistas en Cannes. La diferencia no está en mostrar una comunidad gay, sino en hacerlo desde dentro, con la clara convicción de que es posible subvertir el género para llevarlo hacia el romanticismo. Hay mucho amor en Un couteau dans le coeur, muchos corazones rotos y muchos deseos proyectados en las múltiples pantallas. Una joya. Àngel Quintana

SHIP DAY (Patrick Bresnan e Ivete Lucas). Quincena de los realizadores – premio al mejor cortometraje

Los títulos de crédito nos cuentan que los jóvenes de los institutos situados en los Everglades de Florida celebran su graduación marchando a las playas situadas a un centenar de kilómetros. Ship Day es la historia de un día de playa, pero con una variación especial, ya que forma parte de un ritual que marca el fin de una etapa y el inicio de otra. En una playa franqueada por grandes edificios, los jóvenes se bañan mientras hablan de su futuro. Su mundo se acaba y los directores lo filman. La mirada documental es claramente observacional, para los turistas de la zona es un día de playa cualquiera, para los jóvenes no lo es. Àngel Quintana

EL HOMBRE QUE MATÓ A DON QUIJOTE (Terry Gilliam). Clausura, fuera de concurso

Esperado con lógica expectación, tras veintisiete años de luchar contra los molinos de viento de la industria, de la mala suerte y de la desdicha, el ansiado Quijote de Terry Gilliam llega por fin a las pantallas, pero lo hace, ¡ay…!, sin la fuerza, sin la inspiración y sin la personalidad que cualquier aficionado podría esperar del autor de películas como Brasil, El rey pescador o Doce monos. Las aventuras de un zafio director de cine americano, que empieza rodando una versión fílmica del libro de Cervantes y acaba convertido en inopinado Sancho Panza (Adram Driver) y un humilde Zapatero que, tras interpretar al famoso hidalgo, llega a creerse su propio personaje (Jonathan Pryce) avanza dando tumbos tras superar cincuenta minutos iniciales de una zafiedad inesperada y en los que se amontonan sin cesar los más rancios tópicos de la España ancestral (los gitanos, la inquisición, la guardia civil, la incultura, la suciedad, el atraso…) y desemboca en el divertido delirio (ahí sí, muy propio de su director) que se desata en la fiesta en el palacio de los duques. El film pretende ser una exaltación de la fantasía y de la imaginación, pero acaba dibujando el desolador retrato de un cineasta de rutinaria puesta en escena, desmayado y sin inventiva, que fracasa en su propio terreno, y que quizás ha llegado demasiado tarde a la película que una vez soñó y que no ha conseguido concretar. Carlos F. Heredero

LA TRAVERSÉE (Roman Goupil). Fuera de concurso

 

A principios de los ochenta, Roman Goupil, antiguo militante de la Liga Trotskista Revolucionaria, filmó uno de los grandes clásicos sobre el Mayo del 68, Mourir à trente ans. Cincuenta años después decide preguntarse cuáles son los restos de aquel mayo, para lo que convoca al líder del movimiento estudiantil, Daniel Cohn-Bendit –antiguo eurodiputado ecologista– para llevar a cabo un viaje por la Francia actual. Cohn-Bendit se convierte en el guía. La película nos recuerda que la Francia actual está dividida entre los que creen que todas las soluciones pasan por el estado y los que aún piensan en los valores republicanos y en la importancia de la libertad. El recorrido es un calidoscopio del presente. Fábricas cerradas, obreros en crisis, refugiados sin techo, militantes del Frente Nacional… y en la mitad del viaje, el propio Emmanuel Macron, que intenta justificar su política con los nuevos nómadas del presente. La crisis migratoria está allí y marca la política francesa. Mientras, la extrema derecha sueña con una Francia radicalmente opuesta a aquella por la que lucharon Cohn-Bendit y Roman Goupil hace cincuenta años. Ángel Quintana

CAPHARNAÜM (Nadine Labaki). Sección oficial

La directora libanesa de Caramel (2007) traza en este nuevo trabajo suyo una radiografía exhaustiva de la infancia maltratada en el contexto del Beirut contemporáneo: un paisaje urbano y social sobre el que repercuten de forma trágica la emigración clandestina, la pobreza extrema, el tráfico de bebés, los niños sin papeles, las tradiciones patriarcales que permiten entregar en matrimonio a una niña de once años a la fuerza y contra su voluntad, la mendicidad callejera y el trabajo infantil, entre otras muchas lacras. El problema realmente mayúsculo de la película resultante es que se configura como un catálogo exhaustivo, explícito y casi pornográfico del miserabilismo más atroz; como una exhibición continua de los horrores, humillaciones, indigencias, traumas, maltratos y vejaciones por los que transitan un niño de once años y un bebé de solo uno; como una concatenación sin fin de espacios degradados y sucios, de situaciones tremendistas y lacerantes, de hogares rotos y desestructurados, de imágenes percutientes en su adivinada cotidianidad. Únanle a todo ello una cámara vibrante y un cromatismo colorista que juega estéticamente con los reflejos de las luces sobre el objetivo, bonitos planos aéreos con drones sobre Beirut y música enfática que pretende inyectar solemnidad de forma intermitente para que seamos conscientes de que estamos ante una denuncia importante. Se trata, por tanto, de una manipulación estética de un cuadro social dramático, lo que deja traslucir una mirada más que discutible sobre sus materiales por parte de la directora, a quien no le importa recrearse de manera frontal, una y otra vez, en el desamparo y en los peligros que acechan al bebé, por ejemplo. Y el problema no es que en la realidad de aquel escenario no ocurran estas cosas, y probablemente otras mucho peores; el problema es el obsceno y repetitivo exhibicionismo con el que la cámara de la directora filma sin mirar de verdad, muestra sin revelar y se mueve sin generar reflexión. Antes de hacer Capharnaüm, Nadine Labaki debería haber visto una y otra vez, durante 365 días, Alemania, año cero (Roberto Rossellini): así habría tenido tiempo para pensar lo que es la mirada moral de un cineasta sobre la infancia víctima de una tragedia. Así nos podríamos haber ahorrado esta película profundamente inmoral. Carlos F. Heredero

Existe el cine social pero también existe el cine que explota cierto humanismo basado en los buenos sentimientos. Este cine muchas veces desconoce el límite entre la imagen justa, la acumulación y el miserabilismo. Capharnaüm, de Nadine Labaki, pertenece a este último modelo. La película cuenta la historia de Zain, un niño de doce años sin identidad, ni pasaporte y sin nombre, que ha crecido en las calles de Beirut. El niño está acusado de haber asesinado a un proxeneta, que raptó a su hermana y la acabó abandonando embarazada en la puerta de un oficial. A partir de este momento las circunstancias miserables se acumulan. Están los traficantes de personas, las familias numerosas que no pueden educar a sus hijos, los niños criados en la calle, las mujeres maltratadas, los emigrantes de países pobres que tienen problemas para subsistir frente a las masas sociales. Los problemas existen y es muy respetable filmarlos. El problema es que Nadine Labaki filma las cosas sin complejidad, sin contrapuntos, de forma muy plana. En determinados momentos parece un anuncio de Save the Children, apadrinado por Benetton. La película tendrá éxito, ganará premios y se hablará mucho de ella. Esto no impide poder afirmar contundentemente que la propuesta es profundamente inmoral. Àngel Quintana

DOGMAN (Matteo Garrone). Sección oficial

Suburbios y arrabales de Roma, en un escenario de degradación urbanística lindante con lo marginal y con los excedentes de sociales del capitalismo más depredador. Un cuidador y peluquero de perros (magnífico Marcello Fonte, un actor de rostro rugoso y antiguo, que parece erosionado por las raíces de la Italia ancestral, y cuya interpretación es, con mucho, lo mejor de la película) se involucra en los trapicheos de los delincuentes que rodean su pequeño negocio y, finalmente, se abre paso en él la necesidad de la venganza en forma de liberación personal. Sus pacíficos perros, mientras tanto, asisten atónitos a sucesivas explosiones de una violencia brutal y salvaje, dando pie al contraste y a la metáfora (en el fondo, bastante ingenua) que la construcción narrativa trata de pone en pie dentro de esta nueva realización del director de Gomorra (2008) y El cuento de los cuentos (2015), entre otras. El mayor interés de la propuesta no reside, sin embargo, ni en la dramaturgia que organiza los hechos ni en su puesta en escena (mayoritariamente rutinaria), sino en el retrato de ese entorno periférico y degradado, en la exploración de su configuración escénica y en la galería que ofrece el paisaje humano que lo habita, pero el interés del film no va mucho más allá. Carlos F. Heredero

Marcello tiene una peluquería de perros, peina y cuida a sus animales. Junto con las bestias caninas, Marcello también es conocido en el barrio por su capacidad para alimentar a las ‘bestias’ de la Camorra. Les proporciona cocaína y participa de sus sucios negocios. Marcello tiene el aspecto de un pobre hombre honorable, está separado de su mujer pero ama a su hija. Un día, Marcello acaba en la cárcel por no querer denunciar al perro más salvaje de la Camorra. Al salir, va a empezar una nueva vida, la relación entre el cuidador y los perros humanos va a intensificarse, hasta el punto de que la rabia se hará presente y tendrá auténticos problemas para mantener a distancia a las bestias humanas. La fábula de Dogman es evidente, puede resumirse en pocos minutos y quizás no debería pasar del estatuto de corto. Garrone filma la brutalidad humana de forma desagradable, pero es innegable que hay una intensidad en su acercamiento a los cuerpos, a la brutalidad humana. No es una película agradable de ver, tampoco es una buena película, pero esconde un memorable trabajo actoral, a partir de la composición de estos personajes extremos que no encuentran la dignidad en un entorno que la acaba de perder. Ángel Quintana

WHITNEY (Kevin MacDonald). Fuera de concurso

En su pretensión de convertirse en un ágora multifacético, capaz de cobijar todo tipo de expresiones audiovisuales a veces con independencia de su verdadero interés fílmico, Cannes da cabida de vez en cuando a cosas como esta: un vulgar y convencional reportaje televisivo sobre la vida de Whitney Huston; un producto de los que hay a decenas en la televisión norteamericana y que no va más allá de rescatar tres o cuatro canciones famosas de su protagonista, multiplicar los rostros parlantes (familia, conocidos, colaboradores profesionales, personalidades de la industria discográfica…) y organizar todo ello en orden cronológico para ilustrar sucesivamente la infancia, los primeros pasos, el triunfo artístico y el derrumbe final de la cantante, pero guardándose para el final –en un innoble y algo sensacionalista truco de guion— la revelación del trauma infantil que, supuestamente, estaría en el origen de la peculiar personalidad y vivencia emocional de la estrella. Y no hay más. Ahí se acaba todo. Puede interesar a los fans del personaje, pero su entidad fílmica es cero. Carlos F. Heredero

En 2002 murió Whitney Huston. Fue la cantante con más discos situados en el número 1 del top ten internacional. Su canción para la película El guardaespaldas se convirtió en un gran éxito planetario y su fama la convirtió en una millonaria. ¿Cuáles fueron los motivos que llevaron a la muerte de Whitney Huston? Kevin MacDonald contesta esta pregunta con un documental estructurado a partir de la clásica ascensión y caída de la cantante. Al principio vemos la estela de su madre, Cessy Houston, sus primeros éxitos en 1983 y el debate sobre su condición de hija de una tradición de la música negra perdida en el mundo de la música pop. A partir de 1993, con el éxito de El guardaespaldas, la imagen de Houston se dispara mientras empiezan sus crisis vitales. Su matrimonio fracasa, la relación con su única hija se rompe, las drogas aparecen y la cantante vive una fuerte crisis de personalidad que la lleva a no saber ni cual es su lugar en el mundo. Tras el tratamiento de la imagen, basado en entrevistas a personas cercanas e imágenes de archivo, emerge el documental visto en Cannes hace cuatro años sobre Amy Winehouse. El tono es menos incisivo, parece como si algunos aspectos oscuros de la personalidad de Houston solo fueran apuntados y se pierde la oportunidad de llevar a cabo un repaso mediático en torno al modo según el cual la prensa se cierne en torno a la vida de las grandes estrellas. Àngel Quintana

IN MY ROOM (Ulrich Köhler). Un certain regard

La película empieza de forma inspirada. Amin, un periodista de la televisión alemana, está capturando imágenes de un mitin de la socialdemocracia y la cámara se para, hace cosas extrañas. Como si el mundo que está capturando tuviera problemas y fuera imposible darle forma. Amin regresa a casa y su madre está falleciendo. Su familia está en torno al lecho de la madre. Después del desenlace, la muerte de la madre se convierte en la muerte del mundo. Europa se desintegra y Amin se convierte en un nuevo Robinson libre en medio de la sociedad de consumo. Como si fuera un falso remake de El último hombre vivo de Boris Sagal, la película parece contar una historia de supervivencia, pero en el fondo es una metáfora sobre la libertad en un mundo en el que la soledad impera. Amin no está en el paraíso, sino en un universo descompuesto, hasta que encuentra a su compañera, pero algo se escapa entre ellos. Ulrich Köhler filma una fábula sobre la quiebra de un mundo y la distopía de un horizonte de libertad en el que el ser humano acaba aislado, disfrutando de los restos de una tierra destruida. La fábula funciona en determinados momentos, pero acaba perdiéndose en sus propios límites. Àngel Quintana

La escena inicial ya avisa, a modo de gag, de la apuesta formal que dominará (ya sin tono humorístico) la narración de In My Room. Al comienzo, un cámara de televisión que cubre un evento político confunde los botones de grabar y pausar, con lo que solo consigue una cinta llena de tiempos muertos, completamente inservible para los informativos. Pero el cine no es un informativo, parece querer decir Ulrich Köhler, que emplea precisamente ese tipo de momentos vacíos como material fungible para su film apocalíptico. Con una trama llena de ecos narrativos de otros géneros (fundamentalmente esos de “acción-aventura” cuyo rótulo preside visiblemente los estantes del videoclub al que acuden los dos protagonistas en una escena), desde The Walking Dead hasta Soy Leyenda, en su tono, sin embargo, In My Room se decanta por la quietud y el vacío. Todo se trata de observar el discurrir de los días de Armin (Hans Löw), un hombre gris y anodino, cuando desaparecen todos los demás seres humanos, quizá del planeta entero. Sus nuevas rutinas constituyen el centro del relato hasta que se encuentra con otra superviviente. No se explican los porqués, ni estos dos seres solitarios parecen hacerse preguntas: solo conviven, día tras día, refugiándose el uno en el otro de forma casi desapasionada. Y, sin embargo, tras esa llegada del fin del mundo Armin parece encontrar una cierta paz feliz: se diría que para el director, la única libertad posible se encuentra al otro lado del apocalipsis. La propuesta sería fascinante si no fuera porque ni Armin como personaje ni Löw como actor consiguen mantener a flote toda una primera parte del metraje en la que el peso dramático (y empático) descansa enteramente sobre sus hombros. Todo queda, pues, algo desangelado, casi tocado de muerte antes de la película cobre cierto vuelo en su segunda mitad. Pero la propuesta, qué duda cabe, encierra una búsqueda interesante. Juanma Ruiz

TROPPA GRAZIA (Gianni Zanissi). Quincena de los realizadores

La cinta elegida este año para clausurar la Quincena de los realizadores comienza con una escena que hace presagiar lo peor: una comedieta de sexos. Por fortuna, la temática no es esa, aunque la perspectiva que se abre camino en los minutos siguientes tampoco es mucho más alentadora: estamos ante otro subgénero peligroso como es el de la comedia de apariciones cristianas. Y en esto sí se cumplen los peores augurios: aunque Zanissi dirige con cierta elegancia visual, alejándose del plano-contraplano omnipresente en la comedia europea más mainstream, no puede evitar enfangarse en algunos tópicos (su representación de la Virgen María no puede ser más insulsa), y los gags, tanto los dialogados como los visuales, no van más allá del recurso obvio: la alternancia entre la protagonista, sus visiones y el punto de vista externo de los personajes que la ven interactuar con una figura invisible para ellos. Para coronar el dudoso milagro de Zanissi, el discurso del film parece postular la fe (religiosa) como vía de resistencia contra la corrupción y la especulación urbanística. Todo servido en un envoltorio amable y optimista, eso sí, para contentar al mayor número posible de espectadores. Tampoco es la peor comedia que ha pasado por la sección este año, pero sin duda las aspiraciones deberían ser más altas. Juanma Ruiz

CHUVA É CANTORIA NA ALDEIA DOS MORTOS (Joao Salaviza y Renée Nader Messora). Un certain regard

La apariencia inicial de Chuva é Cantoria na aldeia dos mortos es la de una película antropológica sobre los rituales chamanistas de una tribu indígena de algún lugar perdido en las profundidades de Brasil. No obstante, la película parte de la comunidad para plantearnos un doble juego en torno a la medicina y la integración. Al principio de la película, el protagonista tiene la visión de su padre muerto que le pide que organice una fiesta para matar a los malos espíritus. El joven se siente enfermo, es hipocondriaco pero no sabe lo que tiene. La vida en la comunidad sigue. Un día, el joven indio es trasladado a la ciudad. Allí la vida es completamente diferente. El médico intenta curarle, pero la medicina occidental es incapaz de curar lo males profundos. El indio se instala en un centro de integración de indígenas pero no encuentra su lugar. La solución es regresar a la aldea de los muertos y organizar el ritual chamanista para propiciar el duelo provocado por la muerte de su padre. Hasta que el espíritu no marche no hay descanso posible. Rodada con actores no profesionales, con una puesta en escena calculada, atenta a los ritmos y vaivenes ancestrales, la película funciona. A veces, la ritualización antropológica de carácter documental se impone sobre la ficción y alarga excesivamente la temporalidad de la historia. Àngel Quintana

Chuva é cantoria na aldeia dos mortos se inicia y finaliza con el plano de una cascada virado ligeramente al azul. El plano y el escenario recuerdan el encuentro entre la princesa y el pez en Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas de Apichatpong Weerasethakul. En algún otro momento también se observan reminiscencias de A Short Film About the Indio Nacional de Raya Martin. Me refiero sobre todo al tratamiento de la imagen, que tiene algo de película fundacional sobre una comunidad muy apartada y desconocida, la tribu de los Krahô, en el norte de Brasil. El relato estaría más cerca, en cualquier caso, del Lisandro Alonso de La libertad, navegando esa tenue línea que separa el documental de la ficción, pero, más allá de que los nombres de los personajes coincidan con los de sus actores, una ficción diseñada y motivada por los directores, João Salaviza y Renée Nader Messora. Los “planos Weerasethakul” vendrían a ser aquellos en los que su película se abre a una dimensión fantástica, unos planos que salpican toda una película cuyo tratamiento visual es admirable (aparentemente rodada en cine). Y ese plano inicial pondría sobre la mesa el conflicto que ha posibilitado que Salaviza y Nader Messora se aproximen a los Krahô: la voz de su padre muerto interpela al joven Ihjãc para que ponga fin al duelo y su espíritu pueda viajar a la “aldea de los muertos”. Ihjãc, que tiene 15 años, pero ya está casado y con un hijo, sospecha que la posibilidad de oír la voz de su padre muerto no significa otra cosa más que su destino está fijado y acabará siendo el chamán de la tribu. El componente fantástico planea sobre toda la película, incluso cuando esta se aproxima más a situaciones características del docudrama: Ihjãc huye de su responsabilidad y fingiendo una enfermedad abandona el pueblo para acudir al médico en la ciudad más cercana, lo que ofrece la posibilidad a los directores de confrontar la vida indígena con la civilización occidental, también en su tratamiento visual y sonoro, abierto a lo desconocido en el primer caso, rutinariamente reconocible en el segundo. El único diagnóstico es que Ihjãc es un hipocondríaco, si bien sabemos que a lo único que le tiene miedo es a un destino que ya no podrá eludir. Y así será. Jaime Pena

BURNING (Lee Chang-dong). Sección oficial

A partir de una historia de Haruki Murakami (Las granjas quemadas, editada dentro de la colección de relatos titulada El elefante desaparece, 1993; edición española en Tusquets, 2016), el coreano Lee Chang-dong regresa a la dirección tras los ocho largos años que han transcurrido desde su film anterior (aquella maravilla que era Poesía, 2010). Y lo hace con un hermoso y misterioso cuento protagonizado por un joven que quiere ser escritor y que se siente fascinado por la novelística de William Faulkner (Jongsoo), enamorado de un chica a la que había conocido anteriormente durante la infancia y con la que emprende una relación antes de que esta regrese a su vida –después de hacer un viaje por África— acompañada de otro joven adinerado y atractivo (Ben), pero de personalidad tan indefinida como inquietante. La naturaleza enigmática de este último personaje y la posterior desaparición de la joven abren un abismo de perplejidad y de inquietud en el protagonista que se enfrenta a una cascada de elementos significantes en cuyo interior solo parecen alojarse la duda, la ausencia o el vacío: la existencia (o no) del gato y del pozo del que habla la chica, su apartamento vacío, las figuras dibujadas por la pantomima, los invernaderos que supuestamente quema Ben (pero que Jongsoo nunca llega a localizar), el propio interior de su antagonista, etc.

“Para mí el mundo es un misterio”, dice Jongsoo, y Lee Chang-dong le toma la palabra a su criatura para construir un universo fílmico donde todo está en duda y ante el que resulta legítimo preguntarse si las cosas no existen simplemente porque no las vemos. El resultado es un inquietante cuento de estricta narrativa realista y prosaica, pero cuya naturaleza interior se deja contagiar por el abismo del fantástico sin que esta dimensión se llegue a poner nunca explícitamente sobre la mesa. Si a ello se le añade la posibilidad de que los misterios a los que se enfrenta Jongsoo no sean otra cosa que metáforas empleadas por él mismo en el relato que está escribiendo para tratar de explicarse los enigmas que para él configuran el mundo, nos encontramos ante otra fascinante vía adicional para adentrarnos en un film al que le cuesta algo de trabajo –durante su primera mitad— entrar en materia (hasta que los enigmas empiezan a obsesionar al protagonista), pero que se abre después a una multiplicidad de sugerencias y de opciones interpretativas a cual más fascinante. Carlos F. Heredero

El punto de partida es un cuento de Haruki Murakami y tras una hipotética historia de amor naturalista, surge una historia compleja como esos misterios que según el protagonista marcan el mundo y la realidad. Burning parte de Murakami para ir más lejos e intentar dar forma fílmica a aquello que está en la literatura y que en la imagen resulta terriblemente complejo. La película es sobre todo la historia de una soledad, de un vacío personal y de una dificultad para poder encontrar un equilibrio emocional. El protagonista reconoce a una chica que estuvo presente en su infancia. Juntos celebran viejos tiempos y hacen el amor. Ella marcha de viaje y regresa con otra persona, una especie de Gran Gatsby japonés adinerado que se inmiscuye en la vida de la pareja. El protagonista intenta recuperar a su amor pero no puede y a medida que intenta acercarse más hacia la figura que ha sublimado observa como ella desaparece, como todo acaba perdiéndose y diluyéndose. En el tramo final, cuando el vacío se ha instalado en la vida del protagonista, empieza a articular una ficción. A partir de aquel momento no sabemos donde está la frontera entre lo real y lo imaginado, entre el deseo y la frustración. Lee Chang-dong, autor de la memorable Poetry, ha tardado ocho años en rodar una película que conmueve por su capacidad insólita de relatar lo íntimo, por el modo como plantea una determinada subjetividad y penetra en su interior. La película es un impresionante trabajo de dirección y de puesta en escena. Todo esta trazado con un meticuloso tiralíneas, no hay nada que se escapa, todo participa del misterio que es capaz de transmitir la película. La clave reside en la habilidad para articular un apasionante ejercicio de puesta en escena. Burning tiene algo de fascinante porque es misteriosa, inabarcable, difícil de explorar pero, al mismo tiempo, terriblemente emocionante. Una de las muchas joyas de esta memorable edición del festival. Ángel Quintana

Todas y cada una de las decisiones de adaptación que toma Lee Chang-dong en Burning, a partir del relato Burning Barns de Haruki Murakami, sirven para engrandecer un material de base mucho más endeble que el film resultante. En primer lugar con el protagonista, que si allí era un escritor de treinta y tantos (y casado), narrando los hechos en primera persona, aquí se convierte en Jong-soo, un inseguro joven con aspiraciones literarias, de la misma edad que Hae-mi, la chica de la que se enamora: además, al trazar el triángulo amoroso presentando a Jong-soo y Hae-mi como compañeros de infancia se añaden infinidad de capas y matices de ambigüedad a un cuento en exceso esquemático y que, aun sin explicitarlo nunca, no dejaba en sus últimas líneas muchos resquicios para la duda, además de traslucir un cierto aire esnob en el ambiente que construía. También es exclusivamente un hallazgo del film todo el desenlace (la reacción final del protagonista, las dudas que planean sobre la veracidad de algunas escenas, el juego metaficcional). Y lo más importante, la construcción de significado a partir de lo que en el original era apenas una pincelada: la pantomima con la mandarina invisible, que se ramifica aquí en múltiples detalles alrededor de la idea misma de inexistencia. Desde el gato que no se muestra hasta el pozo, incluso los propios recuerdos de infancia, y por supuesto el enigma central; todo ayuda a construir discurso en esta película misteriosa, cargada de incertidumbres, de la que quizá solo cabe lamentar que no se resista a una resolución incluso más ambigua de cara al espectador. Juanma Ruiz

SOFIA (Meryem Benm’Barek). Un certain regard

Ópera prima de una joven cineasta marroquí, esta sobria ficción tiene como protagonista a una chica, hija de buena familia y sobrina de un rico hombre de negocios, que abre una grave crisis en los valores y en el estatus social de su entorno al dar un luz un bebé, sin estar casada, en un país donde la ley persigue y pena con cárcel a las relaciones sexuales mantenidas fuera del matrimonio. La dramaturgia del relato elude los tremendismos y busca la austeridad dentro de una realización presidida también por la contención formal y por la voluntad de interponer una cierta distancia para dar cauce a una reflexión de fondo no solo sobre las leyes, sino también sobre los valores de una sociedad fuertemente patriarcal en la que las mujeres, víctimas la mayoría de las veces, se ven impelidas en ocasiones a comportarse de manera retorcida para proteger un determinado nivel social dentro de las clases acomodadas del país. El diagnóstico resultante no puede ser más devastador y pesimista (y extraordinariamente eficaz como denuncia, qué duda cabe), pero la narración acusa en varias ocasiones una cierta falta de rigor al dar por buenas, pese a la indudable vocación realista de la representación, algunas evidentes inverosimilitudes. Carlos F. Heredero

El planteamiento de la película podría parecer convencional. Los títulos de crédito nos advierten de que en Marruecos toda relación entre parejas fuera del matrimonio puede ser penalizada. Sofia, la protagonista, empieza mostrando su embarazo y sabe que va a ser castigada. La lógica de la película parece establecerse en torno a la denuncia legal de la situación en Marruecos, el proceso judicial y la búsqueda del padre. Meryem Benm’Barek en la que es su ópera prima es capaz de darle la vuelta al tema y conseguir en su tramo final que la película rompa con todo prototipo y con toda previsión. Más allá de la denuncia al régimen hay también una clara denuncia contra el poder económico, contra los intereses particulares y contra el egoísmo social. La víctima acaba convirtiéndose en vencedora, pero su camino es complicado y lleno de traiciones. Àngel Quintana

UNDER THE SILVER LAKE (David Robert Mitchell). Sección oficial

Inmersión alucinada en los paisajes urbanos más soleados y en las profundidades más oscuras de la ciudad de Los Ángeles, el tercer largometraje del director de It Follows (presentado en la Semana de la crítica en Cannes, 2014) sigue la pista a Sam (Andrew Garfield), un joven de 33 años, sin empleo y a punto de ser expulsado de su apartamento por falta de pago, insatisfecho con su propia vida y lanzado a la búsqueda de una mujer que ha desaparecido: una investigación que no emprende por amor, sino por su necesidad de aventura y de dar un sentido a su existencia. La indagación de Sam le lleva a recorrer un escenario urbano que es real y soñado a la vez, imaginado y reconfigurado por la ficción del conjunto de la cultura pop (el cine, los cómics, la publicidad, la música…), un espacio habitado por vecinas solitarias, prostitutas que quieren ser estrellas de cine, performances vanguardistas, cementerios de perros y de cineastas, garitos de lujo, fiestas chic, iconos del cine clásico, misterios codificados, asesinos de perros, ardillas que se caen de los árboles y se estampan muertas contra el suelo, animales que merodean por los vecindarios, etc. , etc. Por la fauna humana y animal que puebla el relato, se diría que estamos ante una relectura en clave pop de Thomas Pynchon, Richard Kelly, Robert Altman y David Lynch, pero todo pasado por los caprichos de un cineasta autoindulgente que se recrea en el placer masturbatorio de amontonar referencias (a ritmo de tres o cuatro por plano) para componer un crisol narrativo bastante incoherente (‘Incoherent Vice’, lo ha llamado el siempre sagaz Jonathan Romney, compañero de Sight & Sound y Film Comment). El producto resultante, concebido con la explícita vocación de convertirse en un film de culto a los ojos de la cinefilia menos exigente y más fetichista, tiene aislados momentos divertidos en medio de un magma de ocurrencias, chascarrillos, texturas diversas y mucha banalidad para disfrute adolescente, sin apenas nada consistente dentro. Otro bluff cultural más para vender como si fuera el penúltimo hallazgo del reciclaje pop. Carlos F. Heredero

Un joven reside en una lujosa villa de Los Ángeles y observa a sus vecinas como si fuera James Stewart en La ventana indiscreta. Una mujer hippie pasea por el balcón enseñando sus tetas, mientras otra joven enigmática acaricia a su perro en la piscina. El joven queda fascinado por la joven pero ésta desaparece. A partir de aquí inicia la búsqueda de un fantasma, como si fuera Scottie buscando a Madelaine en Vértigo. De todos modos, el mundo por el que pasea es extraño. Hay un supuesto asesino de perros, un grupo de rock en el que el cantante se llama Jesús, la leyenda misteriosa de un lago que condenó a la muerte a viejas estrellas de Hollywood, surgen sectas extrañas, tumbas de estrellas de Hollywood, imágenes mudas de Janet Gaynor en El séptimo cielo, catacumbas escondidas debajo de la gloria y una especie de Rey Mago que rige los destinos de la ciudad. No estamos ante La, La Land sino ante una visión alucinada de Los Ángeles más cercana a la de Puro vicio de Paul Thomas Anderson. La diferencia es que esta ciudad laberíntica, llena de extrañas pistas que remiten a sus propias entrañas existe en el presente. La visión alucinada de ese mundo absurdo, perdido en sus glorias y prisionero de la banalidad de una cultura pop omnipresente, convierten el ejercicio de David Robert Mitchell en una obra que viene de una clara tradición literaria encabezada por Thomas Pychon, en la que los universos fantasmagóricos conviven con los reales para acabar creando una imagen alucinada del propio universo americano. No existe ni el sueño, ni la pesadilla sino una zona intermedia basada en la alucinación. David Robert Mitchell enseña sus cartas desde el principio de la función, filma de forma brillante, tiene momentos inspirados pero la empresa lo sobrepasa. Hay algo que se le escapa y que se diluye. Le falta maestría para atrapar las catacumbas de este mundo lleno de falsas pistas. De todas formas, no cesa de buscar. Y cuando un cineasta busca, aunque no encuentre, siempre resulta respetable. Ángel Quintana

MIRAI (Mamoru Hosoda). Quincena de los realizadores

La nueva cinta animada del director de El niño y la bestia es una fábula fantástica sobre crecer y compartir el amor de la familia. Hosoda maneja su premisa (un niño pequeño que debe aprender a convivir con su hermana recién nacida, y asumir que ya no es el centro de atención) con un tono amable y a veces demasiado edulcorado, pero su dispositivo (algo así como una mezcla entre Qué bello es vivir y el Cuento de Navidad de Dickens en versión infantil) esconde no pocos rasgos de interés: para empezar, la creación del espacio mágico en el jardín de la casa del pequeño Kun, que encontrará allí a figuras de su pasado, presente y futuro en episodios singulares que marcarán su transición a una etapa de mayor madurez. Esa estructura episódica a veces juega en su contra: el hecho de que cada bloque de fantasía, con su respectivo proceso de aprendizaje, venga precedido (y provocado) por un berrinche del pequeño no solo llega a ser repetitivo, sino que puede acabar entorpeciendo levemente la empatía con un personaje en exceso caprichoso. Pero la parte mágica es suficientemente envolvente como para que eso sea un problema menor. Hosoda se muestra capaz de crear imágenes poderosas y situaciones emotivas, aunque no siempre al mismo tiempo: si el ‘capítulo’ de mayor carga emocional es en el que Kun aprende a montar en bicicleta, el más deslumbrante visualmente es el último, en la estación de trenes, donde la mezcla de técnicas y estilos rompe con alegre despreocupación los parámetros visuales del resto de la cinta. Juanma Ruiz

 

THE PLUTO MOMENT (Zhang Ming). Quincena de los realizadores

Cargada de una gran capacidad de sugerencia, The Pluto Moment pide ser más experimentada que intelectualizada, lo cual es una muy refrescante novedad en una película protagonizada por un director de cine y su equipo de rodaje. Porque Zhang Ming resiste la tentación de lanzarse a un discurso teórico sobre el medio cinematográfico (aunque el film no oculta un cierto número de reflexiones a este respecto, pero nunca como elemento central), y en su lugar embarca a sus protagonistas en un viaje de sutil autodescubrimiento, donde la atmósfera pesa más que la trama. Mientras los personajes recorren una China rural y boscosa tratando de filmar en vivo un cántico funerario tradicional, el aspecto sensorial cobra cada vez más peso. Sobre todo el magnífico diseño sonoro, en el que irrumpen periódicamente sonidos rítmicamente reiterativos (ya sea una respiración entrecortada, el ruido de un cuchillo pelando patatas o un fuerte ronquido) que, al igual que la propia canción ceremonial, funcionan casi como un mantra: es decir, no por su significado sino por su capacidad de suscitar un cierto estado mental. Todo ello complementado por algunos momentos de gran fuerza lírica, como la escena en que la joven viuda ve cómo se filtra en su dormitorio el agua del piso de arriba, convertida en una hermosa representación de su deseo sentimental/sexual. Instantes de gran belleza para un film que no siempre raya a la misma altura, pero que cuando lo hace se convierte en una de las propuestas más interesantes de la Quincena. Juanma Ruiz

LONG DAY’S JOURNEY INTO THE NIGHT (Bi Gan). Un certain regard

 

Para quien esto escribe, la gran película del festival, sin ningún tipo de duda. Absorto el firmante todavía tras una segunda visión del film, resulta particularmente difícil enfrentarse con las herramientas propias de la urgencia de estas reseñas a la escurridiza y flotante naturaleza de una obra que propone –como sugiere su título— un largo viaje nocturno por el territorio de la memoria y de los recuerdos: un itinerario conducido por un antiguo gangster (Luo) que, tras regresar a Kaili (su ciudad natal), se embarca en la búsqueda de la mujer a la que una vez amó (Wang Quiwen) atravesando, básicamente, el territorio de la memoria y de los recuerdos (“Cuanto menos recuerdas, menos olvidas”, se repite en el film), territorio inmaterial por el que deambula el protagonista mientras la película transita, sin solución de continuidad y con asombrosa fluidez, por lo real, lo soñado, lo recordado y lo fantaseado. “La memoria transcurre ante nosotros sin distinguir entre lo real y lo falso”, se nos dice también dentro de esta sofisticada construcción cuya primera parte (en 2D) parece bañada en atmósferas escenográficas propias de Wong Kar-wai, en los registros narrativos de Patrick Modiano y en las tonalidades pictóricas de Chagall, y cuyo segundo segmento (en 3D) es un largo, complejísimo y asombroso plano secuencia de sesenta minutos exactos de duración (un plano que debe buena parte de su armonía estética y de su propia viabilidad –según confesión del director— a la decisiva intervención de Wong Chi-ming, no, por azar, el jefe de iluminación de Wog Kar-wai) con el que nos adentramos ya definitivamente en el territorio líquido y evanescente de los recuerdos.

Todo el film, en realidad, es un destilado personalísimo y nada mimético de los temas más hondos y arraigados en el cine de Wong Kar-wai (la dificultad de detener el tiempo y de fijar los recuerdos, la naturaleza de las emociones, el amor fantaseado…), pero Bi Gan se lleva limpiamente la película a su terreno precisamente por su propia voz y por la fuerza visual de un estilo poderosísimo. La primera parte está filmada en largos, lentos y casi musicales planos-secuencia que acompañan al protagonista en sus encuentros con varios personajes hasta que Lou se adentra en un cine, se pone las gafas, se nos invita a los espectadores a hacer lo mismo y entramos así en otra dimensión: ese magnético plano-secuencia de una hora de duración (en un 3D sin efectismo ninguno, sin que nada salga de la pantalla, porque está trabajado únicamente hacia dentro y en profundidad, por lo que se crea esa extraña sensación de que el personaje navega dentro de un flujo atemporal y continuo de magma acuoso). Entre medias, los recuerdos se cruzan con los sueños y la memoria con la realidad hasta confundirse mutuamente sin que el relato pierda nunca pie en una geografía perfectamente cartografiable y llena de resonancias. De cómo se consigue ese milagro, de cómo circulan ecos y retornos y de cómo Long Day’s Journey Into Night emerge para este crítico como una conquista artística mayor del cine de nuestro tiempo, habrá que ocuparse con mucho mayor detenimiento en sucesivos números de Caimán Cuadernos de Cine. Carlos F. Heredero

Long Day’s Journey Into the Night, el título inglés de la película de Bi Gan, remite a una de las piezas claves del teatro de Eugene O’Neill, sin embargo la traducción del título original chino, Los últimos crepúsculos sobre la tierra tiene a Roberto Bolaño como referente. Los ‘crepúsculos terrestres’ no son otros que los que imprime esa memoria perdida que se quiere atrapar, pero de la que solo quedan restos, huellas, pequeñas partículas que intentan retomar un pasado que desaparece y que solo puede ser configurado desde el recuerdo. Para llevar a cabo este desplazamiento hacia la búsqueda, Bi Gan nos cuenta la historia de un hombre que regresa a la ciudad china de Kaili para recuperar a la mujer que hace años que no ve. Como si estuviéramos en el interior de una novela de Patrick Modiano -autor que Bi Gan reivindica como máxima inspiración- la memoria es una arma que sirve para configurar imágenes y para articular lo infranqueable. Lou, el protagonista, busca fotos y pistas de la mujer desaparecida. Su certeza es que está realizando un viaje por el tiempo, oscilando constantemente entre el presente y aquello vivido años antes. En un momento determinado de su recorrido, Lou detiene su búsqueda. El tiempo se congela, penetramos en el territorio del sueño, donde las ilusiones pueden hacerse posibles aunque estén amenazadas por el acto de despertarse. El viaje por el sueño es un viaje por un laberinto. La figura del minotauro guía al protagonista por extraños territorios, el espacio es mucho más confuso, no hay horizontes y la temporalidad se difumina en un eterno presente encadenado. Bi Gan lleva a cabo un impresionante ejercicio de estilo al articular un largo plano secuencia de casi una hora de duración en 3D, mezclando la profundidad de la imagen con la continuidad temporal. El resultado final es una película fascinante, en la que más allá de la literatura como base, surge el cine. En el horizonte de la primera parte está Wong Kar Wai y en el laberinto onírico, extraño y crepuscular se filtra alguna cosa lejana proveniente de la plástica de Béla Tarr. Teniendo en cuenta que Godard juega en otra liga, Long Day’s Journey Into the Night es la propuesta plástica más intensa vista en Cannes. Àngel Quintana

Si hubiera que definir A Day’s Long Journey Into the Night –la gran obra del Festival de Cannes de este año– en términos de ping pong, el film de Bi Gan sería un saque con efecto. Esto es, una obra de trayectoria aparentemente recta (que no es lo mismo que decir ‘lineal’), pero que en realidad, de manera casi imperceptible al principio para el ojo humano, se va curvando hasta desviarse de su trayectoria y colarse por recovecos inesperados. Vaporosa, levitante, la narración no es en un primer momento tan onírica como enigmática, pero poco a poco estos términos se van invirtiendo y, llegado el (epi)centro de la película, esta se pliega sobre sí misma para iniciar un descenso continuo y constante hacia ese interior de la noche que reasignará rostros, nombres, momentos y objetos, que plegará el tejido de su construcción espacial y temporal en su búsqueda del pasado, del amor, de lo eterno y lo efímero. Como si Wong Kar-wai hubiera filmado Mulholland Drive impregnándola de su aura, trocando lo turbio por lo serenamente bello. Bi Gan filma largos planos secuencia que se detienen en las texturas, las formas, la dimensión táctil de la luz, en un relato de melancólico desencuentro amoroso, pero en cuyas imágenes pueden convivir desde el film de gánsteres al film de aventuras (el inicio de la segunda mitad, con el protagonista explorando una cueva lámpara en mano) sin desviarse ni un instante del sustrato fundamental de la película, que es la historia de dos amantes, una casa que gira y la luz fugaz de una bengala. Juanma Ruiz

AMIN (Philippe Faucon). Quincena de los realizadores

Siempre se agradece cuando una película explora un punto de vista que no sea habitual respecto al tema genérico que trata. Amin es una película sobre la emigración africana en Francia, pero explora algo que hasta ahora ha sido incomprensiblemente inusual: la relación entre los que han marchado y los que se han quedado. Amin se ha ido a Paris para buscar trabajo. Su mujer se ha quedado en Senegal con sus hijos. Amin trabaja, envía dinero a la familia, pero no ve crecer a sus hijos. Ella no duerme por las noches pensando en esa vida francesa que no puede alcanzar, mientras ve como su entorno se degrada. Un día, Amin conoce a una mujer separada francesa y se convierte en su amante. La mujer de Amin, sin embargo, es mal vista cuando en Senegal sube al coche de un hombre. El doble punto de vista permite reflejar dos mundos, pero también el dolor de la ausencia, las contradicciones de un sistema de vida envenenado, el dolor de los que han tenido que vivir en este continente integrado por nómadas, por seres sin hogar, condenados a un exilio económico perpetuo. Philippe Faucon, autor de Fátima, filma la historia sin estridencias, con el claro deseo de reflejar las contradicciones y sin necesidad de construir ningún discurso moral. Sus imágenes son justas y nítidas. Àngel Quintana

Bienintencionada en su fondo pero algo plana en lo formal, Amin no es, a pesar de todo, una cinta desdeñable, en tanto que está filmada con cierto aplomo y sencillez y consigue dotar de solvencia a su historia central: la del inmigrante senegalés Amin (Moustache Mbengue), que trabaja en Francia y manda dinero a su esposa e hijos en su país. Aunque el tema de la inmigración ha sido plasmado numerosas veces en la pantalla, Philippe Faucon aborda uno de los aspectos menos tratados: en lugar de las dificultades monetarias ­–Amin tiene trabajo y el dinero suficiente para salir adelante– o de adaptación sociocultural, aquí el foco del relato es la soledad del individuo alejado forzosamente de los suyos. Y, en ese nivel, la película funciona, aunque no consigue en ningún momento quitarse un lastre (por desgracia muy común en varias películas del festival): resulta una cinta absolutamente denotativa, en la que toda la información pertinente se transmite a través de unos diálogos nada sutiles. A esto hay que sumarle una de las apuestas más desconcertantes del cineasta, que decide añadir a la trama principal varias pinceladas a modo de personajes secundarios, otros inmigrantes cercanos a Amin cuyas historias, sobre el papel, parecen apuntar a la voluntad de hacer un retrato colectivo de la situación, pero que (a diferencia de lo que sucedía, por ejemplo, en The Load, de Ojnjen Glavonic) en la práctica quedan deslavazadas y en exceso derivativas. Juanma Ruiz

EL MOTOARREBATADOR (Agustín Toscano). Quincena de los realizadores

Tras su pintoresco título, El motoarrebatador esconde una propuesta sorprendentemente sólida. Agustín Toscano se lo juega todo sobre un protagonista: Miguel, un joven que trata de robarle el bolso a una mujer de mediana edad por el método del ‘tirón’ desde una motocicleta. Cuando el golpe sale mal y la mujer queda malherida y amnésica, en el personaje se combinan la culpa y la posibilidad de aprovechar la situación. La gran virtud del film es su voluntad de dejar que las imágenes hablen: tanto en la manera de construir un guion que no descansa en sus diálogos sino en lo que hay tras ellos, como en la capacidad de Toscano de articular una puesta en escena coherente y cargada de intención. Planea sobre el conjunto algún posible error de cálculo, como el abuso de unos primerísimos planos sobre el actor Sergio Prina que dan la sensación de una sobreinterpretación que en realidad no es tal. Pero la mayor parte del tiempo, la manera de filmar del cineasta es de una robustez narrativa admirable, desde sus movimientos de cámara hasta la disposición de los elementos en la composición del plano y su evolución dentro del mismo. Cuando apuesta por un plano secuencia no es una mera exhibición, sino la herramienta para la creación de un espacio determinado. Lo mismo ocurre cuando utiliza la distancia focal para difuminar una imagen y sugerir así el pudor de la mirada del protagonista. En definitiva, y aunque en sus últimos minutos el guion parece adoptar una huida hacia adelante (que, no obstante, sabe cerrar con razonable redondez), nos encontramos ante una de las propuestas más estimulantes de una Quincena marcada por la abundancia de películas con mejores intenciones que resultados. Esta, por fortuna, no es una de ellas. Juanma Ruiz

SOLO: A STAR WARS STORY (Ron Howard). Fuera de competición

La historia de origen del ya mítico contrabandista, y segundo spin-off de la franquicia de Star Wars, es una liviana cinta de aventuras que por fortuna no acusa los problemas de su atribulada producción (con cambio de directores a mitad del rodaje), pero por desgracia sí trasluce la inanidad directoral de Ron Howard: un cineasta sin un estilo propio que imprimir a las imágenes. Y, lo que es más grave, sin la capacidad de dotar de pegada y grandeza a su puesta en escena en los momentos clave, ya sean los más espectaculares o los de mayor intensidad emocional. Esto no quiere decir que se trate de una mala película, pero sí de un ejercicio rutinario, al menos en lo que a su apartado visual se refiere. Sin embargo, sus virtudes residen en casi cualquier otro apartado: música, interpretación y, sobre todo, guion. En lo actoral, es obligado despejar la primera duda: aunque (como era de esperar) es Donald Glover quien sobresale con su interpretación de Lando Calrissian, quizá lo más sorprendente es un Alden Ehrenreich que, sí, sabe hacerse con el personaje de Han Solo. No era una tarea menor. Y quizá en esto se ve ayudado por el guion, en el que Lawrence Kasdan (aquí acompañado de su hijo Jonathan) exhibe su veteranía en las lides galácticas y demuestra conocer no solo al personaje, sino también el entorno de canallas y sinvergüenzas en que este se mueve y que ya se dejaba entrever en las películas originales. En definitiva, ni menos ni más que una divertida película de atracos, quizá una oportunidad perdida, y sin duda una catástrofe evitada. Escojan. Juanma Ruiz

Hay una diferencia esencial entre las tiendas que venden productos de temporada y los outlets. Esta misma diferencia podría hacerse efectiva entre los capítulos originales de la tercera trilogía galáctica y las dos franquicias –Rogue One y Solo. A Star Wars Story-. Esta diferencia viene determinada por el deseo de sacar tajada comercial a partir de unos personajes que abren caminos a otras posibles historias y en el caso de Solo, incluso a posibles secuelas. Sin embargo, los outlets que nos ofrece la saga no son ninguna ganga, sino productos de rebajas. Solo es bastante peor que Rogue One. La hipotética gracia que podría tener la historia de los orígenes del cowboy galáctico, no funciona. Solo tiene gracia su encuentro con Chwabacka y una persecución ferroviaria por lo anacrónico que puede ser un tren dentro de la saga Star Wars. El resto no es más que un compendio de escenas de acción rodadas de forma pedestre y sin ninguna inspiración. Es preciso ser muy incondicional para disfrutarla. Ángel Quintana

THE HOUSE THAT JACK BUILT (Lars Von Trier). Sección oficial. Fuera de concurso

El regreso de Lars Von Trier a Cannes ha resultado tan controvertido como se podía esperar, y también como corresponde a la última etapa de su filmografía. Utilizando aquí una coartada narrativa parecida a la de Nymphomaniac (una conversación entre el protagonista y una especie de demiurgo que ejerce como conciencia moral), lo que nos propone es el figurado autorretrato de Jack (espléndido Matt Dillon), un serial killer que se narra a sí mismo a lo largo de cinco capítulos durante los que asistimos, de forma considerablemente explícita y sin ahorrarnos un pizca de crueldad, a sus aberrantes y patológicos crímenes. Pero está claro que el danés no puede contentarse con hacer un mero thriller (digamos, una especie de Henry, retrato de un asesino), pues sus ambiciones -como es habitual- apuntan mucho más alto. De hecho, el relato intercala de forma intermitente sucesivos paréntesis gráficos para acompañar las reflexiones del psicópata sobre los más diversos temas: el asesinato como una de las bellas artes, las diferencias entre arquitectos e ingenieros, referencias a William Blake, Glenn Gould, el diseño industrial de los stukas nazis, la arquitectura de Albert Speer, etc., mientras que el contrapunto humanista del demiurgo Verge (Bruno Ganz) cuestiona la misoginia, el nihilismo y la barbarie deshumanizada del protagonista. Se abre paso así una indagación -fría, distanciada y atormentada a la vez- en los demonios del propio cineasta que desemboca en un largo epílogo, presentado explícitamente como catábasis, concebido para ilustrar el literal descenso a los infiernos de Jack acompañado por Verge (la analogía con Dante y Virgilio está servida): una pieza separada que, lamentablemente, constituye lo más falso y primario de toda la propuesta, pues se desvela como un extravagante, pretencioso y espasmódico estrambote cargado de referencias culturalistas y, en el fondo, tan simplón como descaradamente moralista. Uno termina preguntándose en qué medida la explicita filmación de los crímenes y la recreación de Lars Von Trier en la prolongada y autoconsciente puesta en escena de los mismos sustenta el autoexorcismo de los infiernos internos del cineasta o, en realidad, no son otra cosa que expresión de su egocentrismo como demiurgo. Una discusión que sin duda hará correr mucha tinta cundo la película se estrene. Carlos F. Heredero

Las mujeres que hasta ahora han poblado el cine de Lars Von Trier tenían que llevar a cabo complicados caminos para poder superar la culpa y conseguir la redención. El sacrificio implicaba un tránsito por el mal, al final del cual, como en el mítico final de Breaking the Wave, llegaba la luz. The House That Jack Built es la primera película de Lars Von Trier con un protagonista masculino. El aspecto de la película podría ser como el de la obra complementaria que actúa en paralelo a Nymphomaniac. El descenso a los infiernos que la protagonista de aquella llevaba a cabo es sustituido por la caída -literal- de un asesino en serie hacia lo más profundo del infierno dantesco. Jack -Matt Dilon- es un asesino en serie que a partir de cinco encuentros desea, como Thomas De Quincey, convertir el asesinato en una de las bellas artes. Durante su trayecto matará por azar, para humillar, para componer un cuadro perfecto de caza mayor, para sublimar el deseo o para llevar a cabo una política de exterminio. Jack mata para bajar al infierno y conocer la auténtica naturaleza del mal.

Lars Von Trier también penetra en el infierno a partir de una serie de guías literarias que van del citado De Quincey hasta William Blake, sin olvidar El infierno de Dante, del que toma prestado el personaje de Virgilio -Bruno Ganz- como guía que lleva al protagonista hacia las entrañas del mal. Von Trier filma el horror, la vejación, la destrucción, con sadismo, pero también con el deseo de articular una especie de distanciamiento crítico que permita al espectador reflexionar sobre la relación entre el crimen y el arte y penetrar esa fina capa que separa lo bello y lo siniestro. La propuesta es cruel, genera malestar en el espectador, pero también nos lleva por ese extraño laberinto de dolor que Lars Von Trier ha ido configurando a lo largo de su filmografía, especialmente a partir de Anticristo. La diferencia respecto a otras películas es que en The House That Jack Built el mensaje es más simple aunque más contundente. La casa que fabrica Jack, un ingeniero experto en materiales, no es más que un compendio de las acciones que marcan la vida. El mal crea los cimientos del edificio y los pecados se convierten en los materiales que permiten que la estructura pueda resistir. Al final, la casa está allí, no se destruye porque no es posible articularla con otros materiales. El pecado define los actos, el mal genera culpabilidad y a los culpables se les niega toda redención. Satanás espera. Ángel Quintana

EN GUERRE (Stéphane Brizé). Sección oficial

Relato de una huelga obrera como reacción al cierre de una fábrica francesa de propiedad alemana, En guerre se disfraza con las apariencias del documental (rodaje cámara en mano, planificación que se quiere atropellada y espontánea, el acusado grano de la imagen…), pero coloca en el centro y como protagonista individual a una estrella del cine francés (Vincent Lindon) cuya presencia no hace otra cosa que cuestionar la supuesta veracidad y autenticidad de la representación. La lucha colectiva se supedita así al lucimiento de la estrella dentro de un film que aspira a denunciar la connivencia de los gobiernos liberales europeos con los procesos de deslocalización y con la avaricia de los grandes empresarios, frente a lo que se opone la lucha obrera y sindical que debe hacer frente, simultáneamente, a las contradicciones internas que surgen en su seno. Sin embargo, Brizé no tiene empacho en convertir las negociaciones de los trabajadores con la patronal en un mero mecanismo de guion para que ambos bandos se echen las culpas a la cara y para que el espectador concienciado pueda reconfortarse, a la vez que –y esto ya es el colmo— termina por ofrecer (en una supuesta imagen de teléfono móvil) la sobrevenida autoinmolación del protagonista, tras lo que los obreros consiguen algunas de sus reivindicaciones. Con mucho, el epílogo más inmoral, más demagógico y más canallesco de todo lo que llevamos visto hasta ahora en el festival, pues solo desde una confortable buena conciencia intelectual puede llegar ni siquiera a sugerirse que las luchas de los trabajadores en defensa de sus puestos de trabajo deba pasar por semejante camino. Todo muy falso, muy engañoso y muy lamentable. Carlos F. Heredero

Francia, cerca de Agen. La filial francesa de una planta del sector automovilístico de origen alemán va a cerrar sus puertas dejando sin empleo a más de un millar de trabajadores. El problema no es la rentabilidad de la empresa, sino que la presencia en Francia de la planta no da suficientes dividendos a los accionistas. La política de deslocalización implica el desprecio al puesto de trabajo de los trabajadores y la búsqueda de otros horizontes que ayuden a incrementar las acciones. Estamos frente a la ley del mercado y Stephan Brizé nos recuerda cuales son los pasos y negociaciones que se llevan a cabo dentro de una lucha sindical. Para llevar a cabo el propósito, Brizé rueda desde la ficción, con un tono de falso documental, como si la cámara observacional siguiera las múltiples discusiones. La puesta en escena se basa en el simulacro de documental y está puntuada por falsos clips de noticiarios televisivos. Durante casi todo el metraje el cuadro aparece siempre lleno de gente, la cámara se mueve con impaciencia pero siempre parece buscar a un actor. Es como si la cámara tuviera un imán de atracción que buscara constantemente el rostro de Vincent Lyndon, uno de los líderes de la revuelta. Esta atracción hacia el actor genera una contradicción dentro del férreo -y a veces impostado- dispositivo creado por Brizé. No estamos ante un documental sino ante una ficción con actor protagonista, no estamos ante una lucha colectiva sino ante una ficción con un protagonista que va a erigirse en mártir. En Guerre podría ser una película interesante porque indaga en lo que pasa en nuestro mundo globalizado y denuncia la impiedad del mercado. Brizé comete un error lamentable, que se acentúa en el patético final de la película, al no comprender que las luchas obreras son de todos y que, en todo caso, hay líderes, pero nunca mártires, y mucho menos santos. Ángel Quintana

CARMEN Y LOLA (Arantxa Echevarría). Quincena de los realizadores

Más valioso como retrato antropológico que como bienintencionada historia ficcional de los amores lésbicos entre dos jóvenes gitanas, el primer largometraje dirigido por Arantxa Echevarría pone su acento en los valores y los esquemas culturales propios de su raza que dificultan, hasta la violencia y la erradicación, la expresión libre y la realización personal del amor y de la sexualidad entre mujeres. De ahí que la película extraiga su mayor energía del pulso, casi documentalista, con el que su directora filma la vida cotidiana de la comunidad (la venta en los mercadillos, las relaciones familiares, la ceremonia de la ‘pedida’…) y no de la dramaturgia de la propia ficción, que padece la sobrecarga connotativa de los diálogos y una resolución que, por escapista, llega hasta la ingenua cursilería de su plano final. Quedan la verdad que desprenden las interpretaciones de sus dos protagonistas y la vitalidad del retrato comunitario. Carlos F. Heredero

El primer largometraje de Arantxa Echevarría (y una de las dos apuestas españolas en la Quincena) se adentra en una temática a priori fascinante (y terrible): la de las jóvenes lesbianas en la comunidad gitana española. Una realidad difícil, por lo que dicha comunidad tiene de conservadora y esclava de la tradición. Carmen y Lola encuentra así su mejor baza en todo lo que tiene de retrato sociológico: en lo que sus imágenes documentan, más que en lo que construyen. Porque aunque se trate en todo momento de un film de ficción, el trabajo de Echevarría con actores gitanos no profesionales, así como su proceso de elaboración de algunas escenas abriéndose a las aportaciones de estos (como señalaba la cineasta en su entrevista en Caimán CdC nº 71) trazan una imagen fascinante de una cultura que, si bien vive inserta en la sociedad actual, levanta diques de contención frente a muchos de sus avances. Cabe lamentar, por todo ello, que el film se resienta en el aspecto puramente ficcional: en la construcción de los personajes, su historia de amor y su desarrollo dramático. Es ahí donde, a base de diálogos demasiado transparentes y explicativos, y de imágenes en exceso connotadas, se abre paso la sensación de un cierto trazo grueso que juega contra el conjunto. Y es también en ese plano ficcional donde el amateurismo de algunos de sus intérpretes deja de ser virtud, al delatar aún más la teatralidad del relato. Otro tanto sucede con los últimos minutos del metraje, donde Echevarría cede a la tentación de ofrecer a sus protagonistas una posible ruta de huida, y convierte la crónica social en una suerte de cuento de hadas en potencia. Juanma Ruiz

UNE AFFAIRE DE FAMILLE (Hirokazu Kore-eda). Sección oficial

En un hermoso movimiento de repliegue sobre el territorio de la ya lejana Nadie sabe (2004), el japonés Kore-eda vuelve a radiografiar las entrañas de una familia disfuncional que se mantiene unida no por vínculos de sangre, sino por los delitos, ilegalidades y necesidades económicas que les han ido reuniendo en torno a una convivencia precaria, situada en los márgenes de la exclusión social, pero viviendo y comportándose, en todos los roles, como si sus integrantes formaran parte de una familia biológica. La mirada limpia, transparente y empática del cineasta (el más reconocible trazo de su escritura fílmica y de su manera de contemplar el mundo) se manifiesta aquí con plena armonía incluso cuando, a partir de un imprevisto accidente, comienzan a manifestarse -ante el asombro y la intervención fría de las instituciones­ estatales y sociales- la verdadera naturaleza de las relaciones que mantenían unidos a los protagonistas en armoniosa vida familiar. De nuevo, por tanto, se trata esencialmente de una mirada: la de un cineasta que contempla a sus personajes con paciencia, dándoles tiempo para que desvelen lo que llevan dentro, más para entenderlos que para juzgarlos. Y esa perspectiva es la que permite a Kore-eda sugerir, sin pretensión ni subrayado discursivo ninguno, que el concepto y los lazos emocionales sobre los que puede llegar a sustentarse una familia son mucho más amplios y heterogéneos que los propios del modelo patriarcal tradicional. En paralelo se abre paso una subterránea pero no menos hermosa historia de iniciación infantil y de acceso a la madurez. Grandes conquistas de una película que parece pequeña, pero que lleva dentro muchos quilates de gran cine. Carlos F. Heredero

Una de las grandes cuestiones que parecen atravesar el festival de Cannes es la de las formas de convivencia. La familia como unidad social puede resquebrajarse para permitir nuevas formas de relación, la aceptación del otro es un gesto esencial, mientras que la búsqueda de la identidad es una forma de reconocimiento personal. Une affaire de famille, la última película del cineasta japonés Hirokazu Kore-eda se sitúa en el epicentro del debate, pero no lo hace para capturar los aires del tiempo, sino porque el tema de las mutaciones en la institución familiar ha estado siempre en el epicentro de su filmografía. En su última película, Kore-eda presenta a una familia que vive en la marginación. La pensión de la abuela es el sustento de todos, pero más allá de las relaciones entre el padre y la madre hay algo oscuro en el interior de una comunidad que malvive en su propia marginación. Todo estalla a partir del momento en el que la familia acoge a una niña que ha sufrido maltratos. Sin entrar nunca en el debate sobre las condiciones sociales o sobre las causas de la miseria, Kore-eda prefiere contar un relato tierno sobre las relaciones de un grupo de personas que viven al margen de toda posible idea del Japón como sociedad de la opulencia. Los personajes comen constantemente comida prefabricada, roban en los supermercados y duermen amontonados en sus humildes hogares. Kore-eda alarga las situaciones, quiere filmar la cotidianidad sin encontrar la poesía necesaria, y busca crear el efecto sorpresa en la parte final cuando todo aquello que se esconde tras la familia surge a la luz. Ángel Quintana

A primera vista (y en especial si nos atenemos al título francés de libre traducción, Un affaire de famille) todo parece anticipar que, tras su engañosa incursión en el drama criminal con El primer asesinato (engañosa porque seguía encerrando las preocupaciones habituales del cineasta), Hirokazu Kore-eda regresa aquí a los terrenos más habituales de su cine: esto es, el intimismo sereno más próximo a De tal padre, tal hijo o Nuestra hermana pequeña. Y, sin embargo, el japonés continúa, como en la anterior, navegando entre las aguas de los personajes que se salen fuera de la ley desde su muy personal prisma de las relaciones familiares. En una alquimia impecable, Kore-eda mezcla sus ingredientes: lo legal, lo ético, lo emocional, los lazos de sangre. Y en el camino transita una finísima línea moral (más delgada y difusa cuanto más avanza el metraje) acompañada por una elegante, milimétrica y liviana puesta en escena (los encuadres y reencuadres dentro del plano en las escenas de la casa son buen ejemplo de ello), y con la matizada construcción de unos personajes que cuentan (y delatan) con gestos y miradas, y no solo con palabras. Juanma Ruiz

POPE FRANCIS. A MAN OF HIS WORLD (Wim Wenders). Fuera de concurso

Después de filmar a Pina Baush y a Sebastián Salgado, Wim Wenders filma al Papa Francisco. La propuesta puede resultar extraña dentro de la obra de un autor en crisis que últimamente ha mostrado más interés como documentalista que como hombre de ficción. Wenders filma al Papa con todo tipo de medios -el documental está distribuido por Universal Pictures- y consigue una larga entrevista con el pontífice hablando, como indica el título de la película, de su visión global del mundo. Wenders empieza la película en Assissi, recordando, a partir del grabado del Giotto, que Jesús pidió a San Francisco que pusiera en orden su casa. Por tanto, la misión del Papa Francisco no es otra que intentar arreglar -dentro de lo posible- la iglesia y acercarla a la realidad social. A pesar de la procedencia Jesuita del Papa, el franciscanismo marca el discurso de toda la película. El privilegio central reside en poder escuchar al Papa en privado hablando de todos los grandes temas que están marcando el siglo XXI. Wenders empieza reflexionando sobre los desequilibrios mundiales de la riqueza y a partir de aquí entramos en el cambio climático, la contaminación de la tierra, el desplazamiento de los refugiados, los muros que dividen las naciones, el papel del dinero en la venta de armas o la búsqueda de un acercamiento entre religiones. También aborda cuestiones más críticas como la aceptación light de la homosexualidad y la tolerancia cero ante la pedofilia en la iglesia. La propuesta en torno a la palabra del Papa resulta interesante, su voz matizada y reflexiva marca el tono de una película que alterna la entrevista con las múltiples visitas del Papa a los diversos lugares del mundo. A pesar del tono familiar de algunos momentos y del deseo por romper con la distancia que infringe la figura, en la película existe un fuera de campo que controla lo filmado para que el resultado final sea una imagen pulcra y sin contradicciones del pontífice. Àngel Quintana

LES CHATOUILLES (Andréa Bescond y Eric Metayer). Un certain regard

¿Qué pasa en el joven cine francés? Si tenemos que juzgar el estado de la cuestión por la presencia de óperas primas en las secciones relevantes del festival de Cannes veremos que hay una especie de ensimismamiento formal que en algunos casos resulta letal. Les Chatouillets, òpera prima de la actriz Andréa Bescond con Eric Metayer, propone un falso juego formal. Una madre visita a la psicoanalista para intentar solucionar sus problemas con su hija que se ha convertido en una estrella de ballet. Las sesiones de psicoanálisis alternan con el recorrido vital de la niña. El resultado es una exhibición de las salidas de tono de Andréa Bescond secundadas por las de Karin Viard. Una comedia crispada que avanza progresivamente hacia el vacío. Àngel Quintana

CÓMPRAME UN REVÓLVER (Julio Hernández Cordón). Quincena de los realizadores

Una premisa más que prometedora entorpecida por su ejecución, Cómprame un revólver toma las dos mayores lacras del México actual (el narcotráfico y la violencia contra las mujeres) y construye con ellas una distopía peligrosamente cercana. Con tintes a lo Mad Max y ecos de 1997, rescate en Nueva York de John Carpenter (y su secuela), el film conjura ideas, personajes e imágenes potentes (el padre yonki, la niña enmascarada y encadenada, los niños-árbol o la omnipresencia de los vestidos de mujer en el vestuario de los personajes masculinos), pero su desarrollo irregular, sumado a un buen número de decisiones cuestionables (la voz en off de la pequeña, lo precipitado del último acto) dan al traste con lo que podría haber sido un sugerente y relevante comentario social. Con todo, estamos ante un cineasta capaz de concebir mundos originales, si bien le falta desarrollar su fluidez narrativa y sobre todo su proceso de worldbuilding: no hace falta detallar cómo funciona cada mecanismo de una distopía, pero tampoco se pueden escamotear algunas explicaciones al espectador o la verosimilitud se desmorona rápidamente. Juanma Ruiz

EN LIBERTÉ (Pierre Salvadori). Quincena de los realizadores

Firme candidata a promocionarse en nuestro país como ‘comedia francesa del año’ (de esas que suelen aparecer aproximadamente cada dos o tres meses), En liberté es una película pretendidamente humorística sobre una joven viuda que descubre que su marido, un heroico policía, era en realidad un corrupto que encerró a un inocente. Con la protagonista decidida a compensar de algún modo al joven, todo posible comentario social o moral (desde el sistema policial hasta la responsabilidad personal o la culpa que acosa al personaje) queda ahogado por una sucesión de gags de un humor pueril y/o zafio, sin mayor elaboración ni trascendencia que cualquier programa televisivo de sketches. Los esfuerzos de Adèle Haenel (protagonista de La chica desconocida de los Dardenne y presente en el pasado Cannes con 120 pulsaciones por minuto de Robin Campillo) no evitan el absoluto naufragio artístico del film, del mismo modo que este no impedirá un más que previsible éxito en las taquillas galas. Lo que queda por explicar, como siempre, es la presencia de tanto y tan nefasto cine francés en el certamen. Juanma Ruiz

LES MOISSONNEURS (Etienne Kallos). Un certain regard

Situada en la región del Fre State, el llamado ‘cinturón bíblico’ de la cultura protestante afrikáner en África del Sur, la historia narrada por Etienne Kallos (cineasta sudafricano nacido en El Cabo, de origen familiar griego y cultura ortodoxa) se atreve a poner el dedo en la llaga del fundamentalismo religioso y de la pulsión por la conservación de la raza entre las comunidades blancas del país post-appartheid. El relato se organiza a partir de la rivalidad y del choque entre dos jóvenes (uno de ellos adoptado) por una familia ultrareligiosa, vistos ambos como descendientes de una herencia a proteger. Los ‘cosechadores’ del título se desvelan así no solo como granjeros y ganaderos, sino también (si se tiene en cuenta la revelación a la que tiene acceso finalmente el hijo ‘original’ de la familia) como ‘recolectores’ de una raza que ellos consideran en extinción. El problema mayor del film es que esta sugerente y perturbadora reflexión, que subyace de manera inquietante bajo toda la narración, acaba por estancarse en las aguas de una dramaturgia algo confusa y de una puesta en escena más bien plana y con escasa capacidad de resonancia. Carlos F. Heredero

ASAKO I & II (Riusuke Hamaguchi). Sección oficial

Inspirada en una novela de Tomoka Shibasaki, la nueva película del director de Senses (2015) cuenta una historia de amor protagonizada por una joven enamorada, con dos años de diferencia, de dos hombres idénticos (interpretados por el mismo actor), pero completamente opuestos en su carácter. La idea podría haber dado como resultado un bonito cuento fantástico a la manera de Kiyoshi Kurosawa, pero Riusuke Hamaguchi propone un relato bastante más prosaico y, sobre todo, mucho más indefinido, sin la suficiente garra como para mantener la atención durante largos tramos de metraje que se alargan y se pierden en una concatenación de secuencias carentes de una lógica narrativa o dramática coherente. Para añadir más confusión, otra pareja de jóvenes acompaña a la protagonista en sus relaciones con esos dos hombres sin que su presencia aporte prácticamente nada al conjunto. Una puesta en escena limpia y aséptica, sin apenas capacidad expresiva, tampoco ayuda demasiado a una película demasiado teórica y con escaso pálpito interior. Carlos F. Heredero

El tono de la película parece plano, casi como si se estuviera representando una historia de amor adolescente que genera una cierta atracción por su simplicidad y rechazo por su realización plana. No obstante, Asako I & II no es ni una película para adolescentes, ni ninguna trivialidad. El punto de partida es un manga para adolescentes que el cineasta convierte con inteligencia en un interesante y valioso ejercicio de depuración de estilo. Hamaguchi, autor de la mítica Happy Hours, cuenta una fábula sencilla sobre la crisis que implica el paso de la atracción amorosa adolescente a la atracción adulta. Como si se tratara de una variación sui generis de La doble vida de Veronica de Kieslowski, Hamaguchi cuenta la historia de Asako una chica que en su adolescencia conoce al amor de su vida. Cuando está a punto de conquistarlo el chico desaparece. Dos años después conoce a otro chico con el mismo aspecto que el primero, y siente hacia él una atracción creyendo que es una reencarnación de su amor. Sin embargo, el chico reencontrado es otro. La cosa se complica cuando vuelve el primer amor. A partir de aquí las dudas son claras: ¿es posible amar aquello que has perdido porque formaba parte de los sueños adolescentes? ¿Es verdad que la conciencia adulta cambia la percepción del amor? Las preguntas tienen difícil respuesta, lo único que está claro es que nada podrá volver al lugar de antes. El tiempo todo lo erosiona y quizás el fantasma de aquello que fuimos nunca podrá volver a ser atrapado porque entre el ser y el devenir hay siempre un abismo infranqueable. Àngel Quintana

Aunque parte de una novela de Tomoka Shibasaki, este film japonés parece deudor, en su construcción, del manga shojo: la rama del cómic nipón dirigida principalmente a un público femenino y centrada en los aspectos sentimentales de sus historias. No muy alejado en su tono de Hana y Alice (2004), de Shinji Iwai, y con una factura correcta, su divagar se pierde en largos vaivenes amorosos que, de hecho, probablemente funcionarían mejor de manera serializada a modo de manga, anime o soap opera. El carácter episódico del film, articulado en una sucesión de conflictos románticos, acaba por diluir el potencial de lo que, en el fondo, no es más (o menos) que un folletín. Hamaguchi pasa por cada situación (amores, desamores, amistades, reencuentros) con tan poco tiempo para detenerse en ninguna de ellas que para cuando reaparece un personaje clave, ya bien avanzado el metraje, se hace complicada la implicación emocional de un espectador ya anestesiado por las idas y venidas de la protagonista y los principales secundarios. Aún así, la realización cuenta con algún hallazgo de planificación, como la conversación entre Asako (Erika Karata) y Ryohei (Masahiro Hirashide) mientras friegan, con el sonido interrumpido del grifo puntuando el fluir de su situación como pareja. Juanma Ruiz

BLACKKKLANSMAN (Spike Lee). Sección oficial

Estamos en el festival de las buenas intenciones y de las causas políticas fácilmente abrazables por los idearios hegemónicos de la buena conciencia progresista. Así las cosas, tiene toda su lógica que la nueva realización de Spike Lee (en esencia, una furibunda diatriba contra la América supremacista del Ku Klux Klan y de Donald Trump) haya encontrado un espacio en el escaparate principal del certamen y, también, el apoyo de los sectores críticos más proclives a dejarse llevar por el arrastre de los mensajes sencillos y de las soluciones enaltecedoras frente a problemas complejos. Sin embargo, este combativo film no pasa de ser un solvente thriller antirracista con coda de panfleto anti-Trump para gran celebración de los convencidos. Y ello a costa de renunciar a los matices y a las sutilezas, valiéndose con descaro de un maniqueísmo bastante simplón que, en ocasiones, se contenta con ridiculizar a los malos (la última conversación telefónica entre el protagonista y el presidente del Klan solo vale para halagar el instinto de superioridad del espectador solidario con la figura que conduce la acción, y la inesperada detención final del policía racista solo vale para satisfacer las mismas expectativas). Y lo mismo puede decirse de un montaje pato-pato que subraya, una y otra vez, la dialéctica política puesta en juego. La única gracia de la propuesta (basada en una historia real) consiste en el hecho de tener como protagonista a un agente de policía afroamericano (John David Washington) que consigue infiltrarse, con otro compañero blanco de tapadera (Adam Driver), en las redes criminales del Klan. Y los únicos matices los encuentra Spike Lee, como casi siempre, dentro de la comunidad negra, dividida entre los militantes radicales del Black Power y los partidarios de luchar desde el interior del sistema. La película funciona aceptablemente como thriller de género, pero ni siquiera consigue dominar del todo su registro, que en ocasiones resbala hacia la caricatura y hacia la brocha gorda estilística. Carlos F. Heredero

En un momento de Blackkklansman, Spike Lee muestra a un grupo de miembros del Ku Klux Klan mirando El nacimiento de una nación de Griffith. Los energúmenos racistas disfrutan viendo el clásico del cine como si estuvieran viendo un partido de la Champion’s. Hay una especie de reconocimiento hacia el pasado como si este fuera una arcadia perdida del racismo y del supremacismo. Es como si con la escena, Griffith reconociera que el pecado original del cine estaba en la ideología que lo acuñó, como si nos enfrentara a nuestra consciencia como espectadores de hijos de un medio de expresión que maduró gracias a una peligrosa ideología. De todos modos, el cine del pasado está allí para recordarnos el presente. Los hinchas de El nacimiento de una nación no cesan de aclamar “America First” antes de llevar a cabo un atentado contra un grupo de Black Panters que están contando como en 1914, a raíz del éxito de la película de Griffith, los atentados del Ku Klux Klan aumentaron. “America First” es la proclama de Donald Trump en el momento de su investidura y con ello, Spike Lee nos recuerda que el actual presidente de Estados Unidos no es más que un producto manufacturado por la América blanca y racista. ¿Estamos en un nuevo despertar del Ku Klux Klan? Spike Lee saca todas sus armas políticas para llevar a cabo una crítica contundente y demoledora en torno a la depravación, al culto por la raza blanca y a la religión protestante. La extrema derecha está gobernando Estados Unidos y Blackkklansman no es más que una fábula sobre los peligros a que nos evoca la emergencia del poder de la América blanca en torno al liderazgo de Trump. La fábula es clara y transparente. Un policía negro consigue infiltrarse en una red de conspiradores del Ku Klux Klan, gracias a la complicidad de su compañero judío. El objetivo de los supremacistas no es otro que atentar contra un grupo de rebeldes afroamericanos que están luchando por la legitimidad de sus derechos. La máscara, la suplantación y el juego funcionan como si se tratara de una comedia ligera. Tras la sátira emerge la denuncia. Spike Lee vuelve a retomar el pulso de sus mejores momentos. Blackkkansman es un obra surgida de la indignación. Ángel Quintana

WOMAN AT WAR (Benedikt Erlingsson). Semana de la Crítica

Una profesora de canto en la cincuentena, Halla (Halldóra Geirharðsdóttir), está en un paraje islandés con un arco y una flecha a la que ha atado un cable que hace pasar por encima de un tendido eléctrico de alta tensión. Una vez que tensa el cable, la energía eléctrica se cae en toda la zona, industrias incluidas. No es el primer atentado que comete y la policía anda detrás del grupo terrorista que ataca los intereses de la industria energética del país. Pero Halla actúa sola, simplemente quiere sabotear la instalación de una planta de aluminio. Una vez concluido el atentado comienza a sonar la música. De pronto percibimos que los músicos están en escena, un trío compuesto por un batería, un pianista y un trombonista. Su presencia será constante, acompañando siempre a Halla, como una suerte de coro griego o una apuesta por convertir en diegética la música extradiegética. No es la única excentricidad de una película que basa buena parte de su comicidad en este tipo de elementos: la hermana gemela de Halla, profesora de yoga que planea irse a un monasterio al Tibet, el primo lejano de Halla, que se convierte en su inesperado cómplice, un turista o inmigrante latinoamericano que se diría ubicuo y que siempre está en el lugar más inadecuado para sus propios intereses o, finalmente, como Halla está en el proceso de adopción de una niña ucraniana, un coro ucraniano femenino que, vestido con sus trajes folclóricos, se turna con el trío de músicos para acompañar las peripecias de Halla. Woman at War, segundo largometraje de Erlingsson, director de Of Horses and Men, resulta en última instancia una película mucho más convencional en su desarrollo que lo que sus excéntricos personajes y absurdas situaciones merecían. Jaime Pena

LE GRAND BAIN (Gilles Lellouche). Fuera de concurso

Un grupo de hombres franceses de más de cincuenta años está en crisis. Su mundo laboral se ha desplomado, sus relaciones afectivas son un desastre y su familia se ha roto. Lo han perdido todo porque han estado demasiado convencidos del poder central de su masculinidad y no se han dado cuenta de que el futuro se escribe en femenino. La solución para superar sus problemas pasa por descubrir la feminidad perdida y para llegar a eso deben realizar algo que les satisfaga. La solución final pasa por la natación sincronizada. Con un casting encabezado por Mathieu Amalric y Guillaume Canet, Le Grand bain es la clásica comedia francesa creada como una calculada operación de marketing para convertirse en el nuevo fenómeno de taquilla del cine francés. El tono es grueso, las soluciones son más que previsibles y las sorpresas mínimas. A pesar de todo, tiene el éxito asegurado. Àngel Quintana

FAHRENHEIT 451 (Ramin Bahrani). Fuera de competición

¿De qué modo es posible actualizar una distopía como la contada por Ray Bradbury en Fahrenheit 451? A priori, la solución sería fácil. Se trataría de situar la fábula en medio de la era digital y reforzar el papel de la información en un momento en el que toda la memoria del mundo ya no se encuentra en las bibliotecas nacionales. Este es el punto de vista que explora, en la primera parte de la nueva adaptación de Bradbury, el cineasta iraní, instalado en Estados Unidos, Ramin Bahrani. Además añade la idea de que para crear un pensamiento único es preciso eliminar todo pensamiento crítico y, por tanto, el problema no está en los libros sino en la cultura general. Una sociedad controlada no puede permitirse la disidencia. Sin embargo, cuando se han expuesto de forma simple estas ideas, la película no avanza y se convierte en un discreto telefilm, con mucha acción, con el gran Michael Shannon haciendo de malvado. Es evidente que la sombra de la película de Truffaut está presente. Bahari quiere desempolvar el kitsh de los efectos especiales que tenía la vieja película, pero a diferencia de Truffaut, Bahrani no ama los libros, y para actualizarFahrenheit 451 es preciso hacerlo. Ángel Quintana

Lo deja claro en sus créditos iniciales esta nueva adaptación del clásico de Ray Bradbury: se empieza por quemar Lolita y se acaba mandando a la hoguera a Beethoven. Lo mejor de este Fahrenheit 451 es su capacidad de reactualizar la novela y generar nuevos sentidos e implicaciones, siempre a partir del espíritu de la obra original. Aunque toda distopía realizada en EE UU en los últimos años se sienta inevitablemente hija de la era Trump, sorprende la naturalidad con que eso sucede aquí, sin necesidad de forzar significados respecto al libro. Como si se tratara de un episodio de Black Mirror, se integran en sus imágenes las nuevas tecnologías, las redes sociales… pero no en un sentido ‘apocalíptico’ (en la acepción acuñada por Umberto Eco): la informática no solo no es el enemigo, sino que se trata de una herramienta que puede usarse contra la cultura o a favor de su difusión. Del mismo modo que, en el movimiento quizá más infiel a la letra pero no al espíritu del texto de Bradbury, aquí no solo están prohibidos los libros, sino también cualquier otra expresión artística: cine, música… El libro es solo el símbolo que encarna todo lo proscrito en esa sociedad. Los ‘bomberos’ queman tomos, pero también celuloide, partituras y discos duros. Y el lenguaje escrito queda reducido a una lluvia de emoticonos. Hasta ahí, todo son aciertos en el proceso de adaptación… pero he aquí que los guionistas sienten la necesidad de construir un macguffin en la trama: una posible vía de salvación para la sociedad, tan implausible como forzada en busca de algún tipo de happy ending que no tiene cabida sin forzar en extremo el planteamiento inicial. A partir de la introducción de dicho elemento, todo el film pierde fuelle, y aunque mantiene una de las ideas irrenunciables del material de partida, los hombres-libro, la coloca demasiado pronto en su desarrollo para luego encaminarse a un convencional desenlace que pueda dejar una sensación de optimismo. Justo lo que, históricamente, no ha pretendido la ciencia ficción distópica. Juanma Ruiz

LEAVE NO TRACE (Debra Granik). Quincena de los realizadores

El tema de la descomposición de la familia y la búsqueda de identidades alternativas ha encontrado en el Festival otra curiosa variante a partir del tema de los seres que quieren vivir al margen de la sociedad de consumo. Debra Granik, directora de Winter’s Bone, nos cuenta la historia de un padre viudo que vive clandestinamente con su hija de quince años en un bosque cercano a Portland. La vida alternativa se basa en una comunión con la naturaleza que se ve alterado por el orden. A partir de aquí, Debra Granik no centra tanto la película en los problemas de adaptación de la unidad familiar en un nuevo medio, sino en el conflicto entre un padre que busca su último refugio y una hija que entiende que su futuro debe pasar por otros caminos. La película evoca a Capitan Fantastic, pero el tono es más frío y contenido aunque Debra Granik dibuja con rigor el perfil de los personajes principales. Àngel Quitana

Un padre y una hija sobreviven acampados en el bosque en pleno corazón de los actuales Estados Unidos. El film de Debra Granik podría definirse casi por oposición al western: aquí no se trata de la lucha del hombre por dominar la tierra, sino por pertenecer a ella, por integrarse y casi diluirse en la naturaleza (sin dejar rastro de su presencia, como sugiere el título). Del mismo modo, el personaje del padre puede entenderse como una revisión de una de las figuras clave de aquel género: el hombre sin hogar, el Ethan Edwards de Centauros del desierto que no consigue un sentimiento de pertenencia a la comunidad. Todo esto lo construye Granik poniendo especial atención al uso del espacio en sus encuadres, el modo en que retrata el paisaje natural: esos verdes inmensos, de nuevo en oposición a la aridez del western, y que empequeñecen la figura humana. Y se apoya sobre todo en la interpretación de sus dos protagonistas: el notable Ben Foster como padre y la magnífica Thomasin McKenzie en el papel de la hija, una sorprendente actriz que consigue extraer todo el jugo emocional a sus escenas. Una película pequeña, intimista, contenida tanto en escala como en contenido, pero indudablemente sólida. Juanma Ruiz

CLÍMAX (Gaspar Noé). Quincena de los realizadores

En el dossier de prensa de Climax, la última película de Gapar Noé, el director nos dice que nacer y morir son dos experiencias extraordinarias, pero que en cambio vivir es un placer fugitivo. Si tuviéramos de creer en sus palabras y en sus postulados filosóficos, difícilmente podríamos establecer empatía. Todo deja suponer que Climax es una obra pretenciosa de un “enfant terrible” que se cree un genio. Sin embargo, más allá de las declaraciones de su director, Climax es una película extraordinaria. La película es sobre todo un apabullante ejercicio visual que busca una interesante fusión entre el cine y el ballet contemporáneo. Un grupo de bailarines organizan una rave. En las primeras imágenes, rodadas en video doméstico y vistas por un televisor, hablan de sus sueños. De pronto, cuando han expresado sus deseos, empieza el baile y durante más de una hora y media la película oscila de la danza festiva a la danza macabra, de la celebración del cuerpo a su aniquilación. El camino emprendido por Noé es apabullante. La primera coreografía que reúne a todos los personajes es, sin ninguna duda, la mejor escena de ballet que se ha rodado en el cine de los últimos años. Noé es consciente de que la danza requiere el plano secuencia con movimiento y mezcla los cuerpos al ritmo de música tecno-house. Después de este momento de esplendor parece como si la película quisiera calmarse, como si los bailarines descansaran antes de enfrentarse a unas sesiones de hip hop rodadas con una cámara cenital. Cuando termina la fiesta, Noé nos lleva hacia un viaje al infierno. La cocaína lo impregna todo, la rave se transforma en un auténtico infierno y los personajes pasan de la celebración de la vida a la celebración de la muerte. En esta parte, la danza continua, busca otras formas, otra utilización del cuerpo en la que el ritmo no viene determinado por la música sino por los espasmos. Platel rueda con una fuerza increíble y su película alcanza momentos increíbles cuando abandona lo concreto y pasa a lo abstracto. Cuando Noé introduce pequeñas subtramas argumentales en torno a los personajes, sin embargo, la cosa no acaba de funcionar. Cuando deja que la cámara filme los cuerpos descompuestos de los bailarines envueltos de rojo, consigue fusionar lo más radical de la danza con lo más extremo del cine contemporáneo. Aunque pueda parecer extraño, no estamos tan lejos del trabajo que llevan a cabo los grandes visionarios de la danza contemporánea, como por ejemplo las increíbles coreografías de Alain Platel. Ángel Quitana

El último esperpento de Gaspar Noé, que pasa del porno de Love al onanismo creativo de Clímax. Por definir de alguna manera semejante delirio, el film es literal y metafóricamente una rave de hora y media, filmada en interminables planos secuencia, y donde no ocurre absolutamente nada de interés hasta transcurridos casi sesenta minutos de metraje: un grupo de jóvenes bailan a ritmo de música machacona mientras la cámara se detiene en sus coreografías vacuas, en sus conversaciones no menos vacías, y por fin en la acción que se desata a partir de un detonante que podría haber servido para construir una suerte de misterio de casa cerrada a lo Agatha Christie en versión desfase de alcohol y drogas. Pero a Noé parece interesarle más el vacío absoluto, por cuanto ni los personajes tienen enjundia, ni los gags van más allá del ¿chiste? fácil, superficial y obsceno de patio de colegio, ni el planteamiento estético tiene ninguna coherencia más allá del mencionado plano secuencia, al menos hasta que se aparta de la pista de baile para seguir a algunos de los protagonistas. Lo demás, parafernalia pomposa para vestir de lujoso artefacto pop la más absoluta nada. Juanma Ruiz

Si a Gaspar Noé nunca se le ha discutido su virtuosismo con la cámara, siempre se le ha podido reclamar un guionista, alguien que ponga orden a sus ideas visuales, que no son pocas. Su nueva película, Climax, no lo necesita pues, aunque el guion vuelve a estar firmado por el propio realizador, Noé ha encontrado una fórmula que, se puede decir, le permite prescindir de una historia al uso. Rodada en apenas quince días en febrero de este año, Climax es una película sobre una compañía de danza que está con el último ensayo de su nueva producción. Habitan un espacio abierto, un pequeño polideportivo, una sala de baile, que en el piso de arriba tiene habitaciones. Es difícil resistirse a la tentación de interpretar la historia como la de la academia de uno de esos realities televisivos en los que los concursantes compiten por algún premio artístico. Eso o Fama en versión Gaspar Noé.

La película se inicia con una entrevistas grabadas en vídeo y que se exhiben en un viejo televisor rodeado de cintas VHS y libros. Estamos en 1996, de ahí el contexto videográfico y cultural; la música será íntegramente de la época, música electrónica de baile (Aphex Twin, Daft Punk, M/A/R/R/S, Cosey Fanni Tutti). Son entrevistas a unos bailarines que van a participar en una futura gira. De inmediato pasamos a la primera escena en la sala de baile. Es la coreografía que están preparando y la secuencia constituye por sí sola una de las grandes secuencias musicales de las últimas décadas. La cámara ocupa una posición frontal con algún que otro movimiento hacia delante y hacia atrás. El plano secuencia deja vía libre a los bailarines, que interpretan su coreografía, exultante, rabiosa, explosiva, el único momento “escrito” con anterioridad. A partir de ahí todo en Climax es improvisado, empezando por una pequeña fiesta que se ve alterada cuando alguien derrama LSD en la sangría.

Dice Noé que siempre se ha sentido fascinado por las situaciones de caos y anarquía que se expanden de repente. Es una perfecta definición del resto de la película, con los actores/bailarines cada vez más alocados, con situaciones de una violencia que son puro Noé, con una cámara que no para de moverse, con una música constante que convierte Climax en esa rave que nunca logró ser Edén; una película que, en definitiva, es preferible juzgar por los riesgos que asume y por los logros que alcanza antes que por sus muchos excesos. Jaime Pena

LAZZARO FELICE (Alice Rhorwacher). Sección oficial

A la tercera va la vencida, como se suele decir. Y es que es en este su tercer largometraje (después de Corpo celeste, 2011, y Le miraviglie, 2014) donde la italiana Alice Rhorwacher consigue desplegar de manera orgánica, por fin, ese original registro suyo que se mueve con facilidad entre el realismo, la fábula y la fantasía. En esta ocasión, a partir del retrato de una comunidad de campesinos en cuyo centro aparece el personaje ingenuo, silencioso, feliz y angelical de Lazzaro que, conforme al mito bíblico, muere en un tiempo y luego resucita, pero esta vez en otro muy distinto, para seguir contemplando con los mismos ojos de asombro las mutaciones de un mundo que, en lo esencial, no hace sino prolongar las mismas y más sangrientas injusticias sociales. Durante la primera parte del relato, los apareceros rurales son explotados por una oligarquía parásita que ni siquiera les ofrece un salario. En la segunda, los antaño campesinos (‘salvados’ de su esclavitud por el estado) han devenido indigentes y pícaros que malviven en los suburbios urbanos del país moderno, mientras la banca ha arruinado, incluso, a la decante aristocracia de los viejos tiempos. La fábula corría el riesgo de imponer su lectura metafórica por encima de sus imágenes, pero por fortuna son la autenticidad de estas, su rugosa textura realista y la verdad que se desprende los rostros de los personajes, los factores que dan carne y sustento a la lectura simbólica que, sobre todo en la segunda parte, se manifiesta en algunos momentos excesivamente obvia y maniquea. Entre un tiempo y otro, Lazzaro se pasea como puente que permite viajar -en términos estrictamente fantásticos, pero nada estridentes y con la mayor naturalidad- de la Italia preindustrial sojuzgada por la aristocracia terrateniente a la Italia moderna depauperizada por los poderes financieros, mientras las víctimas del expolio siguen siendo los mismos pobres. Léase todo ello bajo las coordenadas de un entrañable, pero a la postre incisivo cuento de hadas que muestra un cariño y una empatía magnífica con sus personajes. Un logro notable. Carlos F. Heredero

Entre las muchas figuras que marcan el cine italiano de los años cincuenta, existen tres marcadamente significativas: Totó, Gelsomina y Il Bidone. Totó es el protagonista de Miracolo a Milano, de Vittorio de Sica. Es un joven inocente, un mago que quiere transformar el mundo presente hasta conseguir que ‘buenos días’ quiera decir, efectivamente, ‘buenos días’. Gelsomina, la protagonista de La Strada, de Fellini, es la lunática, la chica que poetiza la realidad. Finalmente, los falsos curas de Il Bidone (también de Fellini), establecen otra tradición integrada por pequeños timadores que malviven en un mundo basado en el engaño y que son los primos hermanos de los atracadores de Rufufú, de Monicelli. Alice Rhorwacher consigue, en Lazzaro felice, el milagro de sintetizar admirablemente todas estas tradiciones, llevándolas hacia el presente, para acabar construyendo una fábula con ángel. La película funciona como una gran caja de sorpresas. Empieza como su película anterior, Le meravigle, con un grupo de personajes en un ambiente rural, viviendo al ritmo de la naturaleza. Sin embargo todo aquello que estamos viendo, al cabo de unos momentos cambia de registro para llevarnos hacia un juego de espejos en el que la mentira se impone. El mundo rural ejemplifica el pasado. Comprobamos la existencia de un cierto feudalismo anacrónico atado a la tierra del que acaba surgiendo un pequeño milagro. A partir del mito de San Francisco y el lobo, Alice Rhorwacher nos traslada a otro lugar, más cercano al presente en el que un joven santo inocente parecido a Totó, ayudado por una Gelsomina, empujan una carreta parecida a la de Zampanó y acaban malviviendo de pequeños timos que acaban poniendo en evidencia la crisis del mundo. ¿Es posible la inocencia en el mundo contemporáneo? Alice Rhorwacher busca la mirada de la transparencia pero se encuentra en un mundo en el que ni los soñadores, ni las lunáticas, ni los decadentes ‘Principes de Salina’ del universo Visconti pueden sobrevivir. Su lugar lo han ocupado los bancos que se han convertido en los auténticos “bidonisti” -estafadores mentirosos- que controlan el mundo. Frente a esta nueva realidad transformada en sustrato de una fábula encantadora, todo un universo se desmorona, pero afortunadamente, sobrevive la inocencia. Àngel Quintana

MUERE, MONSTRUO, MUERE (Alejandro Fadel). Un certain regard

Segundo largometraje del argentino Alejandro Fadel (director de Los salvajes, 2012), su historia -situada en los parajes inhóspitos del Vall de Uco, en la provincia de Mendoza: una región vitícola al pie de Los Andes- narra la investigación policial de unos salvajes asesinatos cuando las víctimas, siempre mujeres, empiezan a aparecer con la cabeza separada del cuerpo. El marido de una de las víctimas y, sobre todo, el peculiar y obsesionado policía que conduce la búsqueda emergen como personajes tan oscuros como inquietantes dentro de una película con monstruo (una criatura cuyo rostro tiene forma de vagina dentada y cuya larga cola concluye con formato de glande) que habla del miedo a lo desconocido y de la angustia que esto provoca cuando ese terror convoca todos los fantasmas interiores. El relato (propio de un film de género a medio camino entre el policiaco y el horror con criatura aberrante) se presta a una lectura que remite a los miedos masculinos frente a la sexualidad femenina, pero las imágenes se despliegan casi siempre henchidas de pretensiones esteticistas que terminan por ahogar a la película dada la saturación, casi continua, de premoniciones y de momentos supuestamente decisivos. Otra decepción más. Carlos F. Heredero

En un mundo arcaico y perdido surgen una serie de asesinatos. La mujeres pierden la cabeza y los policías intentan solucionar el caso. Muere, monstruo, muere podría ser una película de Bruno Dumont en la que los policías curiosos intentan solucionar el crimen y mientras avanzan descubren que la solución no pasa por ninguna lógica racional, sino por admitir que el mal también existe. Fadel parte de estas premisas para ir construyendo un relato que avanza lentamente y busca, explora y descubre una serie de extrañas atmósferas visuales. No hay intriga sino situaciones oníricas, mucha lluvia, oscuridad, muchísima locura y el monstruo del título con forma de vagina dentada detrás de la historia. Hay inspiración, muchas dudas, alguna salida de tono innecesaria, pero sobre todo hay una clara voluntad de búsqueda. Al final de la historia Bruno Dumont acaba cruzándose con Carlos Reygadas y el cocktail no puede ser más sorprendente. Ángel Quintana

MANTO (Nandita Das). Un certain regard

Segunda película de una actriz y cineasta hindú (tras la que fuera su ópera prima como realizadora en 2008: Firaaq), este nuevo largometraje suyo es un explícito biopic del escritor y dramaturgo Saadam Hasat Manto (1912-1955): un intelectual heterodoxo que, tras liberarse la India del yugo colonial británico, se vio atrapado por la posterior separación del territorio (dando lugar a la creación del estado de Pakistán) y que terminaría siendo juzgado por las autoridades de este país bajo la acusación de obscenidad atribuida a una de sus novelas. La narración intercala, en algunas ocasiones, fragmentos representados de algunas de las ficciones escritas por Manto, pero apenas se aparta, ni en su concepto de producción, ni en su modelo narrativo, ni en su académica puesta en escena de los modos, las formas y las limitaciones del biopic occidental más convencional. Bajo sus fotogramas late, a pesar de todo, la intuición de otra película diferente (la disección de una identidad cultural disociada, India-Pakistán), pero el resultado final apenas roza esa posibilidad y termina sofocado por las férreas convencionales del inane modelo adoptado. Y es una lástima, de nuevo, que nos vuelva a asaltar la impresión que esta es otra película (¡¡otra más!!) presente en Cannes porque está dirigida por una mujer y porque habla de un tema supuestamente importante, pero no por sus propios méritos cinematográficos. Carlos F. Heredero

TROIS VISAGES (Jafar Panahi). Sección oficial

Segunda película que llega a la competición oficial sin que su director (retenido en su país por un régimen autoritario) pueda venir a Cannes para presentarla. Esta vez se trata del iraní Jafar Panahi, cuya filmografía reciente -filmada en buena parte de manera clandestina- viene encontrando casi siempre un hueco en este festival. Y se lo han reservado este año para estrenar un trabajo con el que vuelve abiertamente al campo de la ficción y en el que narra su propio viaje como director de cine, acompañado de una actriz amiga suya, para encontrar en un pequeño pueblecito rural a una joven que también aspira a ser actriz y que, previamente, había enviado a la famosa amiga de Panahi un mensaje desesperado para que viniera a ayudarla, dada la feroz resistencia que encuentra en su familia contra su determinación. Retrato sutil de la dominación y discriminación que sufren las mujeres en el interior del país, la película encuentra su más afortunado hallazgo en la personalidad misteriosa de una tercera actriz que también jugará su papel, pero que no llega a aparecer en pantalla y que es el tercero de los rostros a los que alude el título del film. La película, ejemplar en su sencillez, en su transparencia y en su capacidad de registrar la inmediatez de lo real, constituye un explícito homenaje al Abbas Kiarostami de Y la vida continúa, El viento nos llevará y A través de los olivos (en la que Panahi trabajó como ayudante de dirección), a las que Trois visages cita con toda intencionalidad, mientras intenta recuperar de aquellas su capacidad para dejarse atravesar por el pulso de la realidad (lo que en buena parte consigue) y su profunda y más secreta dimensión autorreflexiva, de lo que se queda bastante más lejos. Podría decirse que es la película de un aventajado alumno de un maestro al que Panahi admira y cuyos pasos trata de seguir con toda humildad y con mucha honestidad en su mirada. Carlos F. Heredero

Hace unos años, después de haber rodado una película de denuncia sobre la falta de presencia femenina en los estadios de Teherán, Jafar Panahi sufrió una situación de arresto y de prohibición creativa. A pesar de ser un proscrito y no poder salir de su país, ha rodado cuatro singulares largometrajes y ha ganado el Oso de Oro en el Festival de Berlín. La situación personal de Panahi convierte cada nueva película suya en un reto porque su puesta en escena está condicionada por el hecho de “hacer ver” que lo que vemos no es una película en el sentido convencional del término. Trois visages es quizás la obra más curiosa de Panahi desde este punto de vista. El cineasta sale de Teherán para llevar a cabo un viaje con una actriz, famosa por su intervención en diferentes series de televisión, para averiguar si una joven ha llegado a suicidarse después de haber enviado un video/selfie de sus últimos momentos de vida. El dilema sirve de pretexto para viajar hasta el mundo rural y para llevar a cabo una operación nueva en el cine de Panahi: analizar un universo arcaico y prisionero de lo ancestral. El centro de reflexión es de nuevo la condición de la mujer en Irán, pero Panahi resuelve el problema a partir de un ejercicio en el que lo que muestra solo puede entenderse sin lo que no se muestra. La fuerza de la película reside en los huecos, en la sutileza con la que se enfrenta a un mundo regido por leyes que oprimen a la mujer desde la distancia, pero sin perder la contundencia. En muchos aspectos el trabajo de Panahi remite a El viento nos llevará de Abbas Kiarostami, donde la realidad también era observada con toda su complejidad. En Trois visages lo real diverge de lo visible y la cámara es prisionera de la superficie del mundo. Panahi ha rodado la mejor de sus “no películas”. Ángel Quintana

Todas las coartadas saltan por los aires en la nueva película de Jafar Panahi. Si en Esto no es una película se amparaba en la más estricta apariencia documental y en la reclusión en su casa, para acabar protagonizando una escapada al exterior; y si en Taxi Teherán proseguía esa línea de fuga, aún bajo el paraguas de la no ficción, ya fuera de los muros, pero confinado en un coche que de alguna manera suponía una prisión en movimiento… ahora, como una prolongación natural de ese sendero creativo adoptado por el cineasta tras su inhabilitación, Three Faces comienza con imágenes pretendidamente veraces, y con Panahi al volante de un automóvil: esto es, donde acababa la anterior. Pero pronto se desmorona esa fachada, y el espectador descubre que se encuentra ante un Panahi más próximo a sus filmes anteriores: tan feminista como Offside, tan propenso a jugar con las herramientas de la narración como en El espejo. Al igual que en esta última, se dedica no tanto a difuminar como a cuestionar las líneas que separan la realidad y la ficción, el cine y la vida. En su viaje junto a la actriz Behnaz Jafari para descubrir la verdad sobre el suicidio de una adolescente en una minúscula villa iraní, Panahi habla también de cómo las ficciones pueden llegar hasta donde la verdad a veces no puede hacerlo, o quizá también cómo sirven para revelar verdades silenciadas. Y luego está el uso del espacio: un pueblo al que se llega por un estrecho camino en el que no hay sitio a la vez para un moderno todoterreno y un viejo tractor, y hay que establecer códigos que sirvan para encontrar un espacio de convivencia. En estos tiempos tan necesitados de nuevas formas de pensar sobre la situación femenina, el cineasta crea espacios para la mujer y los respeta escrupulosamente, y todo esto se mezcla con absoluta naturalidad con la reflexión sobre el ejercicio artístico: esos tres rostros del título quizá sean los de las tres actrices (una de ellas apenas intuida) que vertebran la historia, y que representan el pasado, presente y futuro de un país y de una manera de entender el arte de contar historias. Esto sí es una película, y ya no hay manera posible ni voluntad de disimularlo. Juanma Ruiz

EL ÁNGEL (Luis Ortega). Un certain regard

En 2001 la sección oficial del festival de Cannes proyectó Roberto Succo de Cédric Kahn, un biopic inspirado en la historia real de un asesino en serie, que relataba su ascensión y caída. La película estaba inspirada en un ser mítico que había provocado que Bernard Marie-Koltès llevara a cabo una de las piezas fundamentales del teatro francés contemporáneo. El ángel de Luis Ortega -producida por Pedro Almódovar a través de El deseo- parece contar la historia de un Roberto Succo argentino. El protagonista es un joven adolescente de origen burgués, que entra en contacto con otra joven y juntos llevan a cabo un viaje que les conduce el robo y el crimen. Junto con la familia de un amigo crean una pequeña banda que empieza robando armas, continúa robando joyas, mata a algunos personajes que se cruzan por su camino y empieza a vivir la vida de forma amoral. La premisa parece interesante si no fuera porque en la propuesta de Luis Ortega lo que marca el tono no es la reflexión crítica, sino la frivolidad. En vez de buscar una distancia existencial con respecto al personaje, la película acaba siendo la historia de un descerebrado que hace las cosas por puro capricho. Ni siquiera hay una visión nihilista de la vida, sino un simple juego en el que se impone una especie de fijación hacia lo meramente caprichoso. Estamos en la Argentina de 1971 pero el contexto solo sirve para utilizar las canciones de la época. Los personajes participan de una auténtica desmemoria postmoderna en la que la ley del “divertirse hasta morir” se impone sin matices hasta caer en la irresponsabilidad. Ángel Quintana

GUEULE D’ANGE (Vanessa Filho). Un certain regard

Otra ópera prima en Un certain regard y una nueva película que se hace valer más por sus valores humanistas que por su lenguaje cinematográfico (¿y van…?). Esta vez, en concreto, por la sensibilidad con la que la debutante Vanessa Filho retrata a una madre autodestructiva, incapaz de gobernar su vida, y a su hija de ocho años, que desconoce a su padre y que debe hacer frente también a las reiteradas ausencias maternales, víctima de una desestructuración familiar que termina por quebrar su infantil y precario equilibrio emocional. Dos figuras solitarias, frágiles y vulnerables, carentes de las herramientas necesarias para insertarse en la sociedad, que buscan a tientas y en paralelo su lugar en el mundo, a veces chocando entre sí y a veces a espaldas una de la otra. Con una composición realmente espléndida de la siempre elegante y contenida Marion Cotillard en el papel de una madre hortera, excesiva, patosa y descontrolada, la película desemboca en una catarsis pseudolírica que no se merecía y que termina por vulgarizar una realización que tampoco pasa de correcta. Carlos F. Heredero

En 2004, Asia Argento dirigió e interpretó El corazón es mentiroso. En ella daba vida a una madre heroinómana, prostituta, que malvivía junto a su hija. El universo infantil se construía a partir de las salidas de tono vitales de la madre. No existía ninguna moral en la mirada, ni ninguna voluntad de denunciar la infancia, tan solo una historia de amor imposible entre madre e hijo que desafíaba ciertas convenciones. La ópera prima de Vanessa Filho parece cruzarse con esta película. También existe una madre adicta que quiere a su hija pero no puede cuidarla. Una situación que desemboca en abandono, pérdida de referentes y en la búsqueda de una paternidad. Las premisas son claras, pero la cosa no funciona. Marion Cottillard, teñida de rubio y con tatuajes pintados, intenta ser la madre adicta pero desde el primer momento vemos que en su personaje hay algo que no transmite vida. No existe el desgarro, sino una actriz que utiliza la máscara para construir algo que se le escapa. Esta falta de credibilidad se hace extensible al relato, en el que vemos a una niña alcoholizándose y buscando una inocencia perdida tras la figura de una sirena que no ha podido crecer imaginándose los cuentos de hadas. Ángel Quintana

LES FILLES DU SOLEIL (Eva Husson). Sección oficial

El segundo largometraje de Eva Husson se centra en uno de los batallones de mujeres kurdas yézidies que lucharon por expulsar a las fuerzas fanáticas del estado islámico del DAESH de los territorios del norte de Irak y de Siria. El combate de aquellas mujeres ha sido también objeto de un documental de Stéphan Breton (Filles de feu), que se estrena en Francia el próximo 13 de junio, y de otra película de ficción (Red Snake) dirigida por otra mujer (Caroline Fourest), pero es difícil que cualquiera de estos productos sea tan convencional, tan esquemático, tan torpe y tan evidente en sus propósitos como esta cinta de incomprensible programación en la sección oficial de Cannes, a no ser que… una vez más, las bondades hoy à la page de su discurso supuestamente feminista (coronado al final con un epílogo de inflamada reflexión en loor de la lucha de las mujeres) se hayan impuesto en el criterio de los programadores a despecho de su escaso, o más bien inexistente, relieve cinematográfico. Con una ortopédica incrustación de los flashbacks que explican el sufriente background de una combatiente y una retórica maniquea digna de mejor causa a la hora de distribuir los papeles de buenos y malos, Eva Husson intenta orquestar un relato a caballo entre el cine bélico tradicional y el género protagonizado por los corresponsales de prensa en las guerras, pero después de haber descubierto ayer las atormentadas reflexiones éticas de Ryszard Kapucinski en Un día más con vida (véanse las reseñas dedicadas a este film en esta misma página), las imágenes de Les Filles du soleil resultan insoportables, tan llenas como están de confortable y autocomplaciente buena conciencia occidental, sobre todo por parte de sus autores. Carlos F. Heredero

Los elementos que constituyen el entramado de Les Filles du soleil podrían dar lugar a una buena película. Eva Husson filma un grupo de guerrilleras kurdas que luchan contra el Daesh para su liberación como mujeres, mientras denuncian el secuestro, violación y torturas contra las mujeres de su país. El feminismo está presente como actitud vital, pero todo queda situado en un terreno excesivamente explícito. El grupo de Libertarias van a la guerra, luchan por su independencia, pero la cuestión Kurda es analizada de forma superficial. Más allá de la mujer víctima y los guerrilleros del Daesh no hay matices políticos, todo es plano porque en el fondo, Les Filles du soleil no es más que el retrato de un grupo de heroínas. Eva Husson parece querer hacer una película humanitaria, pero se olvida de reflexionar sobre qué implica filmar una imagen justa. No hay tensión en las imágenes, la puesta en escena es plana y la música sobrecarga unos momentos que carecen de tensión emocional. En el fondo, Eva Husson parece querer hacer cine a la manera de Katryn Bigelow, pero está a años luz de la cineasta americana. Al final, Les Filles du soleil no es más que la constatación de un estrepitoso fracaso. Àngel Quintana

GIRL (Lukas Dhont). Un certain regard

Ópera prima de un joven cineasta flamenco interesado por los temas de la identidad, el género, la adolescencia y el cuerpo, Girl consigue encarnar con convicción el doloroso proceso por el que atraviesa una adolescente de 15 años con sexo masculino, pero con identidad genérica de mujer y empeñada, simultáneamente, en iniciar el tratamiento médico con hormonas para modificar su cuerpo, preparar la operación que le permita modificar sus genitales y formar parte de una compañía de danza clásica, con toda la disciplina y exigencia corporal que ello conlleva. La protagonista cuenta con la ayuda de su padre, pero el camino es tan duro como difícil compatibilizar los requisitos físicos de ambos procesos. Narrada con limpia eficacia, utilizando con inesperada sabiduría el valor y la función dramática de las reiteraciones y de la rutinas (los ensayos, los preparativos íntimos del personaje, sus viajes en el metro…), la película consigue filmar con respeto, con cierta distancia, sin sensacionalismo y sin concesiones melodramáticas ni discursivas, la lucha interior de una joven adolescente movida por la imperiosa necesidad emocional de hacer corresponder a su sexo con su género, pero cuya vocación por la danza la lleva a poner su cuerpo en peligro. Carlos F. Heredero

El tema de la transexualidad y la diferencia se ha convertido en un tema emergente que reaparezca en el cine contemporáneo, a veces con voluntad de escándalo, otras como crónica de la diferencia y muy pocas como transgresión. Girl es una película sobre la transexualidad, situada en el contexto de las crónicas sobre la aceptación social de la diferencia, pero que explora sobre todo la representación del cuerpo. Lara es un chico trans que quiere operarse para poder vivir tranquilamente su feminidad y que practica ballet clásico. Su padre entiende su problema, quiere complacerla pero ella debe luchar para conseguir asimilar las exigencias y el rigor que impone el ballet. El problema de Lara no reside en su aceptación social –aunque esconde su verdadero sexo a sus amigas– sino en el modo como martiriza y tortura su cuerpo hasta el punto de convertirlo en un problema/obsesión de carácter psicológico. Lukas Dhont filma esta historia con rigor, sin truculencias, pero mostrando la sexualidad, las transformaciones del cuerpo y sus vejaciones. La película transita por tres espacios: la familia, el consultorio médico y la clase de ballet. En su primera parte, la repetición de los gestos cotidianos se transforma en una fórmula de riesgo, en la segunda, los hechos se precipitan. La mejor película vista, hasta el momento, en Un certain regard. Àngel Quintana

MANDY (Panos Cosmatos). Quincena de los realizadores

En los últimos años, han circulado por Internet todo tipo de ‘memes’ relativos a Nicolas Cage y su tendencia a la sobreinterpretación desaforada (búsquese en la red la expresión “Nicolas Cage losing his shit” para experimentarla en toda su gloria). Mandy parece estar construida a partir de ahí: dándole rienda suelta al actor y edificando a su alrededor toda una catedral del exceso. Mandy es ruido y furia, y ahí radican su magnificencia y sus problemas. Panos Cosmatos crea una máquina de procesar referentes de los años setenta y ochenta, como si estuviera haciendo una versión para adultos de Stranger Things convertida en sátira de la más elemental fantasía de poder masculina. Pero, a diferencia de esta, no es una simple acumulación de citas, sino que imprime un personalísimo estilo visual y narrativo basado en esa exageración tan ‘cageana’. Da igual que las escenas beban sin rubor de Tobe Hooper, George Miller o John Carpenter, o que los sonidos de este último impregnen la banda sonora del llorado Jóhan Jóhannsson: los planos se sobresaturan hasta volverse fauvistas, la trama avanza de manera casi espasmódica y cada imagen es una exhibición de poderío imaginativo, impregnadas a su vez de un humor retorcido hasta la negrura. Es una lástima, por todo ello, que el guion sea tan caprichoso, y que Cosmatos parezca en ocasiones quedarse anclado en momentos y escenas que llegan a agotarse, quizá ensimismado por sus propios hallazgos. Y también cabe lamentar que su segunda mitad, tras ese epicentro de la hipérbole que es la escena de Cage en el cuarto de baño, todo el guion se vuelva más convencional y predecible. Como no debía ser de otro modo en esta película tan excesiva, grandes defectos y grandes virtudes, pero sobre todo un cineasta a considerar. Juanma Ruiz

Georges Pan Cosmatos rodó en 1985, Rambo, donde Sylvester Stallone se convertía en un solitario vengador. Su hijo, Panos Cosmatos es el autor de Mandy, una película que transcurre en los años ochenta y en la que también hay venganza, cuerpos lacerados, alguna flecha mortífera y mucha sangre. El modelo no es el cine de su padre sino la psicodelia de los setenta, los colores saturados de Dario Argento y alguna cosa de Ken Russell. No en vano la música de los títulos de crédito es de King Crimson. La historia es muy simple pero extrema. Una secta satánica secuestra a una mujer y la quema. El marido -Nicholas Cage- desafía al diablo y lleva a cabo la venganza. Lo más interesante de la propuesta no reside en lo que cuenta sino en cómo, a partir de unos mínimos elementos, es capaz de crear una atmósfera hipnótica. Mandy funciona sobre todo en la primera parte, cuando los diferentes seres satánicos crean sus maldiciones. La segunda parte es un auténtico recital de los excesos y del humor de Nicholas Cage. Àngel Quintana

THE LOAD (Ognjen Glavonic). Quincena de los realizadores.

Hace tres años, el cineasta serbio Ognjen Glavonic evocaba en su documental Depth Two el transporte de despojos de civiles albaneses en un camión frigorífico con la complicidad de la policía, los militares y los civiles serbios implicados en la guerra de ese país con los separatistas de Kosovo. Ahora, toma como punto de partida aquel terrible suceso real para proponer una ficción protagonizada por el conductor de un camión que debe transportar una carga -desconocida para él- a través de territorio serbio. El itinerario le sirve al director para indagar en la conciencia y en la encrucijada moral de su protagonista (al que las imágenes muestran mayoritariamente dentro de la cabina del vehículo), pero también para rememorar el contexto de aquella guerra y cómo su presencia y su amenaza condicionaban la vida de los jóvenes y el porvenir de su sociedad. El gran acierto de la propuesta, con todo, es el hecho de no desvelar el contenido objeto de transporte, por mucho que, casi al final, el conductor se atreva a abrir la puerta trasera del camión cuando ya se ha vaciado la carga que da título al film y que se convierte, de esta manera, en resonante metáfora del peso trágico que debe soportar la conciencia crítica de su propio país. La realización de Glavonic (presentada en Cannes tras un largo proceso de gestación, iniciado en 2012) consigue transmitir toda la oscuridad y el doliente silencio que envuelve a sus criaturas, a la vez que concede a las diferentes generaciones implicadas una expectativa de reconstrucción y de futuro. Carlos F. Heredero

Cuando Ognjen Glavonic filmó el documental Depth Two (2016) a partir del descubrimiento, en 2001, de una fosa común en los alrededores de Belgrado, en realidad tenía en mente hacer un largometraje sobre un hipotético personaje involucrado en la matanza. Las circunstancias le llevaron primero a aquella otra película de no ficción, pero ahora rescata de su idea primigenia un sugerente material creativo para The Load. Construida como una road movie en su primera hora de metraje, la cinta acompaña a un camionero en su ruta desde Kosovo hacia Belgrado, llena de obstáculos por los bombardeos, los controles policiales y militares… Es en todo ese recorrido donde el film se muestra más robusto: aunque algo monótono en su planificación, casi siempre confinada a la cabina del camión, su imagen plúmbea ofrece una dramática y desesperanzada visión del paisaje protagonista del conflicto Serbio. Y, sobre todo, destaca una elección de Glavonic: en el vector de la trayectoria geográfica y narrativa del relato se cruzan una y otra vez pequeñas historias, apenas apuntadas (en ocasiones tan solo en un par de planos): personajes secundarios con los que la cámara permanece unos instantes más que el conductor, cuando este ya ha seguido su camino. No se incide en ellos, pero ahí están: los otros relatos posibles, la otra Serbia en potencia, representada por las generaciones más jóvenes. Sin embargo, llegado el transportista a su destino, Glavonic gira y gira durante largos minutos sobre lo que habría sido mejor plantear de forma breve: el remordimiento, la culpa, la ignominia… todo ello diluido en el tiempo, con la incómoda sensación de una farragosa disertación sociopolítica en lugar de un golpe seco y contundente. Juanma Ruiz

SAUVAGE (Camille Vidal-Naquet). Semana de la Crítica

En Sauvage hay dos escenas en la consulta de un médico. La primera, con la que se inicia la película, resulta ser una falsa consulta en la que Leo (Félix Maritaud), un chapero, cumple los deseos de un cliente, que quiere jugar a los médicos. La segunda, muy avanzada la película, es ya real y Leo es tratado por sus múltiples adicciones y por una enfermedad pulmonar que se está agravando. En ella Leo acaba abrazándose a la doctora, sorprendida ante tan inesperada reacción. Leo es un chapero que vive en la calle y profundamente sentimental. Le gusta dar cariño y recibirlo. Se ha enamorado de otro chapero, Ahd, pero este sabe gestionar sus sentimientos de forma mucho más racional o menos emotiva, sin que estos afecten a su vida profesional, vamos, que los sentimientos nunca interfieran con sus clientes, hasta el punto de confesar que ni siquiera es gay. Rodada con ese estilo ya universal a base de primeros planos, cámara en movimiento y cortes bruscos, Sauvage es un viaje de ida y vuelta continuo y repetitivo entre Leo, sus clientes y su amor imposible, siempre buscando cariño, cada vez más cerca de adentrarse en el infierno. Una película que, en su narración derivativa, nunca hace justicia a su notable personaje y protagonista, Maritaud. Jaime Pena

LOS SILENCIOS (Beatriz Seigner). Quincena de los realizadores

El mayor problema de Los silencios es que intenta ser demasiadas películas a la vez, y no consigue ser ninguna de ellas. Beatriz Seigner parte de una idea poderosa, si bien poco original (el modo en que los muertos permanecen junto a sus familiares, ya sea de manera metafórica o literal), una localización sugerente (esa especie de tierra de nadie entre Brasil y Colombia, un limbo para los refugiados procedentes de este último país y una loable vocación de denunciar las situaciones de violencia y guerra perpetua en algunos países de América Latina. Pero la cineasta yerra el tiro al jugar (sin éxito) a la ocultación de información para conseguir un pretendido efecto sorpresa que en primer lugar no es tal, en segundo lugar no hacía falta y en tercer lugar trivializa sobremanera el resultado. Igualmente problemático resulta que, para mantener vivo ese dispositivo de ocultación hasta el final del metraje, la película se salte una y otra vez sus propias reglas, o más bien que no llegue a establecerlas nunca (por ejemplo, en lo que concierne a esos ‘silencios’ que dan título al film), exigiendo una notable cuota de buena fe por parte del espectador. Y aunque consigue algunas imágenes contundentes en momentos aislados, acaba deslizándose por terrenos que serían más apropiados para un cine como el de Apichatpong Weerasethakul pero, a diferencia del tailandés, Seigner no consigue hacer convivir los distintos planos de realidad sin que las estridencias acaben por agrietar el conjunto. Juanma Ruiz

SAMOUNI ROAD (Stefano Savona). Quincena de los realizadores

En 2009, el asalto israelí al distrito de Zeitun en la franja de Gaza se saldó con centenares de muertos, entre los que se contaban numerosos civiles (hombres, mujeres, niños, ancianos…). El film de Stefano Savona trata de documentar esa historia centrándose en la familia Samouni, que perdió a muchos de sus miembros en la matanza, y lo hace con algunos problemas y no pocas virtudes. Para empezar, su primera mitad, donde mezcla testimonios actuales de los supervivientes con pequeños apuntes de animación a modo de brevísimos flashbacks, tiene una duración desmesurada, en tanto que llegado un momento da la sensación de estar caminando sin rumbo fijo entre la cotidianidad de esta familia que trata de dejar atrás la catástrofe y los indelebles recuerdos de la misma. Pero es entonces cuando, tras la primera hora de deambular en una narración cuyos momentos dibujados apenas mitigan la sensación de estar ante un documental bastante convencional, la película comienza a desplegar sus verdaderas alas: la animación se adueña de la imagen a la hora de abordar sin temor y con detalle el asalto israelí, los testimonios quedan reducidos al apartado sonoro y los dibujos (en un pulsante blanco y negro que podría ser reminiscente de Marjane Satrapi o Joe Sacco, pero mucho más ténebre y con aspecto de tiza y carboncillo) se alternan con el video de las cámaras de drones o helicópteros, y se produce un curioso efecto: en esas imágenes procedentes de un punto de vista militar, probablemente por el uso de los sensores térmicos, la figura humana queda reducida a siluetas, perdidos sus rasgos y su individualidad, y es solo en la animación, y en su cercanía a los rostros, donde resiste el componente humano. Acabada la masacre, comienza la reconstrucción de las casas y las vidas, y ahí regresa la imagen más convencionalmente documental, pero ahora condicionada para siempre, toda vez que el espectador acaba de ser testigo de lo que antes era solo un relato, y ahora es parte ignominiosa de la historia. En el film de Savona, excesivo, largo, a veces redundante, pero punzante y necesario, el dibujo alcanza la realidad que el registro fotográfico no puede (o no quiere) reproducir. Juanma Ruiz

ASH IS PUREST WHITE (Jia Zhang-ke). Sección oficial

De regreso a algunos de los temas y de la ideas de Naturaleza muerta (2006), y a la estructura compartimentada de Más allá de las montañas (2015), Jia Zhang-ke vuelve a radiografiar la reciente evolución paisajística, social y urbanística de China mediante un relato que transcurre en tres tiempos (2001, 2006 y 2018) y que tiene como protagonista a una joven mujer que pasa de ser la novia de un gangster en el primer segmento, a salir de la cárcel en el segundo para tratar de reencontrar a su amado y a establecerse por su cuenta en el tercero. Y si en Naturaleza muerta había un edificio que salía volando, aquí hay un ovni que la protagonista cree ver mientras surca el firmamento. Como telón de fondo, una vez más, la brutal transformación del hábitat de las comarcas de Las Tres Gargantas y las mutaciones sociales que llevan consigo sin que por ello el país deje de estar prisionero y vigilado permanentemente por un régimen dictatorial, como se encuentra igualmente la protagonista del relato en la última imagen del film, poderosa y devastadora metáfora de un país que, como la criatura de Jia Zhang-ke, nunca termina de librarse de una tutela castradora. Film de imágenes poderosas y de evolución nunca previsible (lo que resulta una bendición), comienza con el formato de un film de gángsters para convertirse, poco a poco, en una lírica historia de amor de expresión lacónica y vibración soterrada a medida que va desplegando sus verdaderas, pero nunca explícitas cargas de profundidad. Por ahora, junto con la de Godard, la primera película realmente importante del festival. Carlos F. Heredero

En los primeros momentos de Ash is Purest White una joven advierte a su padre que deje de solidarizarse con la lucha de unos mineros en crisis. Estamos en una provincia de la profunda china, en el mismo paisaje que hace años Jia Zhang-ke filmó Placeres desconocidos. Un paisaje que ha sido objeto de expolio y que a finales del siglo XX estaba en proceso de transformación al mismo ritmo que las transformaciones de China. En este contexto Jia Zhang-ke filma una historia de amor y dominio que funciona como un melodrama singular pero también como un trayecto vital. La chica está con un gánster local que quiere trabajar en nuevos negocios mobiliarios pero todo acaba mal. La chica, metida de lleno en los negocios oscuros, salva la vida del hombre pero debe sacrificarse a sí misma. A partir de este momento, Ash is Purest White propone un viaje por una China que sufre un proceso profundo de reforma. Viajamos hasta el presente mientras se va puntuando una historia de dependencia, dominio, poder y abandono. El amor actúa como una fuerza que conduce al movimiento, pero también implica una serie de gestos de traición que resultan irreversibles. Mientras en las primeras películas de Jia Zhang-ke la sustracción de todo efecto dramático permitía que la ficción abrazara con comodidad el documental, en las tres últimas obras del cineasta la ficción se impone para dejar que el documental se convierta en paisaje de tránsito, transformación y reflejo de la vida afectiva de los personajes. Ash is Purest White podría considerarse como una especie de melodrama realizado por los paisajes del cine anterior de Jia Zhang-ke, como si intentara llenar los vacíos dejados en las otras obras para dar forma a algo nuevo. Los personajes se mueven en tránsito vital pero también en un tránsito físico que pasa por el retorno a las tres gargantas, que a su vez representa un retorno a Naturaleza muerta. En cierto modo se puede considerar que en el giro realizado por Jia Zhang-ke se ha perdido algo, pero también se puede argumentar que en la perdida está surgiendo algo nuevo que no acaba de instalarse con fuerza, pero que no deja de cautivar. Àngel Quintana

LE LIVRE D’IMAGE (Jean-Luc Godard). Sección oficial.

Para acercarse a la nueva película de Godard hay que partir de una premisa: Le Livre d’image no es cine narrativo, ni clásico, ni moderno; no cuenta una historia, no es ficción, no es prosa y tampoco poesía. Es un ensayo fílmico y audiovisual de una inmensa amplitud conceptual, como ya lo eran las Histoire(s) du cinéma, de las que esta nueva propuesta desciende por línea directa para, a la vez, radicalizar más aún su investigación formal y ampliar el radio de acción de sus reflexiones. Aquí ya no se trata de la historia del cine y de la Historia del siglo XX, sino de la historia del cine y del presente histórico de nuestros días. Godard se zambulle en ese magma de imágenes desde la conciencia, como se dice en el film, de que “las religiones del libro (la Biblia, La Torah, el Corán) han sacralizado el texto y se han olvidado de las sociedades”. Frente a ello, el cineasta se olvida del texto (es decir, del argumento y del relato) para volverse hacia las sociedades (es decir, hacia las imágenes y los sonidos que estas producen, procedentes del cine, de la pintura, de la televisión, de la guerra, de la música, de la literatura, de la Historia…).

La película comienza mostrando unas manos que manipulan imágenes en una moviola. Es una confesión y un anticipo, pues la película es el fruto concreto de esa manipulación (en realidad, un sofisticadísimo trabajo de found footage) y, a la vez, una declaración de principios, pues lo que nos espera de ahí en adelante no es otra cosa que una rearticulación –en sentido etimológico– de un gigantesco archivo de imágenes y de sonidos para colocar sobre la pantalla una meditación pesimista sobre las tragedias históricas y las imágenes que se repiten como si fueran remakes; una indagación incisiva y ferozmente crítica sobre el descalabro de las viejas utopías; una reflexión de hondo sustrato filosófico sobre la crisis de las instituciones y una inmersión -sorprendentemente lírica y melancólica- en el mito de Arabia como cuna de una civilización primero mancillada desde fuera y luego traicionada desde dentro, así como también depósito de relatos y de sabiduría. Pero todo esto surge del interior del flujo audiovisual; no se trata de un discurso organizado y teleológico que se superponga sobre las imágenes y sobre la banda sonora porque estas no son, a su vez, la ilustración de ningún discurso previo al que deban adaptarse de manera servil, como hace habitualmente ese detestable cine supuestamente político que se limita a ilustrar las recetas y las respuestas que sus autores ya tienen (o creen tener) de antemano antes de filmar ninguna imagen.

Godard retuerce las imágenes y los sonidos. Colorea secuencias de películas, rasga su textura y satura su cromatismo. Dinamita en todo momento la continuidad (incluida la de sus propias reflexiones en off), introduce cada dos por tres prolongados ‘negros’ de imagen que interrumpen sonidos, secuencias y discursos, quiebra sin cesar la fuente y la localización espacial de la banda sonora (trabajando de manera heterodoxa las posibilidades del dolby 5.1), boicotea toda posibilidad de abandono indolente a la seducción tradicional del lenguaje cinematográfico y nos mantiene alerta sin cesar, rompiendo una y otra vez todas las expectativas que nos podemos hacer mientras asistimos al desarrollo de la propuesta. No hay tregua ni concesión ninguna: todo se pone en cuestión, todo nos interpela, todo nos interroga. Y ante una propuesta de esta naturaleza, a la que será necesario volver con mucha más calma, no tiene ningún sentido blandir las habituales herramientas de la exégesis crítica, porque esta también se siente felizmente desafiada por este torbellino de imágenes, a la vez juvenil y escéptico, vitalista y filosófico, combativo y melancólico, organizado por un cineasta que tiene ya más de 87 años. Ver para creer… Carlos F. Heredero

La primera imagen de Le Livre d’image nos muestra una mano. Vemos una mano que dibuja y otra mano que monta unas imágenes en una moviola. Godard deja claro que su propuesta parte de la mano como instrumento que permite pensar a través de las imágenes. La imagen está allí, pero ¿qué papel juega el arte frente a un mundo en el que los humanos no hemos sido capaces de asimilar la profunda tristeza que nos trasmite el presente? Para darnos una respuesta a esta pregunta Godard construye su libro de imágenes. A priori parece como si todo fuera un remake de las Histoire(s) du cinema. Es evidente que detrás de la propuesta están los albúmenes de imágenes de Aby Warburg, las constelaciones de Benjamin o el museo imaginario de Malraux. Los libros de imágenes son una especie de gran archivo de un tiempo y tienen la ventaja de funcionar desde el espíritu, la duda y el pensamiento. No tienen nada que ver con esa idea de construir el libro como receptáculo de un dogma. El libro de imágenes es lo contrario a las tablas de la ley y se opone a la forma en la que la historia ha leído la Biblia, el Corán y tantos otros libros sin imágenes que han marcado la historia de las creencias. Si en las Histoire(s) du cinema, la imagen era un reflejo de un cierto tiempo de la resurrección, al final del libro de las imágenes hay una lamentación sobre esa utopía que nunca llega, sobre ese tiempo que se consume velozmente, pero también sobre esa Historia que no cesa de regresar. Funciona como esos eternos remakes formados por fragmentos de ficción que se transforman en realidades.
Godard ya no habla del siglo XX. El siglo XX está allí, anunciándose al ritmo de ese amargo vals de un viejo moribundo que Max Ophuls filmó en Le Plaisir, con el que en su momento cerró L’Origine du XXI siècle. La nueva propuesta está allí situada en el presente para analizar las oscilaciones del espíritu del tiempo. La estructura de la nueva obra de Godard es de cinco capítulos. En el primero, el remake de imágenes no cesan de regresar como si toda la historia no fuera más que un circulo en el que unas ficciones remiten a otras y en la que el cine de Godard, como espacio de creación, se manifiesta como un compendio de otras imágenes que penetraron en su mundo y se instalaron allí para no desaparecer nunca más. Godard pinta sus imágenes y las imágenes de los otros de forma distinta a como lo hiciera en las Histoire(s) du cinema. Abandona los rótulos entre las imágenes, las sobreimpresiones y las sustituye por susurros, citas sonoras y por un impresionante trabajo de reelaboración de las imágenes. Los colores se suturan y el blanco y negro resulta más espectral que nunca. El segundo estadio nos lleva a San Petesburgo, espacio de las batallas, de las viejas revoluciones, de aquello que quiso conquistarse pero nunca fue posible. En el tercer movimiento transitamos por numerosos trenes. Están los trenes de la muerte, pero están muchos otros trenes que prefiguran el incierto destino de la humanidad. El siglo XXI nos ha convertido a todos en nómadas, en viajeros siempre en movimiento, sin darnos cuenta de que en las vías férreas que llevaban a Auschwitz ahora hay flores salvajes. El cuarto movimiento parte de la ilustración y se titula ‘El espíritu de las leyes’. Hubo un tiempo en el que se forjó la democracia, se creó una cierta idea de Europa, pero al final todo se perdió. La violencia del estado contradice las leyes y las revoluciones nos muestran la fuerza del pueblo frente a los imperios de la legalidad. Y una vez más, en el horizonte cercano continúan sin cicatrizar las heridas de Sarajevo. Finalmente, Godard viaja a la región central: Arabia. A partir de este momento los ecos de las Histoire(s) du cinema se diluyen y surge algo nuevo. La región central, cuna de la rica civilización oriental, es una región olvidada, no se habla de Arabia pero se habla del Islam, estallan los prejuicios sin que la gente se dé cuenta de que los prejuicios son la anulación de sí mismos. En la región central están los males del siglo XXI, está la impotencia del cambio, está la falsa revolución que desembocó en miseria y está el escarnio de Occidente. Arabia es el epicentro de Le Livre d’image, como Auschwitz lo fue de las Histoire(s) du cinema. El tiempo de la tristeza, de la impotencia y de la contradicción está allí… Muy lejos está el tiempo de la redención, pero el tiempo de la muerte para Godard está muy cerca…. El cine está ahí, Cannes también piensa, a su manera, el presente, pero Le Livre d’image es otra dimensión. Àngel Quintana

UN DÍA MÁS CON VIDA (Raúl de Fuente y Damian Nenow). Oficial, fuera de concurso

Insólita coproducción hispano-polaca que mezcla imagen real y animación para intentar transcribir la esencia del famoso libro homónimo del periodista Ryszard Kapuściński, la realización conjunta del documentalista Raúl de la Fuente (miembro de Kanaki Films) y el director de cine de animación polaco Damian Nenow, que se reparten los papeles conforme a sus respectivas trayectorias anteriores. El español se encarga de los segmentos documentales en imagen real (algunos de los cuales se resienten de cierta estética embellecedora, bastante incongruente con el fondo del asunto) y el polaco, de la animación propiamente dicha, que ocupa el 90% del metraje para visualizar las vivencias de Kapuściński durante la guerra que siguió, en la Angola poscolonial, a la retirada de la ocupación portuguesa. Y en el diseño visual de la animación encuentra la película su mayor fuerza, a la vez que intenta encarnar las reflexiones éticas del periodista en torno a las consecuencias que tendrán, sobre las víctimas de la guerra, las opciones profesionales que debe ir tomando a lo largo de su peripecia (auténtica materia dramática del discurso del film). El conjunto resultante es un híbrido atípico, que queda lejos de Vals con Bashir (Ari Folman, 2008), pero que alcanza de forma intermitente poderosos destellos de animación. Carlos F. Heredero

Ryszard Kapuściński tenia 42 años cuando marcho a Angola. Era 1975, después de que Portugal perdiera sus colonias africanas y estalló la guerra civil. Kapuściński llegó al país con la idea de que lo que estaba ocurriendo a Angola era el inicio de una nueva Africa postcolonial y un camino importante para la liberación del continente. Una vez allí vio niños masacrados, revolucionarios idealistas, mercenarios, y se dio cuenta de que lo que estaba ocurriendo en Angola, después de la independencia, sobrepasaba el marco nacional para convertirse en un conflicto internacional detrás del cual estaba Sudáfrica, la CIA y Cuba. El dibujante navarro Raul de la Fuente, junto con Damian Nenow, parten del libro que Kapuściński escribió entonces para construir un documental de animación centrado en la experiencia de Angola. La película mezcla la imagen animada -al estilo de Vals con Bashir o Tehran Taboo– con testimonios documentales, declaraciones de varios supervivientes al conflicto y alguna imagen de archivo. Por momentos parece imponerse la película de aventuras a la manera de los clásicos sobre periodistas en conflicto surgidos en los años ochenta como Bajo el fuego de Roger Spottiswoode, pero a medida que avanza el film surge una reflexión sobre las frustraciones de las revoluciones pero también sobre el periodismo. Kapuściński surge como un periodista que entiende el oficio como un modo de compromiso, no duda en tomar partido por las causas humanitarias y prefiere salvar una vida antes que sacar la foto. Alguien que prefiere callar si lo que sabe puede ser perjudicial para la causa. A pesar de que en determinados momentos se impone el héroe, en otros surge el profesional combativo que duda y que se plantea hasta que punto su presencia afecta o no a la realidad. La película funciona, pero más allá del debate ético se echa en falta un debate sobre la función de la animación como distanciamiento frente al archivo y el recuerdo documental del pasado. Àngel Quintana

Un día más con vida adapta y reactualiza el libro homónimo de Ryszard Kapuscinski acerca de sus días en la guerra angoleña durante los años setenta. La propuesta es, sin duda, estimulante: los directores recrean por medio de la rotoscopia la narración del libro, que cobra así la forma de una película de ficción animada; pero al mismo tiempo se entrevistan con algunos de los supervivientes y recurren a imagen real para retratar la Angola actual, así como a material fotográfico para dotar de un rostro verdadero a algunos de los personajes ausentes. El resultado es notable, a pesar de algún que otro desequilibrio en las transiciones de un formato a otro (no todas funcionan igual de bien). Y, aunque tampoco las escenas animadas tienen siempre la misma fuerza, las posibilidades del medio ofrecen algunas imágenes muy sugerentes, capaces de representar la sensación de “confusão” que, como narra el propio protagonista (un Kapuscinski interpretado por Miroslaw Haniszewski), reinaba entonces en Angola y acababa por adueñarse de la mente de quien vivía en aquellos días sangrientos y de incierto resultado. Juanma Ruiz

DIAMANTINO (Gabriel Abrantes & Daniel Schmidt). Semana de la Crítica

Los festivales producen monstruos. Más que ninguno, los festivales de cortometrajes. Abrantes, en solitario o en compañía de Schmidt, se ha forjado toda una carrera de cortometrajista, casi un categoría profesional, que le(s) ha hecho merecedor(es) de alguna que otra retrospectiva. Diamantino es la consecuencia de todo ello, la película más autocomplaciente que uno esperaría encontrar nunca en Cannes, una parodia de un futbolista portugués que, teniendo en cuenta el gran parecido físico del actor Carloto Cotta, no cuesta mucho identificar con Cristiano Ronaldo. Pues bien, Ronaldo es aquí Diamantino, el futbolista que falla el penalty decisivo en la final del Mundial de Rusia 2018, lo que lo condena al ostracismo (y a las mofas universales por culpa de sus lágrimas), precipitando su retirada. En su gran palacio será objeto de varias operaciones de muy distinta índole: una espía se hará pasar por un niño africano llegado en patera con vistas a ser adoptado, una empresa experimenta genéticamente con él para generar dobles que conformen un imbatible equipo de fútbol y, finalmente, el Frente Nacional portugués lo utilizará en su campaña (con lemas tomados de Trump y el Brexit) para propiciar la salida de Portugal de la Unión Europea. El humor es demasiado naif, o exige demasiada voluntad por parte del espectador, y la anécdota no resiste la hora y media de metraje, quizás sí un cortometraje o un par de sketchs en un programa televisivo. En realidad demasiado poco para una película que los directores dicen estar influida por David Foster Wallace, Ernst Lubitsch y Preston Sturges. Jaime Pena

MON TISSÚ PRÉFÉRÉ (Gaya Jiji). Un certain regard

Damasco 2011. La guerra está llegando. Nahla, una joven de 25 años quiere huir con un joven pero éste prefiere a su hermana. Este es el punto de partida de una ópera prima rodada por una cineasta de Siria que intenta establecer un punto de vista curioso con respecto a la representación del conflicto bélico de su país. La guerra genera miedo y funciona como un freno a la libertad. Sin embargo, a pesar de la guerra perduran el deseo, la esperanza de un gran amor y la recuperación de la felicidad. Gaya Jiji parece preguntarse si es lícito pensar en el deseo en medio de un mundo que se está derrumbando. Por este motivo construye la película a partir de un espacio cerrado. Nahla vive con su madre y sus hermanas, pero en el piso vecino hay un prostíbulo. La casa de citas de Damasco aparece como un universo sórdido pero también como una puerta para una sexualidad soñada y reprimida. Las leyendas de Las mil y una noches quedan en un horizonte muy lejano. Sherezade quiere narrar su cuento pero no puede. Àngel Quintana

JOUEURS (Marie Monge). Quincena de los realizadores

Si hay algo que rescatar en el largometraje de Marie Monge, sin duda es la interpretación de su actriz protagonista Stacy Martin que, a pesar del material con el que le toca lidiar, llega a insuflar veracidad al personaje durante los primeros minutos del film. Toda una proeza ese fútil pero heroico intento (en su voz, su rostro, sus gestos) de defender los caprichos de un guion plagado de arbitrariedades y que se mueve sin ninguna progresión lógica o verosimilitud en las acciones de sus personajes; un guion, además, que en lugar de avanzar se vuelve reiterativo y camina en círculos alrededor de la situación central: la de una joven que se deja seducir y engañar (una y otra vez, y otra, y otra…) por un jugador/timador y se ve arrastrada al mundo de las apuestas, adicta no se sabe muy bien si a la adrenalina del juego o a los más que dudosos encantos del novio-amante. Así que tras el espejismo de esos primeros minutos, que parecen prometer algo quizá cercano a la Casa de juegos de David Mamet o a Molly’s Game de Aaron Sorkin, todo se viene abajo, y queda al descubierto que la verdadera operación de trilero ha sido colocar esta cinta, no se sabe muy bien cómo ni por qué, en el festival de cine más importante del mundo. Juanma Ruiz

COLD WAR (Pawel Pawlikowski). Sección oficial

Nueva incursión del autor de Ida (2013) en las entrañas más oscuras de su Polonia natal, si bien esta vez la radiografía desborda las fronteras de su país para tomar como escenario y telón de fondo de su historia la Europa de la Guerra Fría, entre 1949 y los primeros años sesenta. Y también igual que sucedía con su película anterior, aquí estamos ante un film en primoroso y matizadísimo blanco y negro, y en formato 1:1,33, cuyos estrechos márgenes aprisionan a los protagonistas del romance entre un músico ya maduro (Tomasz Kot) y una joven y hermosa cantante (Joanna Kulig, en lo que supone el gran descubrimiento de una actriz que recuerda con fuerza a la Jeanne Moreau de sus años juveniles); una pareja que arrastra sus amoríos por Polonia, Yugoslavia, Berlín y París, víctima de la geopolítica de la época y al compás de un itinerario musical que transita de los ‘coros y danzas’ folclóricos manipulados por los jerarcas de la dictadura soviética al jazz liberador de los clubes parisinos de los años cincuenta. El sentido pictórico de las composiciones, el rigor de sus encuadres y la precisión de su puesta en escena hacen de Cold War una obra tan personal y tan controlada como Ida, pero aquí la estructura narrativa lacunar, llena de saltos en el tiempo y pródiga en desconcertantes elipsis, hace que la historia avance, mayoritariamente, a golpes de guion, sin que pueda encontrarse, ni en la dramaturgia de lo que sucede, ni en las propias imágenes, una coherencia que permita asentar la propia evolución de los personajes. Si a esto añadimos algunas decisiones de guion poco rigurosas (que un famoso músico polaco huido de su país y exiliado en París opte por entrar en la Yugoslavia comunista de los años cincuenta, sin saber que corre el riesgo de ser capturado por el KGB, es algo que se antoja bastante poco verosímil), nos encontramos con los puntos más débiles de una hermosa película que, pese a todo, habla con dolorosa intensidad de las traiciones y las renuncias impuestas a los seres humanos por una época dramática, así como de la dificultad de encontrar reposo y refugio en un mundo atravesado por hirientes fronteras y ocupado por tiranías dictatoriales. Carlos F. Heredero

Hay un tópico que parece augurar que para triunfar en un festival como Cannes es preciso rodar una película de más de dos horas de duración, con un gran tema central y con una cierta pesadez en su puesta en escena. Este tópico, como todos los tópicos, puede resquebrajarse fácilmente. La demostración es Cold War de Pawel Pawlikowski, el director de Ida. La película dura ochenta minutos, la acción transcurre durante dieciséis años y el relato cuenta una historia de amor en los tiempos del comunismo que bien podría ser una prolongación de Doctor Zhivago. Una tercera parte de la película está centrada en la filmación de muchas canciones y a pesar de todo ello la narración avanza de forma ejemplar, la historia se expresa con toda claridad y la emoción estalla cuando tiene que estallar. No estamos en los años de la revolución rusa sino en la Polonia del post-comunismo. Viktor, un músico, lleva a cabo un trabajo antropológico sobre composiciones populares, allí conoce a Zuzanna -Zula- y surge una historia de amor intenso entre el director y su musa. La música popular es transformada por el régimen en música patriótica. Los artistas viven prisioneros de la cultura oficial. Cansados de tanta represión, los personajes deciden huir del estalinismo y siguen una serie de extraños caminos que los llevaran al Paris de los años del jazz. A partir de una serie de encuentros y desencuentros se teje una pasión dibujada con un trazo delicado. No hay ningún subrayado. Uno de los protagonistas es torturado, pero no vemos la escena de tortura, solo intuimos sus efectos. Los personajes establecen nuevas relaciones amorosas pero solo son apuntadas con discreción. El estalinismo está allí con sus personajes siniestros y ese mundo, retratado a partir de unas pocas pinceladas, transmite la superficialidad egocéntrica de la vie parisienne. El resultado final es un admirable ejercicio de economía narrativa pero también una bella historia de amor, de aquellas que dejan huella. Àngel Quintana

La nueva cinta de Pawel Pawlikowski es, en su epidermis, un relato amoroso a lo largo de la Guerra Fría. Los amantes protagonistas viven en una constante cadena de encuentros y desencuentros desde Polonia a Francia, pasando (necesariamente) por Berlín. Pero los numerosos elementos que revisten la narración revelan la verdadera naturaleza del film: un retrato político, pero también cultural, de esos años a ambos lados del telón de acero. La cinta comienza con Wiktor (Tomasz Kot), un pianista y director musical que trata de poner en pie un espectáculo de canciones folclóricas polacas, para lo cual reclutará a aldeanos y campesinos de toda condición. Ahí conocerá a Zula (Joanna Kulig), que pronto destaca por su talento vocal y, en el camino, cautiva al músico -o quizá el orden sea el inverso-. Pawlikowski escenifica un proceso en el cual la música popular deviene instrumento de propaganda del estado, para luego trazar una línea de huida al oeste: la transición es tanto visual como sonora, y resulta ejemplar el modo en que el folklore deviene jazz y las imágenes se ‘occidentalizan’. Porque aunque la película es veloz y, en cierto modo, esquemática (su escasa duración y su estructura a base de elipsis así lo aseguran), Pawlikowski carga de intención cada plano, cada puesta en cuadro, cada movimiento de cámara y cada elemento musical. El formato elegido (1:1,33), la fotografía en blanco y negro, las líneas verticales, horizontales o diagonales… todo está cargado de fuerza expresiva para elevar ese guion pequeño y a veces atropellado hasta convertirlo en uno de los filmes más sólidos de entre los que se han podido ver en estos primeros días de festival. Juanma Ruiz

PETRA (Jaime Rosales). Quincena de los realizadores

Articulada en varios capítulos independientes que se suceden sin orden cronológico, filmada en sucesivos planos-secuencia articulados por una cámara flotante que parece observar a los personajes como si de una presencia misteriosa se tratara, y asaltada de forma intermitente por una música a capela de extraños sonidos con resonancias de tragedia griega, la nueva experiencia fílmica de Jaime Rosales pone en escena una historia de búsqueda identitaria (conducida por la joven Petra –una magnífica Bárbara Lennie– empeñada en averiguar quién fue su padre), de indagación en los fantasmas y en la barbarie del pasado (incluida la exhumación de las fosas en las que yacen los asesinados por el franquismo) y de catarsis para asumir y superar el presente. La dramaturgia del exorcismo –severa, lacónica y ejemplarmente despojada de todo exceso melodramático– se carga de negras y dolorosas premoniciones a cada nuevo descubrimiento, pero no siempre la mezcla de actores profesionales y no profesionales funciona con la necesaria fuerza (la figura del padre sufre este desajuste por la rigidez y el empobrecedor esquematismo que padece su interpretación), mientras que no siempre la imbricación de la puesta en escena con la planificación adquiere la deseable organicidad. Un nuevo paso, en cualquier caso, en la constante y admirable búsqueda formal que desarrolla la filmografía de su autor. Carlos F. Heredero

En las dos películas españolas que han estado presentes a Cannes parece surgir una pregunta sobre la identidad perdida, reflejada en la figura de un padre desconocido. Mientras que en Todos los saben, de Fahardi, esta pregunta desemboca en una especie de folletín sobre extrañas complicidades, en Petra, de Jaime Rosales, la pregunta desemboca en la tragedia, entendida como mecanismo abstracto que revela aquello escondido, aquello que la sociedad es incapaz de revelar. Petra no debe ser vista como una propuesta naturalista, sino como una reflexión sobre de donde venimos, en un momento en que la desmemoria histórica -las fosas comunes que salen a la luz en la película- está acompañada por una visión sobre la falta de horizontes de una juventud que ha perdido sus referentes. Rosales cuenta la historia a partir de un mecanismo inexorable, marcado por una serie de suicidios, asesinatos, vejaciones e incluso una historia incestuosa. Hay recursos antiguos que sirven para que el arte revele la verdad escondida, pero tal como señala uno de los personajes de la película, puede llegar a ser una clara ingenuidad pensar que el arte puede ser testimonio de la verdad. Para Rosales, el arte refleja la mentira y la mentira crea conflictos, provoca incertidumbres y anula toda posible libertad. El padre es visto por Rosales como un ser pérfido y diabólico. El dinero y el poder ha marcado su vida, pero lo que se impone es la falta de moral. La familia surge como el resultado de una tara originaria que cuando sale a la superficie provoca el dolor y la angustia. Los seres de Petra no pueden lograr la felicidad porque su vida pasa por asumir el dolor de las faltas sin encontrar ningún camino para la redención. Rosales construye y filma de forma depurada su tragedia. Los personajes mienten y se destruyen. Frente a ellos el paisaje está allí, impertérrito, como testimonio de esa humanidad que no cesa de perderse y autodestruirse porque ha sido incapaz de tomar conciencia de sí misma frente a un mal que todo lo destruye. Rosales filma desde la distancia, pendiente de establecer un engranaje teórico que anula la emergencia de lo pasional, pero más allá de las dudas lógicas que genera su propuesta, su interés y riesgo resultan evidentes. Ángel Quintana

Decía Jaime Rosales [Caimán CdC, nº 71] que Petra es una paso más en una nueva línea en su cine: “una línea que se basa, esencialmente, en colocar al espectador en el centro”. Y es verdad que el film, lejos de algunas de sus anteriores apuestas quizá demasiado radicales para un público mayoritario, plantea un tapiz dramático que, si bien está muy lejos de poder calificarse como ‘convencional’, sí resulta formalmente mucho más accesible. La pregunta pertinente es si esto juega a favor o en contra del film como objeto artístico. Y la respuesta es de difícil solución. La película se apoya en tres pilares formales y en una reflexión temática. En primer lugar, la articulación del relato en capítulos no cronológicos, un estimulante ejercicio que no solo desordena la narración, sino que crea, con los rótulos que numeran y titulan cada apartado, una suerte de ‘suspense’ en el sentido hitchcockiano del término, donde el espectador tiene más información que los personajes. En segundo lugar, el deambular constante de la cámara, que posa su mirada de manera aparentemente azarosa, dejando muchas veces fuera del encuadre a los sujetos y objetos de la acción, y en otras ocasiones (más sugerentes) creando con su movimiento una sensación de perspectiva y puesta en relación entre los diferentes personajes. El tercer y último elemento clave es la música, que por desgracia se antoja prescindible, en tanto que las imágenes de Rosales y la interpretación de sus actores tienen una inequívoca fuerza expresiva que el elemento musical se encarga de amortiguar. Pero quizá lo más intrigante de Petra sea su reflexión acerca del arte: si la protagonista (una Bárbara Lennie contundente y plena de matices, aunque esto ya no es novedad) defiende un ejercicio artístico introspectivo como búsqueda de ‘la verdad’, y el personaje de Jaume (Joan Botey) aboga por un arte que dé dinero y que tenga en cuenta al público… ¿qué significa que las declaraciones de Rosales con las que se abrían estas líneas parezcan alinearse con el personaje más villanesco de la película? Como decíamos, preguntas de difícil solución. Juanma Ruiz

LETO (Kirill Serebrennikov). Sección oficial

Mientras permanece forzosamente retenido en su domicilio en Rusia, por formar parte de los grupos opositores a Putin, Kirill Serebrennikov ha presentado en Cannes -con su segundo largometraje- una evocación de los días en los que, a principios de los años ochenta (todavía en la Unión Soviética de Brezhnev), la música rock comenzaba a llegar a incipientes salas de concierto juveniles aún muy controladas por la censura y por las viejas estructuras del régimen, pero alimentadas por el impulso y la creatividad de los grupos juveniles cuya inspiración era la música de Lou Reed, T.Rex, David Bowie, Blondie o Talking Heads. Filmada en blanco y negro, pero atravesada de forma intermitente por fogonazos de animación en color que tratan de ilustrar el ambiente y la sentimiento soñado por aquellos jóvenes, la película toma como referencia la historia real de los grupos Kino y Zoopark, y de sus respectivos líderes y compositores (Viktor Tsoi y Mike Naumenko), y pretende ser una celebración de la libertad y la vitalidad que pugnan por emerger entre la oscuridad del viejo régimen comunista. Más efectiva en su descripción del ambiente musical que en la dulzona y demasiado ingenua historia de amor que entrelaza a los dos músicos con la joven compañera del segundo, la película despliega una mirada tierna y cómplice sobre sus personajes, pero termina siendo un producto muy irregular y, sobre todo, engañosamente espontáneo, pues todo en sus imágenes obedece más a una premeditada -­­y demasiado controlada- apariencia de ligereza que a una verdadera explosión de libertad fílmica. Su evidente modestia no la impide, sin embargo, aparecer en medio de este festival por ahora insoportablemente mediocre, como la propuesta más solvente y atendible hasta el momento de la sección oficial. Carlos F. Heredero

Estamos en el interior de un tren, cerca de Leningrado -San Petesburgo-, principios de los ochenta. Los componentes de una banda de rock están sentados con sus instrumentos, un viejo les increpa. Se produce una pequeña pelea e interviene la policía. Entonces todo se para y empiezan a sonar los acordes de una versión libre de Psyco Killer de los Talking Heads. Algo estalla en la pantalla y surge el milagro: Leto, de Kirill Serebrennikov, no es solo una película sobre momentos brillantes, sobre algunos golpes de efecto singulares a ritmo de videoclip, sino una gran historia de amor situada en el mundo de unas bandas de rock que estaban en expansión pero que tenían que luchar con los restos de la burocracia comunista. En el mundo anglosajón los Sex Pistols habían atacado a la Reina de Inglaterra, David Bowie transformaba la estética de los conciertos con el glam y Lou Reed se convertía en un poeta del rock. ¿Qué era posible hacer en la Rusia de Breznev, mientras la música lo cambiaba todo? Las autoridades oficiales querían himnos y homenajes a la patria rusa. Algunos jóvenes reivindicaban la necesidad de letras sociales. La protesta era imposible, pero estaba en la actitud, en la afirmación de una forma de vida. Leto habla de la confrontación entre un viejo rock surgido de los setenta con influencias glam y un joven aspirante que se convierte en un poeta de la música más intimista con influencias new age. Esta confrontación musical se convierte también en una lucha entre dos formas de entender el amor, en un momento en que la única revolución posible era la de los sentimientos, con las heridas que puede llegar a producir. Kirill Serebrennikov -en arresto domiciliario por formar parte de los grupos opositores a Putin- filma una espléndida crónica de una época. La primera gran sorpresa del festival. Ángel Quintana

El molde está claro: estamos ante el habitual biopic centrado en los primeros años de un grupo de música (o de dos, en este caso). Sin embargo, varias cuestiones hacen que Leto se distinga de entre la miríada de filmes de estas características: en primer lugar, el contexto sociopolítico, en la URSS de finales de los setenta. Sus protagonistas viven insertos en el sistema soviético, con todos los condicionantes que ello implicaba, pero musicalmente se miran en el espejo anglosajón, y sobre todo norteamericano. Esto permite hacer un retrato no solo de unos individuos, sino de una cierta escena cultural y musical, como deja claro la escena de apertura y su sugerente plano secuencia, con dos muchachas colándose por la ventana del ‘club de Rock’ gestionado por el Estado. Por otra parte, las decisiones estilísticas del director aportan frescura al conjunto: el blanco y negro salpicado por momentos de color que simulan ser viejas escenas tomadas en 8 mm, las escenas musicales que rompen la diégesis a modo de videoclip aderezadas con animaciones de estética punk… Y, sin embargo, cabe lamentar que ese mismo espíritu que los protagonistas invocan en sus reiteradas invocaciones a los Sex Pistols o al rock de garaje no acabe de impregnar unas imágenes demasiado limpias, demasiado calculadas, que se habrían beneficiado de un poco más de rugosidad, de tosquedad, y en definitiva de vida. Aun así, sus modestas virtudes permanecen en pantalla. Juanma Ruiz

BORDER (Ali Abassi). Un certain regard

En la mitología nórdica los trolls, como los orcos suelen asociarse al mundo infantil. Incluso los trolls figuran como unos enanos malignos surgidos del bosque que perturban los sueños de los niños. No obstante, en ninguna película, ni ninguna fábula existente, existe una interrogación sobre cual puede llegar a ser el sexo de los trolls. Ali Abbasi, cineasta iraní instalado en Suecia, se propone investigar sobre el sexo de los trolls y llega a alguna curiosa conclusión que, entre otras cosas, pasa por una extraña transexualidad. Más tarde, cuando la película avanza ante el dilema de la procreación de los trolls y su descendencia, el resultado es un ser híbrido que remite indudablemente a la criatura de Eraserhead (Lynch) pero sin llantos. Gräns podría ser un disparate pero no lo es. Se trata de una metáfora sobre la diferencia, planteada de forma sorprendente, con rigor en la puesta en escena. El tono sobrio de ciertos momentos de la apuesta podría llevarnos hacia Déjame entrar de Tomas Alfredson, si no fuera porque el universo fantástico se traslada hacia lo monstruoso, sin recurrir nunca hacia lo grotesco, ni lo macabro. Ángel Quintana

En un arriesgado mestizaje de géneros (esencialmente, el policiaco y el fantástico), el cineasta danés Ali Abassi toma prestada una novela del sueco John Ajvide Lindqvist para conjugar una insólita reflexión sobre los límites y las confluencias entre la experiencia humana y los instintos animales, sobre las fronteras que delimitan la moral de la civilización y los impulsos atávicos del reino salvaje. El relato comienza en el territorio del policiaco y tiene como protagonista a una mujer de rostro deforme, que trabaja como policía de aduanas y cuyo extraordinario sentido del olfato le permite detectar, incluso, el miedo y hasta el sentimiento de culpa de las personas. Este atractivo personaje, que durante la primera media hora de relato se diría extraído de un film de Atom Egoyan, irá desvelando después nuevas y más inquietantes facetas a partir del momento en que se encuentra con un hombre que parece de su misma estirpe, lo que poco a poco va moviendo el diapasón del relato hacia el territorio del fantástico, donde el tráfico de bebés y la pedofilia perseguida por la policía se alternan con los trolls y los animales salvajes que habitan el bosque. La fusión puede parecer delirante y, de hecho, no oculta su dimensión abiertamente fantástica, pero funciona con fuerza porque Abassi juega a fondo la baza de la fisicidad en unas imágenes de poderoso arrastre visual y sonoro (la respiración de la protagonista, el agua, el bosque, los gritos, la fuerza libradora del sexo transgresor…). La lucha entre la moral y los instintos acaba por centrar el último tramo de la propuesta más explícitamente genérica de cuantas se han visto hasta ahora en el festival, destinada a resultar inevitable y saludablemente polémica. Carlos F. Heredero

Á GENOU, LES GARS (Antoine Desrosières). Un certain regard.

Resulta bastante difícil tomarse realmente en serio la broma de mal gusto que supone encontrarse en medio de un festival de cine (de cualquier festival) esta insustancial nadería francesa que solo puede haber llegado hasta aquí porque es francesa (valga la redundancia) y porque aspira a presentarse como una reivindicación feminista frente a al machismo y la prepotencia de cierta adolescencia masculina. Una historieta mínima (la venganza de dos hermanas contra sus respectivos novios, hartas como están de que estos les obliguen a hacerles una felación tras otra) centra un relato que podría haber dado lugar a una meditación de mayor envergadura sobre los roles masculinos y femeninos entre ciertas capas de publicación, pero que se agota en un mero chiste final sin haber sido capaz, en ningún momento, de desarrollar otra cosa que los inacabables diálogos de un guion que tenía ¡410 páginas¡ y que fue rodado, con dos cámaras, en ¡dieciocho días!. El producto resultante, concebido a la vez como serie para YouTube (treinta capítulos de diez minutos cada uno), es, a juicio de este cronista, el peor regalo que se le puede hacer a la causa feminista en la actualidad, que no necesita de bobadas simplonas como esta para hacer valer sus justas razones y sus necesarias reivindicaciones. Carlos F. Heredero

Al inicio de la película nos encontramos con Yasmina, una joven adolescente que ve como su hermano imita un orgasmo. La joven no conoce el placer sexual y quiere descubrir alguna cosa. A primera vista podría parecer que nos encontramos ante una nueva versión de la polémica À ma soeur de Catherine Breillat. Yasmina será chantajeada por su amigo y acabará realizando una felación al novio de su hermana. Su amigo lo filmará con su móvil generando una crisis afectiva y moral en la protagonista. A pesar de las charlas interminables y los tics propios de los adolescentes de la banlieu parisina, en la película podría haber algo interesante. Podría ser una crítica a los chantajes sexuales en las redes y una reivindicación de la feminidad en un mundo tiranizado por hombres que buscan el placer a costa . Todo esto aparece en la película, pero acaba diluyéndose, parece como si la broma fácil fuera más importante que cualquier denuncia explícita. Àngel Quintana

PLAIRE, AIMER ET COURIR VITE (Christophe Honoré). Sección oficial

De regreso a la temática, las encrucijadas personales y la época de 120 pulsaciones por minuto (Robin Campillo, 2017), Christophe Honoré filma aquí la historia de amor entre un escritor parisino y un estudiante bretón que se desarrolla en los años noventa, cuando la tormenta trágica del SIDA empieza a resultar devastadora para el colectivo homosexual. No hay ahora, sin embargo, ni rastro del dinamismo visual, de la efervescencia dramática y del torbellino narrativo del film de Campillo, sustituidos aquí por la austeridad de una dramaturgia mucho más pausada y por la severidad de un estilo más grave, que asume con elegancia la carga melodramática de la situación pero que sabe mantenerse ajena a toda gesticulación coreográfica. Honoré elige otro campo de juego: filma a sus personajes sin desmelenarse nunca, prolongando en la banda sonora extradiegética la música que inicialmente surge como diegética en las situaciones que viven los protagonistas, y, sobre todo, con una clara y honesta franqueza: sin ahorrar ningún detalle, pero sin exhibicionismo, siempre de frente y con veracidad, sin hacer ostentación ni buscar el efectismo. Y también propone otro acercamiento, filtrado por una multiplicidad de referencias culturales (Bernard-Marie Koltés, Hervé Guibert, Jane Campion, Leos Carax, Pablo Picasso, Vincent Van Gogh, François Truffaut, etc.) en un intento de vincular la vida con el arte y con la cultura como vectores que son importantes para los personajes y que les ayudan a vivir. El resultado no es una gran conquista fílmica, pero sí es una película honesta, valiente y sincera. No es poco. Carlos F. Heredero

En el cine francés reciente el tema de la SIDA se ha convertido en un eje central. Hace dos años, Xavier Dolan adaptaba en Jusqu’à bout du monde una obra sobre el tema y el año pasado Robin Campillo nos introducía en el mundo ACT-UP y el activismo. Christophe Honoré nos traslada en Plaire, aimer et courir vite a principios de los noventa, esa época en la que la homosexualidad era castigada, a partir de la historia de unos personajes que aman, sufren y dudan. Honoré construye la película en torno a la historia de amor entre un hombre parisino de 35 años y un joven de 22 años que vive en Rennes. Cada uno de estos personajes tiene su propia vida, poseen sus amantes fijos y sus amantes furtivos. Cada uno se mueve en un mundo particular tremendamente frágil. No sé trata en ningún caso de una historia de iniciación vital de un joven a la vida intelectual del adulto, ni de una reivindicación de la lucha contra la SIDA como modo de protesta contra el sistema. La cuestión de fondo que preocupa al director es cómo se puede hablar de unos seres atrapados en su tiempo. La enfermedad está allí, provoca el dolor por una muerte cercana, genera duelo y establece una furtiva posibilidad de supervivencia. Christophe Honoré hace una película controlada, con momentos esporádicos brillantes, pero también con un estilo que quiere proclamarse heredero de la vieja tradición francesa. La película es desigual, con pasos falsos. Tiene una gran interpretación de Vicent Lacoste –L’Inconnu du lac– y muchas vacilaciones en la composición del personaje joven a cargo de Pierre Deladonchamps. Plaire, aimer et courir vite supone la maduración de un cineasta que es incapaz de romper con sus referentes y con ciertas formas de hacer cine. Honoré reivindica una herencia y a veces su filiación excesiva impide que la película vuele y se afirme. Ángel Quintana

LES CONFINS DU MONDE (Guillaume Nicloux). Quincena de los realizadores

A la luz de sus méritos artísticos, resulta difícil comprender la presencia en Cannes de una película como Les Confins du monde. La cinta de Nicloux, que mezcla una historia bélica de venganza con una trama romántica en la Indochina de 1945, recurre al impacto fácil y vacuo en su planteamiento visual y sonoro, con imágenes de una explicitud tan innecesaria como moralmente cuestionable, en tanto que apela a la empatía del espectador únicamente por la vía de la crueldad, sin que se pueda apreciar un discurso con verdadera entidad detrás. Si a esto se le suma la inocua presencia del personaje de Gérard Depardieu (en labores de consejero sentimental, lo que podría convertirse ya en un running gag de año en año en la Quincena), y que la puesta en escena es, en el mejor de los casos (esto es, cuando busca algún tipo de plasticidad más allá de la simple casquería) es una imitación torpe y sin alma de Apocalypse Now, poco queda por rescatar del resultado final. Juanma Ruiz

TEN YEARS THAILAND (Wisit Sasanatieng, Apichatpong Weerasethakul, Aditya Assarat, Chulayarnnon Siriphol). Sesiones especiales

En fin, aquí tocaría repetir por enésima vez aquello del irregular resultado de los filmes episódicos de autoría múltiple. Y una vez más, sería cierto, pero también habría que señalar aquí que por una vez todos los cortometrajes que componen la película tienen su interés por uno u otro motivo. La premisa (cuatro cineastas tailandeses imaginando cómo será su país dentro de diez años, igual que se hizo en Hong Kong con Ten Years en 2015) permite ofrecer un amplio abanico genérico: hay drama, más o menos realista, en Sunset, de Aditya Assarat; fantasía desaforada sobre un estado dominado por gatos antropoides cazadores de humanos en Catopia, de Wisit Sasanatieng; un viaje lisérgico de reminiscencias lynchianas (vertiente Inland Empire) por la desigual escala social tailandesa en Planetarium, de Chulayarnnon Siriphol; y por supuesto están los personajes de Apichatpong Weerasethakul, con su extraña alquimia de lo cotidianamente excéntrico, en Song of the City. Esta última es, como era de esperar, la pieza más interesante por la particular poética del cineasta, que consigue integrar la narración y el paisaje en un alegato político sin que suene a moraleja. De manera quizá inevitable, comparte con los otros tres bloques el apunte distópico y el elemento de denuncia, y aunque estos últimos son más evidentes en ese aspecto, ponen el dedo en las llagas pertinentes sin perder de vista en ningún momento la condición de empresa artística y profundamente personal del proyecto. Juanma Ruiz

DEAD SOULS (Wang Bing). Sección Oficial fuera de concurso

Wang Bing ya había tratado al menos en dos ocasiones el tema de los campos de trabajo y re-educación de Jiabiangou y Mingshui en dos películas anteriores, el documental He Fengming (2007) y la ficción The Ditch (2010). Esos campos funcionaron entre 1956 y 1961 como lugares de destierro y castigo dentro de la campaña antiderechista del gobierno de Mao. Los acusados de “ultraderechistas” eran en su mayoría meros críticos del funcionamiento del Partido Comunista de China, intelectuales o simplemente maestros, pero de los 3.200 prisioneros solo acabaron sobreviviendo unos 500, antes de que fueran rehabilitados en 1978.

Las muertes se debieron sobre todo a las duras condiciones climáticas, las enfermedades y el hambre: los condenados se veían en la obligación de vivir en fosas y cuevas excavadas en la tierra. Eso era lo que contaba He Fengming, viuda de uno de esos prisioneros y ella misma también condenada en otro campo, en el documental homónimo, y lo que retrataba con extrema crudeza y de una forma un tanto discutible The Ditch. Por suerte, en la vuelta de Wang Bing a Jiabiangou con Dead Souls, el cineasta chino ha optado por el modelo documental y no por la reconstrucción desde la ficción. Lo que nos cuenta puede ser lo mismo, pero no es lo mismo oír a un superviviente relatar cómo mitigaba la sed bebiendo sus propios orines que verlo representado en pantalla (en The Ditch había cosas peores).

Tampoco es que se pueda hablar de una vuelta a ese tema. Dead Souls se compone en gran medida de entrevistas filmadas en 2005 y 2006, con solo una cuarta parte del metraje, quizás menos, filmado entre 2015 y 2016. Aquellas filmaciones tienen una clara explicación. De la misma forma que en West of the Tracks Wang recogía el cierre de las fábricas del distrito de Tiexi, que iban cayendo como fichas de dominó en el curso de pocos años, los del cambio de milenio, en Dead Souls Wang corre detrás de los últimos supervivientes de aquellos campos, de ahí que después de la mayoría de las entrevistas siga la fecha de la muerte del entrevistado. Dead Souls es una película urgente, pero que a su director le tomó unos trece años completar.

Lo primero que destaca de las entrevistas es la generosidad del tiempo concedido a cada superviviente (alguna llega hasta la media hora) y la fórmula de la mayoría de ellas, salvo las que están montadas en la parte final, es muy similar a la de He Fengming: planos frontales con el entrevistado situado en un escenario cotidiano en el que en ocasiones intervienen multitud de interferencias. A diferencia del primer documental, la temporalidad no está falsificada digitalmente y los cortes están marcados con breves negros. Y el contenido es muy parecido en todos los testimonios: las razones de su detención, el traslado al campo, las condiciones infrahumanas de la vida allí, las comunicaciones con la familia, el estricto racionamiento de la comida (250 gramos de cereal por día).

La comparación con Shoah es inevitable y la ambición del fresco de Wang Bing no parece irle a la zaga al de Claude Lanzmann. Sin embargo, le estaríamos haciendo un flaco favor a Wang si ponemos en primer plano esta comparación. Más allá de una duración similar (ocho horas y cuarto la de Wang), la estructura de Dead Souls es bastante más simple y su objetivo no es tanto el de explicar el funcionamiento de una maquinaria concentracionaria como el de inmortalizar la memoria de los pocos supervivientes de una de las páginas más oscuras del régimen chino. Wang Bing recoge también el testimonio de un par de funcionarios del campo y logra alguno de sus momentos más emotivos cuando da “voz” a dos de los miles de muertos. El primero a través de los textos que reconstruyen su itinerario y dos de las cartas que envió a su familia denunciando su situación y reclamando ayuda; el segundo mediante una tercera persona, la viuda de otra víctima, quien, en un gesto extraordinario, acabó casándose en segundas nupcias con un superviviente de Jiabiangou.

En dos ocasiones Wang Bing se aventura por los escenarios donde se ubicaban los campos de trabajo y re-educación. Son imágenes filmadas en 2006, con una visita de algunos supervivientes, y en 2012, con la cámara de Wang recorriendo en solitario el terreno pedregoso y castigado por el viento de Mingshui, en pleno desierto del Gobi. En el primer caso, los pastores que ahora habitan el lugar cuentan como el terreno fue removido, irrigado y transformado en terreno de cultivo; en el segundo somos testigos de algo que ya se nos había contado en otros momentos de la película: el viento y la erosión acostumbran a desenterrar los huesos y las calaveras de las víctimas allí enterradas. Esta parece la mejor metáfora de la propia película y de la titánica misión de Wang Bing. Jaime Pena

WILDLIFE (Paul Dano). Semana de la crítica

El primer film del actor Paul Dano como director ha resultado ser la primera sorpresa agradable de Cannes 2018. A partir de la novela homónima de Richard Ford, Dano despliega una dura crónica de los sufrimientos de un adolescente (Joe Brinson) que contempla, primero, la crisis familiar que desata el desempleo de su padre y, luego, el deterioro progresivo del matrimonio en un pueblecito de Montana, en los Estados Unidos de 1960. Contada siempre desde la mirada del joven protagonista (un espléndido Ed Oxenbould, de llamativo parecido físico con el propio director), la narración afronta con limpieza y sin efectismos melodramáticos de ningún tipo los momentos más duros de la desintegración familiar, pero sabe abrir paso igualmente al crecimiento y a la maduración, no solo del adolescente, sino también de sus progenitores. Tres opciones se desvelan decisivas para la excelente conquista fílmica que supone la película: 1) el rigor espartano, nada exhibicionista, con que se reconstruye la ambientación de época; 2) el silencio desde el que Joe observa y sufre la desestructuración de la familia, lo que coloca en primer término la sutil atención que las imágenes prestan a la mirada del personaje, y 3) la extrema y honesta sobriedad del estilo visual, construido sobre un predominio mayoritario de planos fijos, sobre la sequedad casi cortante de las elipsis y sobre el laconismo de un montaje preciso y exacto. Habrá que volver con más calma a las entrañas de esta excelente ópera prima. Carlos F. Heredero

Richard Ford es uno de los grandes novelistas actuales pero sus obras no han sido adaptadas al cine. Wildlife es un curioso y logrado intento de trasladar el universo Ford al cine. Lo firma un actor que debuta tras la cámara, Paul Dano. El mérito principal de la película reside en su capacidad para establecer un punto de vista. Un joven de catorce años ve como sus padres se quedan sin trabajo. El padre marcha de casa para trabajar de bombero y su madre tiene relaciones con un excombatiente. Estamos en la América de los sesenta, las heridas de la guerra han cicatrizado pero la juventud rebelde espera. La institución familiar se va descomponiendo, mientras una sociedad observa como el mundo no es el que era y como algo se ha transformado de forma inevitable. La película flirtea constantemente con el melodrama pero sabe mantener una distancia, no cae en lo explícito y cuando todo parece estallar surge un claro sentido de contención que permite que el equilibrio se mantenga. Àngel Quintana

El primer largometraje como director del actor Paul Dano, adaptación de la novela homónima de Richard Ford, es un pequeño drama familiar tan modesto en su escala como irreprochable en sus formas. La historia (un núcleo familiar que se tambalea cuando el padre, tras perder su empleo, se enrola en el contingente humano dedicado a combatir los incendios que asolan la región durante ese verano) se apoya en dos interpretaciones de absoluto verismo y medidísima intensidad emocional: Carey Mulligan (madre) y Ed Oxenbould (hijo). Pero no conviene caer en el error de pasar por alto la fabulosa limpieza de su puesta en escena: primero por el acabado visual y su atmosférica recreación de la América rural (concretamente, en Montana) de principios de los años sesenta. Pero también, y sobre todo, por su planificación, exquisita y precisa tanto en la composición de la imagen como en los movimientos de cámara que se encargan de fijar el punto de vista, siempre del lado del niño (resulta modélica, en ese sentido, la secuencia con la que finaliza la cena en casa de Mr. Miller, su perfecto equilibrio entre la dosificación de la información y su asimilación por parte del personaje), de modo que lo que acaba cobrando forma no es tanto la descomposición de la familia sino, debajo de todo ello y de manera indisimulada pero sutil, un coming of age melancólico, y un debut tras la cámara mucho más que prometedor. Juanma Ruiz

RAFIKI (Wanuri Kahiu). Un certain regard

Será curioso analizar, llegado el momento, el perfecto díptico que componen esta película de origen keniata (la primera de este país que accede a la sección oficial de Cannes en toda la historia del festival) con la española Carmen y Lola, de Arantxa Echevarría, que se proyectará en la Quincena de los Realizadores, pues ambas cuentan el despertar al deseo lésbico de dos adolescentes atrapadas en sendas comunidades (la familia tradicional de las clases medias y humildes de Kenia, y la sociedad gitana de Madrid, respectivamente), y víctimas, en los dos casos, de unos valores que rechazan y expulsan violentamente la expresión, y mucho más aún la vivencia social, del amor entre mujeres. La película de Wanuri Kahiu (una joven, pero ya experimentada y prestigiosa cineasta keniata) acierta al contar, con notable energía y sin concesiones explicativas, la emergencia de ese deseo y el choque brutal que provoca en una sociedad profundamente homófoba, pero no consigue evitar despeñarse en varias ocasiones por la vertiente más soft (a pesar de lo cual, la película está censurada en su país), pero también más cursi, del romance entre las protagonistas. Lo que queda en pie, finalmente, es la veracidad que las dos jóvenes actrices confieren a sus personajes y el retrato del entorno urbano y social que las rodea. No es mucho cinematográficamente hablando, pero al menos queda testimonio de toda la lucha que todavía sigue pendiente en este campo dentro de una sociedad como la de Kenia. Carlos F. Heredero

Unos días antes de la proyección en Cannes, Rafiki fue presentada como la primera película sobre el lesbianismo del cine africano. Se destacó su prohibición en Kenya y su atrevimiento como respuesta a un país donde domina la homofobia. Sin embargo, la novedad principal de Rafiki no reside en su atrevimiento temático, sino en su función como primera película africana globalizada. Rafiki transcurre en Nairobi. Sus protagonistas son dos chicas modernas que escuchan música pop y se mueven por sofisticados ambientes urbanos. Todo parece muy sugerente, si no fuera porque la película está hablada en inglés, filmada como una película para vender en el mercado occidental y en la que existe algo terriblemente postizo que determina su puesta en escena y su posición ideológica. Wanuri Kahiu filma con elegancia los cuerpos de las mujeres y las escenas de la represión homófoba conmueven, pero el resto de la película responde a una serie de clichés. Una de las chicas es más masculina que la otra, las familias están enfrentadas y una de ellas tiene un novio al que no puede querer. El cine africano es otra cosa. Ángel Quintana

DONBASS (Sergei Loznitsa). Un certain regard

Nueva incursión de Loznitsa en los demonios de la guerra que se desarrolla en la frontera entre Ucrania y Rusia, en el Donbass que da título al film, donde varios grupos paramilitares luchan a la vez entre sí, con el ejército ucraniano y con los militares rusos, que a su vez alientan a los separatistas. Incursión que esta vez viene a proponer un largo itinerario por el infierno, por un desolado y devastador paisaje humano en el que los crímenes, las bombas, los robos y la degradación moral de la propia sociedad han sustituido todo atisbo ya no solo de ética y de moral, sino también de humanidad. Construida sobre la sucesión de trece episodios independientes, aunque no desglosados como tales (todos ellos basados en sucesos reales, por grotescos y disparatados que puedan parecer), y protagonizada por ciudadanos y soldados anónimos y corrientes, la película es un como un bisturí que radiografía un estado de putrefacción en el que la agresividad, la mentira, la decadencia y la barbarie se alternan sin solucionan de continuidad. Como en todo el cine de su director, las imágenes tienen una intensa fisicidad y los cuerpos parecen esculpirse sobre la pantalla hasta alcanzar un volumen y y una presencia que es una de las principales señas de identidad del estilo Loznitsa. El riesgo de la propuesta es que su construcción, deliberadamente carente de un hilo conductor, pueda despistar a más de un espectador empeñado en buscar una brújula narrativa allí donde solo imperan el caos, el desconcierto, la falta de horizontes y el nihilismo más salvaje. No hay consuelo ni refugio en el diagnóstico, porque estamos, esencialmente, ante una radiografía clínica que no admite paños calientes. Carlos F. Heredero

La región conocida con el nombre de Donbass situada al oeste de Ucrania vivió una guerra entre 2014 y 2015. El ejército ruso quería controlar la zona dominada por los nacionalistas Ucranianos y anexionarla a su territorio. Sergei Loznitsa siempre ha sido un atento observador de lo ocurrido en su país tal como certificaba su documental Maiden, por lo que era de esperar que reflejara el conflicto. Tal como afirmó en la presentación de la película, Donbass fue acaba de rodar hace seis semanas y montada en menos de un mes para estar en Cannes. La apuesta del cineasta es la de hacer una especie de calidoscopio ficcional que permitiera mostrar la situación de barbarie y crueldad del país, sobretodo denunciando las vejaciones del ejercito ruso. Cuando Loznitsa pisa el territorio de la ficción, su cine siempre pierde interés respecto a sus apuestas documentales. En Donbass es evidente que no controla los excesos, que marca demasiados los subrayados y que intenta ir de lo real hacia la pesadilla onírica. La miseria humana siempre está presente y la redención nunca es posible. Donbass tiene los mismos defectos de las otras ficciones de Loznitsa, pero es algo más interesante. En los momentos finales, juega con la metaficción, con la cámara observacional propia del documental y parece como si quisiera buscar una especie de fusión entre sus dos campos. El resultado es discreto, pero se hace patente una búsqueda. Ángel Quintana

YOMEDDINE (Abu Bakr Shawky). Sección oficial

Cineasta egipcio de raíces maternas austriacas, A. B. Shawky debuta en el largometraje con una road-movie de formato canónico protagonizada por un leproso (un hombre tan sencillo como entrañable) al que la enfermedad ha deformado gravemente sus manos y su rostro, y por un niño que le acompaña en su empeño de regresar al pueblo en el que nació para reencontrarse con el padre que le abandonó en la leprosería en su más tierna infancia. Viaje de retorno a los orígenes, de búsqueda de la identidad desconocida, pero también de ajuste de cuentas con la propia deformidad y con la mirada que el resto de la sociedad arroja sobre personas a las que contempla como ‘monstruosas’, Yomeddine traza un interesante retrato del Egipto interior (el país plural, pobre y desértico que vive lejos de la gran metrópoli), y esa faceta es lo más valioso de una propuesta fílmica de alcance realmente muy limitado. Una película tan previsible (incluso en su optimista y voluntarista desenlace) como modesta, llena de buenos sentimientos y de buenas intenciones en su planteamiento, pero no va mucho más allá. No sé entiende muy bien qué hace una obra como esta en el escaparate principal del festival, la verdad sea dicha. Carlos F. Heredero

En la filmografía sobre la lepra, además de Ben Hur de William Wyler, hay una joya iraní llamada La casa negra, única película de la poeta Forugh Farrojzad (1962). En ella se privilegia una visión humanista, una mirada sensible y sobre todo un gran respeto frente al dolor ajeno. Yomeddine, ópera prima de A.B. Shawky, también es una película sobre la lepra. Su trama gira alrededor del viaje que llevan a cabo un leproso con un niño huérfano a través del Egipto a la búsqueda de un padre perdido. En la película hay buenos sentimientos, se reivindica la confianza en la humanidad y existe una especie de clara voluntad de lucha contra la marginación social. No obstante, todos estos factores van a la contra de la película porque A. B. Shawky rueda una cinta ortopédica, en la que todo lo que acontece es previsible y en la que la reivindicación de la marginación social resulta evidente. El resultado es torpe. El protagonista es un hombre con el cuerpo deforme que busca respeto, pero que no lo encuentra. La película no sabe construir sus personajes y se limita a mostrar la miseria, sin preguntarse cuáles son las causas, ni qué pasa en Egipto, país en el que las condiciones sociales son mucho más complicadas de lo que muestra la película. Yomeddine es, en el fondo, una operación del festival para generar un antídoto contra el nihilismo que marcó la competición de la pasada edición. Ángel Quintana

PÁJAROS DE VERANO (Ciro Guerra y Cristina Gallego). Quincena de los realizadores

“Se acerca una plaga”, dice uno de los personajes de Pájaros de verano hablando de una posible infestación de langostas, pero del mismo modo en que Arthur Conan Doyle hacía decir a su más célebre creación que pronto soplarían “vientos del este” en Europa: si el británico se refería a la inminente Gran Guerra, el film inaugural de la Quincena de los realizadores habla, aunque desde un prisma íntimo y familiar, de la brutal expansión del narcotráfico por Colombia a lo largo de la década de los setenta. La metáfora, sin embargo, no es lo que se encarga de sostener el relato: no se trata de un film alegórico, por más que haya muchos elementos cargados de simbolismo en sus imágenes. Por el contrario, Ciro Guerra y Cristina Gallego se adhieren a sus personajes, en las familias que protagonizan esta suerte de tragedia griega. Y articulan la película por medio de un fuerte componente mitológico: desde el modo de enmarcar la historia como algo recordado y transmitido oralmente de generación en generación (con su trovador o juglar incluido), hasta la estructura en ‘cantos’, a la manera homérica. Todo ello, eso sí, solo en su despliegue de herramientas formales: por lo demás, el anclaje de Pájaros de verano está en Colombia: en la tensión que vive su paisaje entre la tradición y la modernidad, entre lo íntimo y lo colectivo, entre las férreas costumbres de los wayuu y la influencia externa, ya sea del capitalismo yanqui o del negocio de la exportación de drogas a esos mismos Estados Unidos. No es poca cosa para abrir fuego en una sección que, el pasado año, albergó algunas de las películas más interesantes de Cannes. Juanma Ruiz

ONE DAY (Zsófia Szylágyi). Semana de la crítica

Diálogos improbables que se dan entre autores y obras: Zsófia Scylágyi y Adrián Orr, o más concretamente, One Day y el cortometraje Buenos días, resistencia, que sirvió al español como globo sonda artístico para su posterior largometraje Niñato. Conexión (intencionada o no) que se da probablemente por la vía de un eslabón no menos improbable: la Jeanne Dielman de Chantal Akerman. Porque One Day cuenta el día a día de una madre de familia y su esforzada lucha por mantener la normalidad, la calma y los horarios mientras pelea con sus tres hijos para que hagan sus tareas, lleguen a tiempo a sus actividades, etc. La diferencia fundamental con el cortometraje de Orr es que la realizadora húngara lo narra utilizando estrictamente los códigos de la ficción, y por tanto permite que en los primeros minutos del film aflore un conflicto, un ‘detonante’ de trama en el sentido tradicional, el que aparece en cualquier manual de guion. Pero ahí, precisamente en su aparente concesión a lo convencional, se encuentra el mayor acto de rebeldía de la película, porque la propia narración se rebela contra ese detonante y, escena tras escena, One Day, como su protagonista, mantiene sus rutinas, inmune a los esfuerzos de la narrativa clásica por imponer sus corsés. Mientras tanto, una cámara que se mueve por los espacios delatando su condición de observadora (a veces cercana, a veces pudorosa) apuntala la puesta en escena de esta película contenida pero contundente. Juanma Ruiz


TODOS LO SABEN (Asghar Farhadi). Sección oficial – Inauguración

A medio camino entre un drama familiar de ambientación rural, una intriga pseudopolicial y una meditación sobre la culpa (de tintes más bien conservadores, por cierto), la nueva película del director iraní Asghdar Farhadi (protagonizada por Javier Bardem, Penélope Cruz y Ricardo Darín, rodada en un pueblecito madrileño, hablada en español y con producción hispano-italo-francesa), avanza con paso firme, con notable brío y con ejemplar capacidad de síntesis durante sus veinte primeros minutos, más o menos hasta que se desata la intriga que comienza con la desaparición de la joven adolescente, y, a partir de entonces, el relato empieza a dar tumbos con escasa coherencia, se inventa por puro capricho del guion un personaje sin pies ni cabeza (el del policía retirado), se enreda en un confuso caso de vendetta rural que parece sacado de una tragedia lorquiana, pero que carece de fuerza dramática y de tensión estilística, y termina naufragando, de forma estrepitosa, cuando, por un nuevo capricho del guion, el relato cambia de punto de vista narrativo para explicarnos quiénes son los culpables y dejar así medio resuelto el misterio. El problema mayor de la propuesta es que navega durante la mayor parte de su metraje en tierra de nadie, sin personalidad, sin definir nunca del todo su diapasón dramático y tropezando, de vez en cuando, con varias secuencias y giros de guion resueltos con inesperada torpeza. No ha empezado con buen pie un festival que se anuncia tormentoso y que echa a andar con dificultad. Carlos F. Heredero

En el cine iraní de los últimos años hay una clara oposición entre lo que, en su día, André Bazin definió como los cineastas que creen en el mundo y los cineasta que creen en la imagen. Abbas Kiarostami creía en el mundo, buscaba el azar y exploraba el cine como método de conocimiento. El resultado de sus películas fue impresionante. Asghar Fahardi, Oscar por El cliente, siempre ha creído en la imagen, a pesar de que en sus películas las imágenes siempre han sido menos potentes que las de Kiarostami. Para él, creer en la imagen equivale sobre todo a creer en la dramaturgia, en el guion y no forzosamente concebir el cine como un objeto de puesta en escena y de conocimiento. Todos lo saben, su última película, es un caso extraño. Es una producción española, en la que están todos los actores españoles que se han transformado en paradigma de la institución y en la que la trama quiere ser marcadamente hispana. El cineasta iraní no se convierte en un viajero en tierra ajena, sino en un integrado que intenta hacer cine a la manera del cine español. El resultado es una película que parte de un deseo casi blasfemo, intentar emular algo de Lorca pero transformándolo en Agatha Christie. Lorca aparece descafeinado en unas bodas que quieren ser criminales, pero nunca llegan a ser ‘de sangre’. Agatha Chistie está presente porque los ‘diez negritos’ se multiplican hasta crear una lista de sospechosos habituales más que previsible. El resultado final es una película hiperdramatizada, con las tintas muy cargadas, en la que la puesta en escena casi es ausente -excepto en los momentos iniciales- y en la que los recursos de guion desembocan en un melodrama en el que la trama se reduce a un juego de paternidades no confesadas que surgen como revelación. Fahardi puede ser un cineasta respetable cuando sus dramas se confrontan con la situación político-social de Irán, pero cuando está en tierra extranjera acaba siendo un mero director dramático, que intenta sacar lo que puede de unos actores que, con la excepción de Barbara Lennie, hacen de espectros de sí mismos. Àngel Quintana

Resulta difícil, a la luz de los resultados, desentrañar el impulso que pueda haber movido a Asghar Farhadi a su aventura española. Difícil porque no está, ni en sus imágenes ni en su discurso, el Farhadi más reconocible, el que se preocupaba por dar cuenta (tanto a través del relato como de la puesta en escena) de una realidad social. Todos lo saben comienza como un drama familiar de raigambre casi lorquiana (y en ese sentido, posible justificación para la ubicación de la historia en la España rural), y en sus primeros minutos parece narrada con buen pulso y suficientes matices para construir uno de aquellos ‘dramas de mujeres en los pueblos de España’ del dramaturgo de Fuentevaqueros, con Bodas de sangre como máximo exponente. Pero en esto que sobreviene una segunda posible película, en el primer giro de (manual básico de) guion: un crimen con whodunit de libro. Y también aquí se apuntan posibilidades, en los inicios de una investigación que, sin embargo, pronto toma unos derroteros anodinos y acaba por desembocar en la torpeza. Al cabo, el drama se diluye en una suerte de thriller, pero no con la fluidez con que ocurría, por ejemplo, en El viajante, donde ambos aspectos genéricos se complementaban y retroalimentaban: aquí hablamos de un pseudopolicíaco que, acomplejado, no acaba de atreverse a aflorar; y de un drama de rencores familiares que cuando debería tomar fuerza se ve saboteado por las incomprensibles decisiones de un guion sobreexplicativo. Como incomprensible resulta, también, el modo de desvelar al fin el misterio, de forma no solo innecesaria (habría funcionado mejor lo insinuado que lo contado) sino abiertamente contraria a las reglas del propio film, con una arbitraria ruptura del punto de vista. En el aspecto interpretativo, eso sí, brillan con fuerza Javier Bardem, Bárbara Lennie y sobre todo una Penélope Cruz que encuentra un impecable equilibrio entre los distintos elementos que conforman su personaje. Juanma Ruiz