Carlos Losilla.
Primer largometraje de Adrián Orr, basado a su vez en su corto Buenos días, resistencia (2013), esta es una película misteriosa e inquietante. Y no tanto por lo que cuenta como por el modo en que lo cuenta. El relato no podría ser más evidente: la vida cotidiana de un cantante de rap conocido por Niñato que también es padre de familia. Pero la forma es proteica y desconcertante, pues tan pronto nos encontramos ante un documental clásico, ante una cámara que no puede parar de moverse con el fin de captar una realidad igualmente cambiante, como asistimos perplejos a la transformación de ese monótono universo en un mundo paralelo, angustioso y terrorífico, pero también jubiloso y exultante. No se trata, por lo tanto, de cruzar la consabida frontera que separa realidad y ficción. Si Niñato es una película singular, si sus imágenes nos arrastran hasta el punto de dejarnos exhaustos al final de la partida, se debe a que su puesta en escena se organiza como una serie de revelaciones: tras las apariencias de la vida diaria se ocultan las pequeñas epifanías que nos la hacen soportable, esas que a veces solo el cine es capaz de sacar a la luz.
David Ransanz graba sus canciones a la vez que educa a sus hijos, un proceso que Orr ha seguido de cerca durante seis años. Pero no se trata aquí de documentar una gesta épica, ni tampoco de retratar una realidad agobiante. David tiene dificultades económicas, por supuesto, pero eso es parte de su condición, de su vida diaria, ni más ni menos que las tardes que pasa ayudando a sus hijos a estudiar o los ratos que dedica a grabar su música. Todo es un flujo que el espectador percibe en su totalidad, como si no existieran líneas de separación entre la vida personal y la actividad laboral, entre lo que uno quiere ser y lo que no puede dejar de hacer. La crisis se ha integrado hasta tal punto en el transcurrir de los días que ha conseguido borrar cualquier diferencia entre el amor y el trabajo, la paternidad y la transgresión, de la misma manera en que la puesta en escena estalla y destruye el concepto de plano, de escena, de estructura. El sujeto que filma y el que es filmado se convierten en una sola cosa, se acompañan mutuamente en un transcurrir que no cesa, que no puede filmar a los cuerpos por separado porque solo cuenta su interacción, el contacto que los hace querer y crear de un solo golpe, de una tacada.
Niñato filma a niños, novias, padres, abuelos, pero también a individuos que simplemente se quieren y se soportan. La familia se ha transformado, ya es otro asunto, y acompañar a los hijos al colegio es a la vez lo mismo y algo muy distinto de lo que era hace unos años, al tiempo que hablar o amar a nuestra pareja tiene también otras connotaciones. El realismo, pues, penetra en esa nueva ficción que nos hemos visto obligados a crear para poder existir en su interior. Y la cámara se convierte en un elemento más de esa representación, actuamos para ella al tiempo que vivimos para nosotros mismos y para los demás. Niñato es una película sorprendente porque hace surgir lo nuevo de la tradición: si el mejor cine español ha retratado siempre la realidad del país a través de su deformación estética, Adrián Orr procede al revés, se enfrenta a las imágenes del día a día y las convierte en el germen de esa extrañeza que a veces nos asalta cuando miramos alrededor.
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