Del 17 al 28 de Mayo de 2017.

Primeras impresiones de las películas más importantes del festival, en breves comentarios críticos de Carlos F. Heredero, director de Caimán CdC, Àngel Quintana, Jaime Pena y Juanma Ruiz, asistentes al evento cinematográfico más importante del mundo.

LOS DESHEREDADOS (Laura Ferrés). Semana de la crítica

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Laura Ferrés dedica su cortometraje Los desheredados a su familia. Su padre Pere Ferrés tenia una empresa de transportes y acabó cerrándola debido a la crisis económica. Cada vez tenía menos encargos y algunos de ellos le resultaban molestos y agobiantes, como el hecho da aguantar las borracheras de los jóvenes que alquilaban su transporte para llevar a cabo las despedidas de soltero. Laura decide contar la historia de su padre, su soledad interior, la relación con su madre -abuela de la cineasta- y el deseo de sobrevivir a pesar de sentirse un desheredado del sistema. Laura Ferrés, formada en el ESCAC, se sitúa en el terreno de la autoficción para reconstruir con su padre y abuela de protagonistas, la historia familiar y poder comprender mejor, desde la práctica cinematográfica, los problemas generados en su vida familiar. La película es un canto a la dignidad de los perdedores, hecho desde la propia experiencia y el amor hacia los suyos. Los desheredados ha sido -junto a la restauración de El sol del membrillo de Victor Erice- la única película española seleccionada en Cannes, en este caso en la sección de cortos de la Semana de la crítica. Tal como sucedió el año pasado com Timecode de Juanjo Jiménez, la película se ha acabado imponiendo y ha sido premiada, poniendo en evidencia que algo importante pasa en el campo del cortometraje español. ÀNGEL QUINTANA

D’APRÈS UNE HISTORIE VRAIE (Roman Polanski). Fuera de competición

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La escritora Delphine de Vigan empieza su novela, D’après une histoire vraie con una constatación: “Unos días después de la aparición de mi último libro, dejé de escribir”. A partir de esta premisa la escritora, considerada como una de las figuras más representativas de la autoficción en la literatura francesa actual, construye un relato sobre el proceso de búsqueda de material personal que sea útil para llevar a cabo un proceso de fabulación que desemboque en una nueva autoficción. Toda la novela no es más que la búsqueda de la escritura interrumpida. Román Polanski -con la colaboración de Olivier Assayas como guionista- parte del material de Delphine de Vigan para construir una especie de thriller en torno a dos mujeres, un apartamento y una casa en el campo. La película lleva a cabo, como la novela, un proceso que se desarrolla en tres actos que tienen que ver con la seducción, la depresión y la traición. La seducción empieza cuando Delphine (Emmanuel Seigner) conoce a Elle (Eva Green) y ésta penetra en sus vidas. No hay ninguna relación sexual aparente sino una sensación de dominio. Parece como si Elle, una aprendiz de escritora, estuviera dispuesta a vampirizar a Delphine. Esta situación coincide con la depresión que vive la novelista cuando no encuentra una vía creativa para dar forma a su mundo y cuando ve que su vida a dejado de ser una ficción. A partir de este momento la vampirización se transformará en un juego de mutuos intereses. Elle será el pretexto para desarrollar la novela, mientras que Delphine será víctima de un juego de poder en el que la interacción puede tener consecuencias perversas. No en vano, estamos ante un universo vampirizado por Polanski para desplazarlo a su propio universo. D’après une histoire vraie es una película realizada con gran habilidad. El ritmo es vertiginoso, los juegos de poder funcionan y la tensión se pone de manifiesto a lo largo de una película en la que lo real da paso a lo imaginado, sin que queden excesivamente claras cuales son sus verdaderas fronteras. Polanski sabe perfectamente la baraja que tiene entre manos y está dispuesto a ganar, como sea, su partida. ÀNGEL QUINTANA

LAS HIJAS DE ABRIL (Michel Franco). Una cierta mirada

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Hace unos años, el cineasta mexicano Michel Franco fue premiado en la sección Una cierta mirada por Después de Lucía. El premio le abrió las puertas a la sección oficial con Chronic y le ha permitido regresar a la sección paralela con Las hijas de Abril, un drama interpretado por Emma Suárez. Franco es un cineasta que no ama a sus personajes. Generalmente son forzadamente perversos y en sus vidas todo atisbo de humanidad brilla por su ausencia. Las hijas de Abril tiene como protagonista una madre española, Abril, que viaja a Puerto Vallarta para estar con su hija de dieciséis años antes de que de a luz a una niña. La madre cuidará a su hija pero a partir de un momento determinado veremos como quiere adueñarse de la niña y del joven marido de su hija a quien convierte en amante. La historia perversa podría funcionar si Franco explorara la psicología de sus personajes, si mostrara sus contradicciones y fuera un poco más allá de la mirada plana con la que los describe. A final da la sensación de que los efectos del guion cuentan más que las intenciones de los personajes y todo acaba siendo un juguete perverso sin ninguna gracia. ÀNGEL QUINTANA

LA NOVIA DEL DESIERTO (Cécilia Atán y Valeria Pivato). Una cierta mirada

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Primer largometraje de dos realizadoras argentinas curtidas en la campo de las ayudantías de dirección y de las segundas unidades de prestigiosos títulos de la cinematografía de su país, La novia del desierto sigue los pasos de Teresa (magnífica y conmovedora Paulina García, esa excepcional actriz chilena), una mujer de 54 años que, tras haber trabajado toda su vida al servicio de una familia, debe aceptar ser traslada a una lejana ciudad y emprende por ello un largo viaje a través del desierto argentino. Itinerario geográfico y a la vez emocional, en la más asentada tradición de la road movie, que pone en contacto a la protagonista con un vendedor de mercadillo y con sensaciones que no solo nunca antes había experimentado, sino que tampoco se había permitido a sí misma. Se configura así una pequeña, pero sensible película, un retrato humano lleno de matices que no descubre ningún Mediterráneo fílmico, pero que se ve con gusto y que sabe graduar son precisión y honestidad la evolución interna del personaje. En definitiva, una ópera prima que hace de la humildad su mejor virtud y cuyas imágenes se cargan de una emocionante verdad interior. CARLOS F. HEREDERO

Teresa es una mujer madura que ha estado veinte años viviendo en Chile, cuidando una casa y convirtiendo el hijo de su patrón en su hijo adoptivo. Un día decide romper con su pasado y viajar hasta perderse en el desierto argentino. Durante su trayecto sufre un pequeño incidente, hecho que le lleva a conocer a un hombre de su edad apodado Gringo que vende ropa en los mercados ambulantes. La premisa inicial de esta opera prima es sencilla, a partir de unos personajes solitarios, atrapados en su mundo se describe una efímera y tierna historia de amor. Las dos directoras miran con cierta ternura a sus personajes, mientras establecen un trayecto por un espacio vacío en el que es posible llenar la plenitud de la ausencia. La película funciona como historia emotiva, pero se queda un poco corta. Está demasiado pendiente al desarrollo de su guion y a la posibilidad de buscar una cierta puesta en escena que rehuya de cierta convención. Una parte de su interés reside en el duelo interpretativo entre Paulina Garcia -la protagonista de Gloria– y Claudio Rissi. ÁNGEL QUINTANA

YOU WERE NEVER REALLY HERE (Lynne Ramsay). Sección official

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En You Were Never Really Here, Lynne Ramsay (adaptando el relato corto de Jonathan Ames) pone en escena la historia de un verdadero muerto viviente: esto es, alguien que está físicamente vivo, pero completamente desprovisto de toda pulsión vital. El protagonista es un mercenario llamado Joe (Joaquin Phoenix), violento y brutal, que debe salvar a una niña secuestrada y abusada sexualmente. Ramsay emula con su fragmentación del relato la psique igualmente descompuesta del personaje, y filma el maltrecho e inmenso cuerpo de Phoenix con una fisicidad capaz de traspasar la pantalla e incomodar al espectador. La linealidad aparece salpicada de breves flashbacks (alguno de ellos quizá lo más objetable del conjunto) y pequeñas elipsis que no solo ayudan al astillamiento de la narración, sino que confieren al protagonista un carácter irreal, como en las reiteradas veces en que esas omisiones o saltos escamotean al espectador el momento en que Phoenix franquea una puerta, como si, efectivamente, ‘nunca hubiera estado ahí’ tal como sugiere el título. Porque Joe es, a todos los efectos, un fantasma, un espectro que sigue adelante solo porque aún no se ha dado cuenta de que murió hace mucho tiempo. La cámara sí lo sabe, y de ahí nuestra fascinación al contemplarlo. JUANMA RUIZ

Todos recordamos alguna cosa de Taxi Driver. En ella había un hombre traumatizado por una guerra, una ciudad convertida en un estercolero nocturno, unas elecciones en la que los políticos prometÍan un mundo mejor y una niña que necesitaba ser rescatada del infierno. Este universo que estaba inspirado en Centauros del desierto y dio pie a películas como Hardcore: un mundo oculto, parece regresar de la mano de la directora escocesa Lynne Ramsay. El hombre está traumatizado por la guerra de Iraq, el senador ha perdido a su hija, el ex-soldado se internará en un universo nocturno poblado de desechos humanos y buscará la redención en el rescate de una joven. A priori esta revisitación inconfesa de Taxi Driver podría tener su gracia, y en algunos momentos la tiene. Joaquim Phoenix, investido de una cierta tendencia autosuicida, funciona como un auténtico despojo en medio de una jungla urbana llena de depredadores. No obstante hay un cierto manierismo en la puesta en escena que hace que la película acabe envuelta de una falsedad y de un claro efectismo. La película no cesa de mostrar y forzar su estilo y la puesta en escena acaba resultando excesivamente pretensiosa. Podríamos considerarla como una película de la misma familia que Good Time de los hermanos Sadfie, pero sin la vivacidad y la autonconsciencia indie de la primera. ÁNGEL QUINTANA

La nueva realización de la escocesa Lynne Ramsay toma como protagonista a un excombatiente empeñado en rescatar de las redes de la prostitución infantil a niñas que son víctimas de redes mafiosas y de la alta corrupción política. Su cámara sigue con notable fuerza expresiva a este hombre huraño y silencioso (apenas pronuncia unas cuantas frases en todo el relato), lacónico y brutal al mismo tiempo, casi una alimaña urbana que se mueve con fiera destreza y con salvaje violencia en su criminal afán justiciero. La alargada sombra del exmarine Travis Bckle y de Taxi Driver (Scorsese) gravita con claridad sobre este personaje que arrastra consigo graves traumas emocionales (en tanto que fue víctima también de malos tratos en su infancia), a la vez que introduce las vertientes más controvertidas y polémicas que sin duda tendrá que afrontar el film. La narración y la puesta en escena de Ramsay se muestran especialmente elípticas, tanto en la representación de la violencia como en la urdimbre de numerosos pasajes de la historia, pero la mayor fuerza de la película proviene de la intensidad y fisicidad con que las imágenes filman el rostro, el cuerpo y los movimientos de un magnifico Joaquin Phoenix (otro candidato más para el premio de interpretación) y de la propia caracterización del personaje: esa fiera despiadada que resulta tan amenazante como vulnerable en su más oscuro y terrorífico interior. CARLOS F. HEREDERO

CLOSENESS (Kantemir Balagov). Una cierta mirada

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Closeness nos sitúa en el norte del Cáucaso en 1998 en una comunidad en la que conviven judíos y cabardinos y cuya estructura social aún guarda reminiscencias tribales. Una joven pareja judía que acababa de prometerse es secuestrada y así como los padres de ella pueden asumir el rescate, los de él tienen serias dificultades para poder reunir la cantidad reclamada. En esa época este tipo de secuestros era muy habitual en la zona, de hecho la película de Kantemir Balagov (originario de allí) está basada en un suceso real. Hasta la región llegaban los ecos de la guerra ruso-chechena. De hecho, uno de los momentos más impactantes de la película es una fiesta juvenil en la que en la televisión están reproduciendo vídeos VHS en la que los rebeldes chechenos degollan a sus prisioneros rusos y arrojan sus cadáveres a los perros. Es de este clima de violencia del que quiere escapar Ilana, también de la estricta moral judía y, sobre todo, de las jerarquías familiares que anteponen siempre al hermano varón. Y cuando su hermano es secuestrado, Ilana será la moneda de cambio, no para los secuestradores, sino para que otra familia preste el dinero del rescate a cambio de un matrimonio pactado. Siempre es de aplaudir que una película se plantee conflictos morales cuya resolución no es cómoda: ¿el matrimonio forzado de una hija a cambio de la vida de un hijo? Mejor aún, que la respuesta sea contundente e imposibilite interpretaciones ambiguas. Y así es, pues Ilana lo resuelve por las bravas: pierde la virginidad y pone la prueba sobre la mesa donde se acuerda el matrimonio. Closeness está filmada en 1:1,37 para acentuar la opresión que sufren los personajes, particularmente Ilana (el título original ruso, Tesnota, significa precisamente eso: estrechez, opresión). Su gesto condenará a su familia, pero en cierto sentido también la liberará. JAIME PENA

IN THE FADE (AUS DEM NICHTS) (Fatih Akin). Sección oficial

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A veces parece como si la vieja memoria cinéfilia se hubiera desvanecido. Es por esto que no está de más recordar que en 1931, Fritz Lang rodó una película llamada M sobre el valor de la justicia. En ella había un asesino pederasta, una asociación de delincuentes que querían lincharlo y una policía incapaz de controlar la situación. No obstante, al final de la película aparecía la mano de un juez en el hombro del delincuente, evidenciando que toda venganza no tiene sentido, que la base de la democracia se encuentra en la ley y que a pesar de las deficiencias del sistema es preciso creer, aunque cueste, en la justicia. Ignoro si Fatih Akin, director alemán, es consciente del legado establecido hace años por su cine, pero después de ver In the Fade, es preciso reclamar la lección establecida en M de Fritz Lang, es preciso lamentar la existencia de esta insulsa película sobre la creación del odio mediante el terrorismo y sobre cómo la venganza interviene siempre como alternativa a la justicia.

El relato que cuenta In the Fade es muy simple. Una mujer alemana casada con un joven turco adicto a las drogas vive con su hijo en Hamburgo. Un día su pretendida vida feliz es alterada por un atentado terrorista. El marido y el hijo fallecen. A partir de este momento, la película describe el trayecto que va del dolor al odio. Existe un juicio pero no se resuelve la cuestión, el dilema final es continuar creyendo -como Fritz Lang- en el poder de la justicia o pensar en la venganza. Fatih Akin establece el debate pero lo conduce hacia lo más elemental y primario, sin tomar conciencia de que In the Fade no solo justifica la venganza sino también la escalada de odio. Los asesinos no pertenecen a ninguna asociación islámica si no a la ultraderecha europea, al grupo griego Alba Dorada. La venganza genera una encrucijada de odios. In the Fade es una película que irrita no solo por la alternativa que ofrece sino porque detrás de ella existe una pretendida vocación de escándalo y debate. Akin parece haber hecho una película efectista sobre el odio que genera el terrorismo. El efectismo y la simplicidad de los personajes le permitirá llenar los cines, pero detrás del supuesto negocio comercial de la película siempre habrá un gran gesto de responsabilidad. No olvidemos, ¡regresemos a Fritz Lang! ÀNGEL QUINTANA

Inspirada por el impacto que le produjo al realizador turco algunos de los asesinatos cometidos en Alemania de personas de esta nacionalidad, perpetrados por un grupúsculo nazi, In the Fade fabula libremente un caso equivalente y trata de acercarse, según el propio director, al perfil de thriller político de Costa Gavras. Por desgracia, lo que Fatih Akin toma de su modelo es solo la mecánica narrativa más superficial, que además traslada con una flagrante carencia de rigor en la construcción del guion (todo lo relacionado con la manera que tiene la protagonista –esposa y madre de las dos víctimas– de contactar en Grecia con los asesinos es tan endeble, tan caprichoso y tan poco trabajado que produce casi vergüenza ajena) y con un esquematismo moral que predetermina rígidamente su dramaturgia. De ahí que todo desemboque finalmente en un relato de venganza que, tal y como se ha filmado, parece propugnar el ojo por ojo y diente por diente al margen de toda responsabilidad democrática y de toda confianza en la acción y en los procedimientos legales de la justicia. Por ello, In the fade no es solo una película endeble y convencional hasta el sonrojo, sino también un discurso harto peligroso que haría morirse de vergüenza al Fritz Lang de M, pero también al de Furia, al Clint Eastwood de Mystic River y Ejecución inminente o al Tim Robbins de Pena de muerte. Esencialmente, un film demagógico. CARLOS F. HEREDERO

L’AMANT DOUBLE (François Ozon). Sección oficial

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Adaptación de la novela Lives of the Twins, de la escritora norteamericana Joyce Carol Oates, la nueva realización del prolífico François Ozon (otro director que siempre encuentra un hueco en Cannes haga lo que haga) es un thriller de alto voltaje erótico que se mueve a medio camino entre Inseparables (Cronenberg) y Doble cuerpo (De Palma) y que finalmente amenaza con acercarse a Alien (Ridley Scott). Así de esquizofrénica se muestra la historia de una hermosa joven atrapada en el peligroso juego establecido entre dos hermanos gemelos y atraída alternativamente por ambos. Ozon despliega no pocas ideas de puesta en escena (el juego con los espejos, las simetrías espaciales, los escenarios del museo, los encuadres que se desdoblan, etc.) para potenciar visualmente un desarrollo mucho más errático de lo que puede parecer por mucho que el film se zambulla con toda deliberación en el territorio del cine fantástico para articular, dentro de sus códigos, sus mayores y más truculentos golpes de efecto. Se entenderá entonces que esta no sea, precisamente, la película más sutil de su autor, pues recurre sin tapujos a recursos de brocha gorda y de grosera evidencia. Parece destinada a convertirse en carne de debate para los aficionados al género, pero se trata de un evidente paso atrás respecto al anterior título de su director (Frantz). CARLOS F. HEREDERO

En el cine actual cada vez es más complicado jugar en la franja del llamado ‘cine del medio’. Cuesta mucho situarse en ese cine que no forma parte de las grandes producciones que quieren conquistar el sueño americano o de ese cine de autor que busca su legitimación en los festivales. François Ozon es para el cine francés el cineasta del medio por excelencia. No es un autor en el sentido fuerte del término, pero tampoco es un gestor de grandes producciones internacionales, sin embargo es alguien que juega sus cartas con eficiencia. Ozon es reclamado por los grandes festivales y, de vez en cuando, puede ganar algún Cesar. Su cine es rentable en taquilla porque el cineasta saber jugar la carta de los diferentes géneros a partir del reciclaje de variadas formulas. Sus películas nunca seducen pero tampoco irritan.

Si partimos de esta idea, podemos considerar L’Amant double como una especie de operación comercial destinada a prolongar el impacto que el año pasado tuvo en el cine francés Elle de Paul Verhoeven. Ozon juega las cartas de un thriller tórrido con grandes dosis de erotismo y de manual de psicoanálisis. Una mujer con problemas psicológicos acude a su psicoanalista y empieza una especie de delirio interior que la llevará a acostarse con su médico y con el hermano gemelo de éste que encarna el lado oscuro. Situada en una esfera mental, marcada por numerosos golpes de efecto y alguna escena de sexo singular. El resultado es una mezcla de referencias variopintas con las que intenta llevar a cabo múltiples guiños cinéfilos. En L’Amant double planea la sombra de Hitchcock pero aparece como una referencia muy lejana, casi perdida en tiempos pretéritos. Ozon está más cerca del cine de Brian de Palma más extremo –Raising Cain y Passion– pero no se olvida de Paul Verhoeven, Román Polanski e incluso de David Cronemberg, cuya referencia a Inseparables es más que inevitable. Las operación reciclaje no son ajenas a ese cine del medio de Ozon. Una película como Franz, a parte de reciclar a Lubitsch, intentaba mimetizar Jules y Jim de Truffaut y otros ejemplos. En esta ocasión es una película fría, excesivamente elaborada que apuesta sobre seguro, pero que como una parte significativa de su cine, nunca acaba de arrancar el vuelo. ÁNGEL QUINTANA

GOOD TIME (Benny Safdie y Josh Safdie). Sección oficial

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Con la energía anfetamínica de un thriller movido por dosis ingentes de adrenalina, la nueva realización de los hermanos Safdie se sumerge en los espacios urbanos y nocturnos de Nueva York para contar la odisea que vive Connie (un excelente Robert Pattinson) a fin de liberar y proteger a su hermano, encarcelado tras el fallido atraco que ambos protagonizan al comienzo del relato. Una cámara nerviosa que se acerca a los rostros y a los cuerpos de los personajes de manera obsesiva, una fotografía que juega siempre al límite con la luz y con los colores, y un montaje que confiere un ritmo infernal a la narración configuran de manera determinante la naturaleza dinámica y extraordinariamente física de una película que encuentra en esos territorios sus mejores aportaciones. No hay mucho más allá dentro de la propuesta, por más que algunos la hayan saludado como un indudable soplo de aire fresco en medio de un festival congestionado de pretensiones y de solemnidades más bien huecas en muchos casos. De ahí que si la película se contempla como lo que realmente es (una enérgica muestra de cine de género) se pueda disfrutar plenamente sin ningún prejuicio. CARLOS F. HEREDERO

Hace un par de años los hermanos Safdie estrenaron, después de haber triunfado en el cine independiente, Heavens Knows What, una película sobre el submundo infernal de los adictos a la heroÍna en el Upper Up Side de Nueva York. Después de haber rodado una serie de películas discretas, los cineastas encontraron la vía para penetrar en el corazón del infierno y convertir la pantalla en un territorio espectral marcado por la presencia de lo miserable. Good Time es un paso más en la carrera de los cineastas. Se trata de una producción más ambiciosa, con Robert Pattinson y Jenifer Jason Leigh en su casting, en la que no abandonan ninguno de los principios fundamentales de su obra anterior para llevarla hacia el terreno de la ficción. La historia que cuenta Good Time es simple. Dos hermanos intentan llevar a cabo un robo y les sale mal. Uno de ellos va a parar a un hospital carcelario y el otro intenta liberarlo para sobrevivir juntos. La estructura podría dar pie a un cine convencional pero lo que menos interesa a los hermanos Sadfie es la historia que cuentan, lo que importa es el tono utilizado, la forma como la pantalla puede convertirse en ese marco espectral que conduce directamente hacia las puertas del infierno, pasando previamente por la locura.

Good Time funciona como un apabullante juego estilístico que parte de cierta visión miserabilista de Nueva York para ir de forma progresiva hacia una especie de gran guiñol, de juego de máscaras que queda perfectamente anunciado en las primeras escenas. Durante el atraco al banco, los personajes poseen el rostro cubierto de máscaras, durante la película su rostro está lleno de moratones y golpes poniendo en evidencia una cierta deformación de lo físico. Este aire ‘gran guiñolesco’ también marca el espacio nocturno por donde avanzan los personajes hasta acabar perdiéndose entre las atracciones del decorado de Adventureland. Los hermano Sadfie se acercan a los personajes pero su intención no es la de acariciarlos, sino de golpearlos con una cámara que de forma progresiva se desplaza hacia un entorno nihilista en el que no existe ni humanidad, ni redención. El delirio visual de Good Time parece acabar abrazando una cierta tendencia de cierto cine americano en el que a partir del exceso formal se abren diferentes puertas hacia la pesadilla americana. En el horizonte no está demasiado lejos Spring Breakers de Harmory Corine. ÁNGEL QUINTANA

Una huida hacia adelante sin miramientos: eso es Good Time, de los hermanos Safdie. La película sigue a Connie (Robert Pattinson) en su adrenalínica carrera para escapar de la policía y rescatar al mismo tiempo a su hermano preso. Sin piruetas ni excesos, la película ofrece ante todo esa rara mezcla entre un ritmo endiablado y una narración clara, de buena caligrafía visual: la estilizadadísima fotografía de sus pasajes nocturnos, el montaje vibrante y el empleo de la música confieren a Good Time una energía arrolladora y un punto de viaje lisérgico. La interpretación de Robert Pattinson resulta de todo punto esencial para que el cóctel funcione, y la secuencia que cierra el film, centrada en el hermano interpretado por Benny Safdie mientras se suceden los títulos finales, pone un broche de inesperado punch emocional. No es, ni de lejos, lo mejor que ha ofrecido esta edición de Cannes, pero puede situarse con orgullo entre el grupo de las propuestas inequívocamente atractivas del festival. JUANMA RUIZ

12 JOURS (Raymond Depardon). Proyección especial

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No es la primera vez que el cineasta francés Raymond Depardon se interesa por los problemas de la psiquiatría y de la salud mental (Urgences, 1987; San Clemente, 1980) y ahora entra con su cámara de penetrante documentalista en el Hospital de Vinatier, en Lyon, donde se valoran los ingresos psiquiátricos sin consentimiento (92.000 al año en toda Francia; 250 por día) por parte de un tribunal que debe decidir si mantiene o no el internamiento de los enfermos más allá de los doce días que permite la ley, pasados los cuales un tribunal debe pronunciarse al respecto. Depardon filmó un total de 72 audiencias, de las cuales quedan diez en la película, donde el paciente, acompañado de su abogado, se enfrenta a la decisión de un juez que debe valorar el informe médico. Filmado con tres cámaras (una para el paciente, otra para el magistrado y otra para el plano general), el documental muestra de manera equidistante al enfermo y al juez sin imponer un punto de vista y dejando que el espectador se forme su propia opinión. Emergen así los relatos a veces conmovedores de unos enfermos que se ponen en escena a sí mismos para conseguir la libertad a la que aspiran, todo ello mostrado con la sobriedad y el rigor habituales en Depardon. El resultado está lejos de ser su mejor película, pero su interés humano y sociológico es más que notable. CARLOS F. HEREDERO

Raymond Depardon estableció un dispositivo fuerte para filmar juicios y retratar el funcionamiento de las instituciones. Hace unos años dedicó dos largometrajes a la institución psiquiátrica, San Clemente y Urgences. En 12 jours vuelve a la institución pero su interés no es tanto la cuestión médica sino la relación que se establece entre medicina, justicia e internamiento. El punto de partida es la existencia de una ley establecida en Francia que dictamina que después de doce días de internamiento en cualquier institución psiquiátrica, el enfermo debe presentarse ante la justicia para examinar su dossier y ver si debe seguir el tratamiento. Estos juicios rápidos en los que el paciente aparece acompañado de un abogado tienen muchas veces un efecto marcadamente protocolario y en muy pocas ocasiones el juez va a dictaminar al margen de la decisión médica. Depardon filma este protocolo de forma parecida a como ha filmado otros protocolos judiciales como en Delits fragants. El paciente -desde el anonimato- cuenta su vida, las condiciones que lo han llevado al hospital y muestra su deseo de evasión. Ante el poder del juez surge la tensión, pero también cierta representación encaminada a mostrar su deseo de cambio. La justicia escucha pero actúa al margen de cualquier sentimiento. Depardon retrata una serie de casos reales con cierta fuerza, pero cualquier espectador que haya seguido la carrera del cineasta, encontrará como su mirada es más plácida. La cámara no está siempre manteniendo un punto de vista, utiliza primeros planos de aproximación y rueda planos/contraplanos con dos cámaras mientras los interludios por el centro psiquiátrico están acompañados de la música de Alexander Desplat. El cineasta mantiene su lucidez respecto a su mirada institucional, pero su cine parece perder algo de su fuerte coherencia interna. ÁNGEL QUINTANA

PATTY CAKE$ (Geremy Jasper). Quincena de los realizadores – Clausura

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La cinta escogida para cerrar la Quincena es un crowd pleaser que cumple con todos y cada uno de los clichés que se esperan de ella. A partir de la historia de Patricia, una adolescente que sueña con triunfar en el mundo del rap, Patty Cake$ construye su relato sobre tópicos sin un asomo de subversión. Parece una película de John Carney sin el magnetismo de este; y a diferencia de Carney, aquí el director parece no confiar lo suficiente en su material musical de base: mientras sus personajes defienden el hip-hop como forma artística, Jasper recurre reiteradamente a otros estilos cuando pretende extraer un plus de emoción a sus escenas. Más allá de alguna idea afortunada (la abuela de Patricia como integrante del grupo) y de una actriz protagonista (Danielle MacDonald) que defiende su papel con destreza y carisma, el desarrollo de Patty Cake$ es descorazonadoramente rutinario, incluso para un subgénero al que se le puede presuponer (y hasta perdonar) un cierto carácter formulaico. JUANMA RUIZ

TWIN PEAKS (David Lynch). Fuera de competición

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Nadie niega que hace veinticinco años se produjo una revolución en el universo audiovisual llamada Twin Peaks. Las series dejaron de ser lo que eran y empezaron a madurar. Mientras, el cine empezó a mirar hacia otro lado. Hoy, coincidiendo con la tercera temporada de Twin Peaks y, después de visionar los dos primeros episodios en pantalla grande, es evidente que con la serie se nos proporciona el privilegio de poder asistir a una segunda revolución. Que nadie se engañe, no estamos ante una serie, ni ante una película, ni ante una instalación sino ante un producto audiovisual que desafía toda categorización en un momento en el que el propio sistema vive un curioso proceso de deslocalización.

La tercera temporada de Twin Peaks aparece después de 25 años del estreno de la serie original y después de diez años en los que David Lynch ha asumido un curioso silencio creativo. Durante este tiempo retomó sus trabajos plásticos y llevó a cabo un proceso de viaje místico personal. En los quince años anteriores, sin embargo, el cine de Lynch empezó a llevar a cabo un proceso de transformación basado en la búsqueda de nuevas pistas y en la materialización de un proceso continuo de disolución del relato. En sus obras la pantalla se transformaba en una especie de laberinto lleno de múltiples pistas en el que la cuestión esencial ya no residía ni en ver lo que pasaría después, ni en preguntarse qué había en las imágenes mostradas, si no en investigar qué es lo que realmente esconden las imágenes. Todo este proceso que culminó en una obra tan singular y radical como Inland Empire, tuvo su punto de partida en la segunda temporada de Twin Peaks en el momento en el que la cuestión ya no era saber quien mató a Laura Palmer, sino la de cómo es posible avanzar por el laberinto.

La tercera temporada de Twin Peaks nace del laberinto, de una concepción de la imagen en la que el relato aparece fragmentado a pedazos, sin que haya posibilidad de poder llegar a ensamblar sus partes. Hay un asesinato horroroso pero el cuerpo de la víctima tiene el aspecto de una figura sacada de una figura de Francis Bacon, existe Bob -el alter ego del agente Cooper- que actúa como un ángel exterminador, pero su trayecto está lleno de falsas pistas como si en vez de un personaje fuera una bestia infernal. Junto a todos estos elementos está la habitación roja, con su inconfundible tapizado, situada en otro lugar, en un no espacio por el que lo material da paso a lo espectral. Twin Peaks no es más que una especie de propuesta de viaje al interior de una auténtica cámara de los horrores, un desplazamiento por un no lugar en el que lo espectral acaba desafiando la lógica de la razón que imprime una parte esencial de los guiones televisivos. En Twin Peaks no puede haber ni spoilers, ni cliffhangers porque todas las convenciones del medio están dilapidadas para concebir una serie en la que lo esencial es la capacidad atmosférica de las imágenes, la capacidad que tienen las imágenes para poder perturbar al espectador. En un momento en el que la televisión ha minimizado la figura del cineasta/artista surge David Lynch para advertirnos que el cine -y la televisión- son un medio de expresión basado en la fuerza de las imágenes. En su apuesta hay un desafío radical. El espectador puede sumergirse durante unos cuantos días en un viaje de dieciocho horas sin necesidad de buscar ningún punto de apoyo. La seducción de Lynch es la seducción de lo visual, es la materialización de un encuentro entre la vanguardia artística y la cultura popular. El reto es descomunal. ÁNGEL QUINTANA

Tras un cliffhanger de 27 años, regresó Twin Peaks. Y tras más de una década desde Inland Empire (2006) regresó David Lynch, que desde entonces solo había realizado piezas cortas de distinta índole. Dejando a un lado la inexplicable decisión del festival de ubicar la proyección cuatro días después de la emisión televisiva de estos episodios; y la no menos inexplicable de exhibir solo dos capítulos de los cuatro que ya están disponibles en EE UU, el resultado es de una absoluta magnificencia: Lynch y su coguionista Mark Frost cogen de nuevo las riendas de su historia como si nunca se hubieran ido, o más bien como si todo este impasse de un cuarto de siglo hubiera estado planificado desde el principio. Retomando cabos sueltos argumentales, lugares y personajes de su seminal teleserie, Lynch expande el radio de acción de aquella, y se escapa a distintas ubicaciones norteamericanas para abrir nuevas vías de exploración de su universo. Y lo hace con una pasmosa naturalidad, sin grandes aspavientos ni estridencias ni guiños para fans. Al contrario, lo que despliega el cineasta en este episodio doble parece una síntesis de toda su obra anterior, desde Cabeza borradora (excelente el modo en que recurre a la iconografía de aquella para crear un personaje que pueda suplir la ausencia de Michael J. Anderson en el reparto) hasta Inland Empire, pasando por Carretera perdida y Mulholland Drive (especialmente en las escenas de Nueva York y Las Vegas). No se inhibe a la hora de dinamitar las convenciones narrativas hasta un punto en que ni siquiera la serie original se atrevió a hacer (salvo en aquel último capítulo en el que sus creadores sabían que ya no tenían nada que perder), y despeja así de inmediato cualquier posible duda sobre el grado de libertad creativa del tándem Lynch/Frost. La simbiosis de ambos funciona como en los mejores momentos del Twin Peaks de los noventa, permitiendo imaginar a Frost como impulsor de la vertiente más argumental y a Lynch como el artífice de lo sensorial. Tanto la imagen como, muy especialmente, el diseño sonoro (del que se ha encargado personalmente el director) ofrecen texturas puramente lynchianas, y no existe ninguna concesión ni asidero para el espectador, salvo los posibles vínculos con la mitología establecida en aquellas dos primeras temporadas y en el largometraje Twin Peaks: fuego, camina conmigo. Casi tres décadas después, David Lynch ha vuelto a reventar la mesa de juego de la ficción televisiva. Pero esta vez es difícil imaginar a muchos creadores siguiendo, como entonces, el sendero que él ha abierto. JUANMA RUIZ

BUSHWICK (Jonathan Milott y Cary Murnion). Quincena de los realizadores

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Una nueva película de Netflix en este festival, Bushwick es una historia de invasión militar en una barriada de Nueva York. Los directores filman casi íntegramente en un plano secuencia (trucado) que rompen de manera arbitraria transcurridos dos tercios del metraje para introducir un puñado de planos que no aportan nada al relato, volviendo luego a una imagen sin cortes hasta el final. Y este ejemplo podría resumir perfectamente la impresión de aleatoriedad que deja la película, que no parece tener detrás otra concepción cinematográfica que no sea la del efectismo. Por su planteamiento formal puede recordar por momentos a Monstruoso (Matt Reeves), en cuanto a que ambas son el relato de supervivencia de sus protagonistas, plasmado en una imagen que transmite una sensación de ‘directo’. Y, como en aquella, el enemigo aquí es algo apenas entrevisto, casi siempre fuera de cuadro. En ese sentido el film aprovecha bien la cámara en movimiento y la decisión del plano continuo. Pero sus personajes resultan endebles, su articulación narrativa ciertamente torpe y su desenlace, anticlimático. Por si esto fuera poco, su discurso respecto a las armas es, en el mejor de los casos, cuestionable… así, para cuando llegan sus créditos finales, Bushwick amenaza con convertirse en la primera razón de peso a favor de la batalla de Cannes contra Netflix. JUANMA RUIZ

A FÁBRICA DE NADA (Pedro Pinho). Quincena de los realizadores

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En Portugal se conoce como gobierno de la “jeringonza” a la política llevada a cabo por el socialista Antonio Costa orientada a establecer pactos con la izquierda comunista y los antisistema para orientar al país hacia nuevas políticas de producción que transformen los efectos de la crisis. El nombre de “jeringonza” se refiere a que la nueva política de izquierdas es como una máquina vieja que, a pesar de todo funciona. A fábrica de nada de Pedro Pinho es una reflexión sobre la caída de la industrialización del país y sobre el establecimiento de nuevos valores políticos para subsanar los efectos de la crisis. La acción se sitúa a principios de la crisis cuando, una noche, los trabajadores de una fábrica de ascensores descubren que la dirección de la empresa quiere desmantelar las máquinas para llevar a cabo un proceso de deslocalización de la producción. Los trabajadores se resisten a dejar sus puestos y a pesar de estar sin trabajo deciden luchar para buscar alternativas.

Tal como indica uno de sus personajes, A fábrica de nada es como una comedia musical neorrealista. La película empieza como una obra de debate sobre el futuro de la izquierda, la función de la clase trabajadora en la sociedad actual, el papel de la crisis como factor que elimina a los obreros y sobre las alternativas ficticias de la autogestión. Pinho se inspira en el proceso de autogestión obrera llevada a cabo por una fábrica de ascensores de Lisboa entre 1975 y 2016. El debate es omnipresente pero Pedro Pinho huye de toda retórica para establecer un juego que va del debate político al musical para acabar estableciendo una especie de canto al espíritu colectivo en una época dominada por el espíritu individualista. Un joven obrero canta desde el escenario de un grupo punk contra el malestar del capitalismo y pocos momentos después los obreros empiezan a llevar a cabo diferentes coreografías sobre el sueño de poder autogestionar su empresa y salir del pozo donde se encuentran. Rodada con actores no profesionales, con un sentido de libertad absoluta, A fábrica de nada acaba imponiéndose como una reflexión sobre qué pasa cuando los conceptos de derecha e izquierda han sido substituidos por la dialéctica sistema/antisistema y cómo a pesar de todo se puede llegar a sobrevivir en un mundo nuevo recuperando los retos arqueológicos de los viejos debates del pasado. En su libertad de tono existe algo que nos traslada al primer cine de Miguel Gomes, especialmente a la maravillosa Aquel querido mes de agosto, a pesar de que en este caso el discurso es marcadamente político. En un momento en que cierta prensa no cesa de entonar la cansina canción de que ‘cualquier Cannes pasado fue mejor’, resulta interesante ver como el festival aún puede ser un espacio para el descubrimiento. A fábrica de nada es una de las películas más importantes y sorprendentes de este festival. Su fuerza no tiene nada que ver con los intereses mediáticos, ni con el glamour. Pedro Pinho triunfa mostrando un grupo de obreros que cantan y bailan para conquistar la felicidad en un mundo que ha dejado de ser mundo. Una lección de cine que demuestra que, a pesar de la crisis y del ensimismamiento, al cine europeo siempre le quedará Portugal. ÁNGEL QUINTANA

Cuando empezaban a desvanecerse las esperanzas de que este año apareciera una verdadera gran obra en Cannes, A fábrica de nada ha venido a coronarse in extremis como la gran revelación del festival. A lo largo de tres horas, la cámara de Pedro Pinho se erige en cronista de la historia de un grupo de trabajadores que se rebelan ante el inminente cierre de su fábrica. Relato de elaboradísima ficción a partir de una base documental, con actores que (por tercera vez en esta Quincena) se interpretan a sí mismos y un deje de utopía marxista, el film de Pinho es un ejercicio libérrimo que supone toda una reivindicación proletaria, consiguiendo una honestidad en sus imágenes que ni siquiera se diluye en los momentos más humorísticos (la escena de los avestruces destila una comicidad digna de los patos del Five de Kiarostami) o en las rupturas tonales, estructurales y formales a las que el director va sometiendo a la película más y más a medida que avanza. La introducción de un personaje que ejerce de trasunto del cineasta es otro de sus brillantes hallazgos, sobre todo por la indefinición que lo rodea (no importa quién es o qué hace allí, no está muy claro de dónde sale, y transita una fina línea entre la diégesis y la realidad), e incluso se permite algún gag metanarrativo que, aunque superficial en apariencia, pone de relieve la cualidad lúdica del experimento. El drama social en el Portugal de la crisis como un elaboradísimo circo de tres pistas que exprime al máximo las posibilidades del medio cinematográfico. JUANMA RUIZ

Producido por Terratreme, un grupo de cineastas comprometidos con la militancia obrera y con el trabajo fílmico colectivo, A fábrica de nada está expresamente firmada como ‘una película de’ todos sus integrantes (Joao Matos, Leonor Noivo, Luisa Homem, Pedro Pinho y Tiago Hespanta) y realizada por Pedro Pinho. Su muy largo metraje (tres horas) da cabida no solo a un relato (la reconstrucción de cómo un grupo de obreros de una fábrica de ascensores toma el control de la fábrica, se enfrenta a la compleja realidad del desmantelamiento industrial de la vieja Europa en aras de la globalización y finalmente decide plantearse la autogestión), sino también a un amplio dispositivo de debates en torno al sentido de la lucha obrera frente a los recursos propios del capitalismo, a la propia naturaleza de este, las condiciones del trabajo, los viejos y hoy arrinconados conceptos de la lucha de clases, de la plusvalía y de la explotación de la fuerza de trabajo, las nuevas formas de la actual crisis económica, el empobrecimiento de las clases humildes, las contradicciones que hacen presa en ellas o la dialéctica entre necesidades individuales y lucha solidaria. Un ambicioso programa, en definitiva, que Pedro Pinho y sus compañeros afrontan con una libertad formal envidiable para dar a la luz la película más original, sorprendente, viva y necesaria de todo el festival.

Un torbellino de vitalidad se opone y triunfa aquí sobre cualquier tentación de autocomplacencia nostálgica, a la vez que una mirada honesta se abre paso frente a la siempre agradecida (y tantas veces tramposa) lógica de la requisitoria ideológica predeterminada. Muy pocas otras veces, sin embargo, las imágenes cinematográficas han abierto sus puertas con tanta generosidad y sin falsas coartadas al debate político y a la presencia –con sus cuerpos, sus emociones, sus dudas y sus miedos— de los obreros y del mundo del trabajo. Inspirada por una obra de teatro precedente, interpretada por actores no profesionales procedentes de las barriadas obreras de Lisboa y filmada en 16 mm durante cuatro meses, a los que siguieron dieciocho meses de montaje, la película pone en todo momento su cámara al servicio de unos personajes y unos escenarios que cobran vida y que palpitan en sus fotogramas con una autenticidad pocas veces vista en la pantalla.

Hija simultánea de Straub y Huillet, del Miguel Gomes de Las mil y una noches (2015), del Joaquín Jordá de Numax presenta (1980), del Jacques Demy de Una habitación en la ciudad (1982) e incluso del Nanni Moretti de Abril (1998), esta película sobre una fábrica en la que no se fabrica nada (víctima de ese “estado de excepción permanente” que el capitalismo financiero ha impuesto a la producción industrial y a las condiciones laborales de los obreros (para decirlo con palabras utilizadas en el film) ha ofrecido en Cannes uno de esos pocos y deslumbrantes hallazgos que solo se dan cada mucho tiempo y que nos permiten seguir confiando en la capacidad de los cineastas más libres para dialogar críticamente con su propio tiempo sin renunciar a la inventiva cinematográfica y sin rendir sus armas a los discursos más integrados. Insumisa, reflexiva, divertida y combativa como pocas, A fabrica de nada nos interpela a todos con su lucidez provocativa y con su infinita audacia. CARLOS F. HEREDERO

JEUNE FEMME (Léonor Serraille). Una cierta mirada

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Hace unos meses la revista Cahiers du cinéma dedicaba un número monográfico a la excentricidad en el cine francés. La tesis central consistía en reivindicar un modelo de cine que tanto a nivel interpretativo como a nivel de puesta en escena muestra una clara voluntad de romper con el naturalismo a partir de múltiples formas de plantear hipotéticas salidas de tono. Jeune femme, la ópera prima de Léonor Serraille, es una película excéntrica sobre todo por el modo como el histerismo de su protagonista -Laetitia Dosch- está omnipresente hasta el punto de poder llegar a provocar un ataque de nervios al espectador. Jeune femme es sobre todo un ejercicio interpretativo que empieza con un ritmo acelerado en el que una chica que ha perdido el trabajo, la pareja, su madre y que vive sola, afirma de forma contundente que odia Paris y Francia. A lo largo de hora y media la película mostrará cómo de forma progresiva, gracias a diferentes circunstancias vitales, la chica sale del histerismo para empezar a humanizarse, a reencontrar cierta calma a partir de un reencuentro con si misma. A lo largo de la película encontrará todo aquello que echaba en falta, lo volverá a poner en crisis y acabará admitiendo que a pasar de todo siempre existe la melancolía por aquello que nunca hemos podido llegar a ser en la vida. La película funciona como ejercicio de estilo pero también puede crear algún cortocircuito a algunos espectadores despistados que crean que la única interpretación posible es el naturalismo plano de cierta escuela interpretativa. ÀNGEL QUINTANA

DEMONS IN PARADISE (Jude Ratnam). Proyecciones especiales

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Hace dos años, Jacques Audiard ganó la Palma de Oro con Deephan una película en la que hablaba de la emigración de los Tamiles de Sri Lanka en Francia. A Audiard no le interesaba contar la historia del país, sino realizar un thriller a partir de la presencia del otro en la banlieue parisina. Demons in Paradise es la antítesis. Estamos ante un documental realizado por Jude Ratnam, un documentalista de origen Tamil emigrado a Canadá que decide volver a su país para contarnos alguna cosa de su situación y recuperar la memoria perdida. Jude Ratman nos desplaza hasta principios de los ochenta cuando se produjo un proceso de aniquilación de la identidad tamil por parte de las castas gobernantes cingalesas. El idioma Tamil fue prohibido, todo signo de su cultura fue aniquilado y estalló una guerra civil que acabó afectando a una parte de la población civil. Ratman, que fue salvado cuando era niño, vuelve a los lugares de la contienda para comprender, para encontrar los demonios escondidos tras la realidad de su país, mientras es consciente de que para sobrevivir tuvo que abandonar algo de sus propios principios identitarios. Rodada como un viaje a los espacios de la memoria, la película teje los diferentes encuentros con algunas víctimas que recuerdan el lado obscuro de la historia de un país y el intento de aniquilación de un pueblo. ÀNGEL QUINTANA

EN ATTENDANT LES HIRONDELLES (Karim Moussaoui). Una cierta mirada

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Estamos en Argelia, en la época actual. El pasado del terrorismo parece lejano y el país parece vivir en una especie de calma tensa. Karim Moussaoui decide mostrarnos un tríptico sobre algunos aspectos de la vida interna del país. Un viejo empresario sueña con la posibilidad de conseguir una inversión para llevar a cabo un centro médico pero un día por la noche, a consecuencia de una avería en el coche, acaba presenciando unos oscuros incidentes. El viejo calla porque vive bajo la ley del silencio. Una familia ha contratado un joven chófer, empleado de la empresa del viejo protagonista del primer relato, para realizar un desplazamiento por el país, el padre sufre una intoxicación y la chica establece una relación con el joven. La pareja de clase social y extractos diferentes saben que su amor está prohibido en un país en el que los matrimonios aún son de conveniencia. Un médico recibe el aviso de que una mujer se ha instalado sola en un barracón y que no quiere salir al exterior. La mujer vive apesadumbrada por el dolor, la violación y por la tortura llevada a cabo hace unos años por un grupo terrorista. Con ella vive un niño que no habla. El médico que está a punto de casarse debe asumir su responsabilidad ante los hechos. En attendant les hirondelles es una sorprendente ópera prima, no únicamente por el mosaico que intenta describir sobre el país, sino por el modo como teje los relatos a partir de situaciones mínimas o la estilización de una puesta en escena que en determinados momentos establece curiosas rupturas de tono y transiciones, sin llegar a forzar la mecánica del relato. ÀNGEL QUINTANA

LA FAMILIA (Gustavo Rondón Córdova). Semana de la Crítica


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El cine latinoamericano en la Semana de la Crítica se debate inevitablemente entre la memoria de la dictadura (Los perros) y el violencia urbana. La familia pertenece a este último grupo, al presentarnos a un chico de doce años, Pedro (Reggie Reyes) que se ve involucrado en una pelea a resultas de la cual su oponente muere. Que haya sido en defensa propia no impedirá que la vida de Pedro corra peligro a partir de ese momento, pues la venganza es inevitable según la ley no escrita que rige en los suburbios de Caracas. La violencia está omnipresente en el gran bloque de viviendas en el que habita el chico y se manifiesta incluso en los actos más infantiles (la escena inicial cuando Pedro juega con sus amigos al frontón). Será entonces el padre de Pedro, Andrés (Giovanni García), quien tenga que rescatarlo de ese ambiente y arrastrarlo, literalmente, fuera de ese entorno en el que su vida tendría los días contados. Sin que la amenaza se haga evidente en ningún momento, la impresión es que el círculo se estrecha mientras Andrés se lleva a Pedro para que lo acompañe en sus distintos trabajos, cada vez más lejos de la ciudad, hasta algún lugar donde podrán reiniciar su vida. Conocedor de sus limitaciones, Rondón Córdova narra esta historia con solvencia, pero la sensación es de puro déjà vu: esta película ya la hemos visto antes, no sabemos si procedente de Colombia, Bolivia, Ecuador, Perú o Venezuela. JAIME PENA

A GENTLE CREATURE (Sergei Loznitsa). Sección oficial

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La película más enigmática y menos vista de Robert Bresson se titula Una mujer dulce y muestra una mujer saltando por la ventana. A Gentle Creature, de Sergei Loznitsa, no tiene ningún contacto con esa película y se sitúa incluso en sus antípodas. La sequedad bresssoniana da paso al exceso absoluto y a una deriva infernal que desemboca hacia lo onírico. Estamos en un no-tiempo y no-lugar situado en la Rusia profunda. Una mujer quiere visitar a su marido acusado de asesinato y encarcelado en algún lugar del régimen. Durante el trayecto la mujer lleva a cabo un viaje por la Rusia profunda, mientras se van cerrando todas sus puertas. La construcción de la película parece un relato kafkiano en el que la lógica se va rompiendo dando paso a una descripción de la basura presente en la sociedad. Loznitsa es un cineasta que no cree en la humanidad y que ve el mundo como un auténtico estercolero lleno de ratas. Hay un cierto estilo visual y sobretodo sonoro, pero tanto miserabilismo acaba convirtiendo la película en una auténtica pesadilla. ÁNGEL QUINTANA

En una Rusia que se diría intemporal, una joven recibe de vuelta el paquete de alimentos que ha enviado a su marido, recluido en una cárcel de una lejana región del país. Dispuesta a todo para hacérselo llegar, opta por viajar hasta la prisión para entregárselo personalmente, pero al llegar allí no la dejan entrar y comienza entonces para ella una nueva odisea, casi una pesadilla kafkiana, en el entorno de la ciudad. Sobre este bastidor argumental, el director ucraniano Sergei Loznitsa traza una nueva radiografía pesimista y devastadora de Rusia, retratada aquí como un espacio en el que la descripción realista que ofrecen los primeros cien minutos de metraje (sustentada sobre esa magnífica capacidad de este gran cineasta para conferir ‘entereza’ a sus imágenes y ‘carne dramática’ a todos sus personajes, por secundarios o episódicos que sean) acumula todo tipo de síntomas de la degradación moral y la catástrofe social en la que parece sumido el país. El problema surge cuando, de pronto, la película gira con brusquedad para sumergirse en un sueño entre felliniano y grotesco que, durante casi media hora, viene a reunir a la mayoría de los personajes con los que anteriormente ha tratado la protagonista, sin que resulte fácil llegar a entender ni la función de esta larga, prolija y farragosa representación onírica, ni el desenlace posterior cuando la mujer parece despertar de la pesadilla para ser absorbida, acto seguido, por otra todavía más siniestra y violenta. La pirueta resulta tan audaz como desconcertante y deja a la película flotando en un limbo de insatisfacción que cuesta mucho trabajo descifrar si no se tienen las claves que haya manejado el director. Y a este crítico no se le alcanzan. CARLOS F. HEREDERO

NOTHINGWOOD (Sonia Kronlund). Quincena de los realizadores

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Salim Shaheen ha dirigido, según sus cálculos, 110 películas. También las protagoniza. Apenas sabe leer ni escribir. Y es una absoluta estrella en su país, Afganistán. Sonia Kronlund se embarca en un viaje como cronista del rodaje de las últimas cintas de Shaheen, que las rueda de cuatro en cuatro, con poca o ninguna preparación previa. Nothingwood es el documental que da fe de ese periplo, con amplias dosis de ironía pero también cariño por su protagonista bigger than life. Utilizando como planos de recurso imágenes de las películas de Shaheen, Kronlund consigue que las ficciones del afgano dialoguen de forma divertida con la realidad que ella filma, dando como resultado una de las comedias más efectivas de cuantas se han visto en la presente edición del festival. Pero también, y ahí radica el verdadero valor de la obra, deja que se filtren por su estrafalaria historia las tragedias e infamias del país, y pone en primer plano las profundas contradicciones entre ese periplo aparentemente feliz del equipo de rodaje y todo lo que les rodea: un actor encargado de interpretar papeles femeninos porque no puede haber mujeres en los rodajes; que, además, admite entre líneas su homosexualidad al tiempo que presenta a su esposa e hijos; películas filmadas durante la guerra, utilizando a los soldados como extras; historias de muertes, mutilaciones y bombardeos mientras Shaheen y sus hombres continúan su labor de serie Z por puro amor a un arte dudosamente artístico. La pasión por la creación, por desastrada que sea, impulsa las vidas de estos hombres de cine y de sus incontables fans. Y bombas siguen cayendo. JUANMA RUIZ

LA CORDILLERA (Santiago Mitre). Una cierta mirada

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En un film relativamente sólido como es La cordillera, hay algo que, sin embargo, no acaba de encajar. Santiago Mitre propone dos tramas (el drama político y la dimensión personal) que se entrelazan con aparente fluidez, y una puesta en escena cargada de intencionalidad: la cumbre internacional de líderes latinoamericanos está filmada con tintes de thriller, donde la cámara se desliza, intrigante, y la música parece plantear preguntas. La utilización de la cordillera andina como telón de fondo parece remitir casi a la guarida de algún villano de James Bond, y su aparición marca explícitamente el inicio de las turbulencias, reales y metafóricas, de la trama. Mientras tanto, la trama íntima (la relación del presidente argentino interpretado por Ricardo Darín con su hija) está llevada con destreza y sin estridencias. Pero a mitad del metraje la argamasa de estas dos partes se vuelve mucho menos sutil, y la irrupción de algunas escenas oníricas amenaza con herir de muerte el tono del film, hasta entonces sostenido con precisión de equilibrista. Con buen pulso narrativo, Mitre remonta a tiempo para la última escalada, para abocarse a un final donde los elementos más importantes funcionan por implicación. Pero el recuerdo de la grieta central sigue planeando sobre las cumbres de La cordillera. JUANMA RUIZ

El argentino Santiago Mitre (El estudiante, La patota) confecciona esta vez un thriller de ficción política que apunta en múltiples direcciones que quizás sean demasiadas: la corrupción de la altas instancias gubernamentales, los intereses económicos que las grandes corporaciones hacen sentir sobre la geopolítica internacional, el marketing que reviste la imagen pública de los dirigentes, la necesidad de disfrazar y ocultar un pasado lastrado por inconfesables crímenes para limpiar el curriculum, las intrigas en el interior de los gobiernos y las heridas familiares supeditadas a la conquista y el mantenimiento del poder, convergen en un guion que se ve obligado a utilizar algunos trucos dramáticos y narrativos demasiado evidentes. A la película le sobra, con toda evidencia, los flashbacks que muestran las visiones de la hija del protagonista inducidas por hipnosis, pero, tomada en su conjunto, la realización de Mitre se desvela tan sobria como solvente, se apoya en un excelente Ricardo Darín (capaz de conferir al presidente protagonista una dureza y una amenaza interior que está al alcance de muy pocos actores) y, por momentos, consigue inyectar tensión y angustia en los vericuetos del relato. Es una conquista modesta, pero no despreciable. CARLOS F. HEREDERO

En el cine de Santiago Mitre, director de El estudiante y Paulina, existe una clara preocupación política. El cineasta parte de un deseo de retratar las imperfecciones de la democracia y la curiosa deriva que han seguido una parte de los regimenes políticos argentinos. Para hacerlo puede utilizar unas elecciones a rector de la universidad o retratar cómo en los poblados del corazón del país los principios básicos de libertad y fraternidad han desaparecido. Desde esta perspectiva, La cordillera podría considerarse como un paso hacia delante en el cine de Mitre. Estamos en su producción más cara, cuenta con un casting con algunos de los grandes actores del cine latinoamericano actual y pretende establecer una visión global que va de la política argentina a la situación de América latina. Hay una cierta coherencia en el intento, pero en el guion escrito por Mitre junto a Mariano Llinás -el director de Historias extraordinarias– hay algo que no funciona y la pretendida grandilocuencia del proyecto acaba actuando en su contra.

La cordillera mezcla dos películas posibles en una. La primera película tiene como protagonista a un hombre común -Ricardo Darín- que ha llegado a Presidente de la nación y que asiste a una cumbre latinoamericana para decidir la política petrolífera del continente. El tono de esta película resulta curioso. Por un lado pretende mostrar los entresijos de la política como si fuera El Ala oeste de la casa Blanca y por otro muestra la lucha por el poder entre los diferentes países en torno el tema de las alianzas con Estados Unidos. Esta parte pretende ser un retrato de la lucha por el poder, de los pactos con ciertas tendencias neocapitalistas y de la búsqueda de un poder que permita alianzas con Americana latina. En esta parte el hombre común, hijo del pueblo, se manifiesta como un ser maquiavélico que apuesta por llegar a la cumbre. Toda esta parte está puntuada por otra de corte más psicoanalista centrada en el escándalo generado cuando el yerno del Presidente intenta hacer chantaje. La hija del Presidente es convocada en la cumbre, sufre una crisis que deriva en una terapia de corte psicoanalista que acaba derivando en la irrupción de una serie de fantasmas. En esta segunda película el hombre de poder se transforma en un Macbeth que acude a las cloacas del sistema para eliminar todo lo que pueda comprometerlo. La cordillera no acaba de tejar bien los enlaces entre las dos películas. Mientras en el retrato de la toma de poder del Presidente el camino acaba derivando en aquello más o menos previsible, la historia psicoanalista que parece tener más interés no acaba de tomar vuelo. Al final del largo viaje el espectador puede preguntarse si La cordillera es la gran película política argentina del momento. La sensación es de una cierta frustración, ni el espectro del kishnerismo, ni el espectro de Macri están omnipresentes, es como si para llegar a mirar de cara a la política actual fuera preciso dar un giro por otras derivas. ÁNGEL QUINTANA

MARLINA THE MURDERER IN FOUR ACTS (Mouly Surya). Quincena de los realizadores

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La Indonesia Mouly Surya firma con Marlina… una historia de venganza en Indonesia. La protagonista es una mujer que, tras ser robada y violada por una banda de criminales, mata a cinco de ellos y emprende un viaje que es a la vez una búsqueda del amparo de la ley y una huida de los dos individuos restantes. Surya aplica tintes de western en sus modos, y el primer acto de los cuatro en que se divide explícitamente el film tiene no pocas virtudes: un ritmo en extremo pausado y tenso, una exquisita composición de planos y un toque tarantiniano en su concepción argumental y tonal. Pero el espejismo se desvanece pronto, y la directora no consigue mantener ese equilibrio en el tono de una obra que da bandazos entre una poco lograda comedia y un intento de denuncia de la situación de la mujer en el país: esto último queda peligrosamente banalizado por el tratamiento del humor y de las distintas escenas de agresión física a mujeres. A pesar de varios gags visuales afortunados gracias a la capacidad visual de la cineasta, el resultado queda considerablemente por debajo de las promesas ofrecidas por sus primeros compases. JUANMA RUIZ

LA DEFENSA DEL DRAGÓN (Natalia Santa). Quincena de los realizadores

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En ajedrez, la defensa del dragón es una variante de la defensa siciliana: esto es, una estrategia de las piezas negras para proteger a su rey. El protagonista del film de Natalia Santa es un ajedrecista divorciado que pasa su tiempo en el club Lasker (el club de ajedrez más antiguo de Bogotá) mientras su pasividad mantiene en punto muerto el resto de ámbitos de su vida. La película adolece de unas interpretaciones muy mejorables del reparto y algunos problemas de principiante (las repetidas y algo sonrojantes miradas a cámara o algunas líneas de guion torpes, entre otras cosas). Y, sin embargo, entre todo ello Santa construye una historia sólida, filmada con una mirada de verdadera cineasta, alrededor de un personaje protagonista incapaz de tomar las riendas de su propia vida. Utiliza el potencial simbólico del ajedrez sin cargar las tintas sobre ello, sin deslizarse a lo evidente: por ejemplo, el protagonista es un experto jugador de negras, que son las piezas que nunca llevan la iniciativa al inicio de la partida, pero el guion nunca hace explícito este vínculo con el carácter del personaje. Y la fotografía y la puesta en escena denotan una intencionalidad en cada plano que confiere al conjunto una robustez artística a tener en cuenta. Con todos sus problemas (que los tiene), La defensa del dragón es una de las propuestas más estimulantes de una Quincena marcada por una sucesión de cintas rutinarias y solo un par de destellos de verdadero genio. JUANMA RUIZ

THE BEGUILED (Sofia Coppola). Sección oficial

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A finales de los años setenta, el cineasta italiano Marco Ferreri dirigió un díptico, en el que el enunciado de los títulos era premonitorio: Adiós al machoEl futuro es mujer. Antes de que Ferreri saliera con sus proclamas, en Estados Unidos el cineasta Don Siegel había adaptado una novela del gótico sureño titulada A Painted Devil y escrita por Thomas P. Cullinan. La película dirigida por Don Siegel e interpretada por Clint Eastwood contaba la historia de un soldado de la Unión que era recogido mal herido por un grupo de mujeres del sur habitantes de una residencia para chicas que con la guerra había quedado abandonada. A partir de la novela Siegel establecía un juego entre el deseo, la muerte y las estructuras de poder masculinas. La película que se ha convertido en un clásico del cine de los setenta abría ciertas puertas para mostrar la caída del poder masculino y establecer una parábola sobre la hipotética toma de poder de la feminidad.

Unos años después, una mujer, Sofia Coppola, decide retomar el tema. En principio se muestra fiel al relato original, describe de forma minuciosa la historia del soldado en la residencia y utiliza una parte larga del metraje para establecer el protocolo. El hombre penetra en ese mundo, despierta el deseo, actúa como un seductor, pero también es reducido a la simple condición de títere. Con gran elegancia, Sofia Coppola dibuja su mundo femenino como si fuera una extensión de Las vírgenes suicidas. No se trata de un juego, de un universo ordenado y atrapado por la moral al estilo de Mujercitas, sino de un mundo con sus códigos que en medio de la guerra está viendo que alguna cosa cambia. La vieja moral del sur va a desaparecer y con ella ciertas costumbres que tienen que ver con la relación entre géneros. La película empieza a despegar cuando Coppola concentra la acción en dos cenas esenciales. La primera cena que reúne a las siete mujeres de diferentes edades y al hombre está marcada por el coqueteo, por la seducción, por el juego con ese extraño que ha penetrado en un universo ajeno. El tono de la segunda cena difiere completamente. En ella ya no hay la pulsión erótica, sino una pulsión de muerte. La constatación del fin de alguna cosa y de la venganza definitiva de la feminidad contra el poder de la masculinidad. Sofia Coppola sorprende porque abandona todo barroquismo y construye su película con rigor e incluso con cierto ascetismo. Estamos ante una fábula sobre el deseo y el poder. La película no se aparta ni un momento de sus premisas hasta construir un final contundente en el que significativamente se condensan el enunciado de los dos viejos títulos de Ferreri: Adiós al machoEl futuro es mujerÀNGEL QUINTANA

La nueva adaptación de la novela A Painted Devil de Thomas P. Cullinan, que ya filmara Don Siegel con Clint Eastwood en 1971, vuelve a narrar la llegada de un soldado unionista herido en medio de la guerra civil norteamericana a un retirado colegio de señoritas en territorio confederado. Sofia Coppola se adentra en el gótico sureño con un film dotado de una tensión reposada, que se va construyendo sin prisas (a pesar de su breve duración) y con una puesta en escena tan elegante como sobria, especialmente viniendo de la autora de María Antonieta. Una concepción visual fuertemente pictórica, con exquisito tratamiento de la luz (sobre todo en los exteriores, pero no solo) y un trabajo de encuadres y composiciones bien medido y cargado de intencionalidad son dos de los mayores puntos fuertes del film, en el que destaca también su delicado equilibrio en el tratamiento de los personajes, haciendo que sea posible empatizar alternativamente (o incluso de forma simultánea) con el hombre y con las mujeres hasta que la trama muestra definitivamente sus cartas. Una de las apuestas más sólidas de la sección oficial hasta el momento. JUANMA RUIZ

Treinta y ocho años después de la primera adaptación al cine de la novela de Thomas P. Cullinan (A Painted Devil), firmada por el guionista y dramaturgo Albert Maltz (uno de los ‘diez de Hollywood’ perseguidos por el maccarthismo) y realizada por Don Siegel, Sofia Coppola regresa a la dirección con una segunda versión de la misma historia que, en términos argumentales se mantiene casi estrictamente fiel a la primera y que solo difiere de ella en cuestiones de estilo, de planificación, luz y cromatismo, lo que no es poco decir, puesto que en todo ello se juega, a fin de cuentas, la voz personal de dos cineastas tan diferentes como Siegel y Coppola. Y esto a pesar de que la directora de Lost in Translation y Maria Antonieta realiza esta vez su film estilísticamente más sobrio y contenido, menos evidente y más sutil, quizás bajo el peso de la seca, áspera y rugosa película de Siegel, que es una de las piezas más valiosas del cine norteamericano de los primeros años setenta.

En sus manos, el huis clos vivido por el cabo sudista recogido por las señoritas de un internado, durante la Guerra de Secesión norteameriana, se convierte en una narración de extraña elegancia visual sin necesidad de recurrir a ningún exceso estilístico, guiada quizás más que la versión de Siegel por las miradas, los deseos y las emociones de las mujeres, pero con el lastre de un Colin Farrell mucho más blandito y mucho menos consistente que el rocoso Clint Eastwood de la primera versión. El resultado es una excelente película mantenida con buen pulso narrativo, impregnada de una atmósfera un tanto evanescente (más ligera que la casi enfermiza y malsana del original) y sostenida sobre algunos expresivos hallazgos de planificación y de puesta en escena. Un film inesperadamente austero en la utilización de la banda sonora (uno de sus grandes aciertos), pero que no descubre nada especialmente nuevo ni en relación con la filmografía de la autora, ni para el cine contemporáneo, y que quizás deje insatisfechos a quienes vayan buscando ciertas rupturas visuales o un exhibicionismo estético mayor por parte de su directora. CARLOS F. HEREDERO

OH LUCY! (Atsuko Hirayanagi). Semana de la crítica

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Tomando como punto de partida su corto homónimo con la misma protagonista, Atsuko Hirayanagi nos presenta a Setsuko (Shinobu Terajima), una oficinista de mediana edad que claramente aborrece su vida ordinaria. Su sobrina le recomienda asistir a una clases de inglés. Más que una academia el lugar donde imparte sus clases John (Josh Harnett) parece un peep-show y sus métodos están acordes con el lugar. La primera decisión de John es, como hace con todos sus alumnos, proporcionarle a Setsuko una nueva identidad, su identidad angloamericana, digamos. Ella será a partir de ese momento Lucy. Y Lucy se enamorará al instante de John, hasta el punto de que, cuando al día siguiente descubra que su profesor acaba de regresar repentinamente a California y que con él se ha marchado su sobrina, decide ella también cruzar el Pacífico y perseguir a su amado, dejando atrás de paso a Setsuko y esa oficina en la que no se siente a gusto. Lo que sigue es la crónica de la persecución de ese ideal masculino, en la que se embarca Lucy con su hermana y que será, inevitablemente, un itinerario de iniciación muy tardía. Las hechuras son las de una prototípica producción indie que sabe medir perfectamente los tiempos, los de la comicidad y los del drama. Una de esas películas que probablemente asegure a la directora una carrera tan exitosa como impersonal. No tengo del todo claro que éste no sea el ideal que busca la industria hoy en día. JAIME PENA

AFTER THE WAR (Annarita Zambrano). Una cierta mirada

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En 1985, François Mitterrand cerró con Italia todo acuerdo de extradición para deportar a los miembros de las Brigadas Rojas. Esta ley fue derogada en 2002, cuando a raíz de una serie de atentados, se planteó la posibilidad de extraditar a algunos antiguos militantes que se habían refugiado en Italia. Annarita Zambrano utiliza este contexto político para contar la incidencia del terrorismo en el interior de las familias. En Francia vive un antiguo militante terrorista que es acusado de haber participado en el asesinato de un juez y puede ser extraditado en todo momento. En Italia vive su madre y su hermana que llevan más de veinte años sin tener noticias suyas. El antiguo militante de izquierdas considera que sus acciones tuvieron lugar en el interior de una guerra justa contra las fuerzas del estado, su familia debe vivir con la estigmatización y con el sentimiento de vergüenza. Mientras, la sociedad italiana no quiere perdonar y las heridas vuelven a salir a la superficie. Annarita Zambrano parece retomar una vieja tradición de cierto cine político -Elio Petri, Giuliano Montaldo e incluso alguna cosa de Marco Bellocchio-. La película plantea cosas interesantes pero su ejecución es vieja, parece como si no supiera como crear una puesta en escena suficientemente capaz de dimensionar el lugar que los años de plomo italianos ocupan en la reciente historia europea. ÀNGEL QUINTANA

RODIN (Jacques Doillon). Sección oficial

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Jacques Doillon es un cineasta de una gran fisicidad. Su obra está atravesada por la presencia de los cuerpos, por el impacto de la carne y por las tensiones dramáticas entre los personajes. Desde La mujer que llora hasta Mis escenas de lucha, sin olvidar sobretodo La vengeance d’un femme -quizás su mejor película-, Doillon se ha convertido en un auténtico outsider del cine francés: su obra se mueve entre el tacto y la disputa. No es de extrañar que Doillon haya acabado estableciendo un paréntesis en su obra para reencontrar la figura de Auguste Rodin y que encuentre en la práctica artística del escultor un modo de establecer una especie de contacto intimo. De este modo Rodin deja de ser un biopic sobre el gran escultor francés del siglo XIX y acaba siendo una película íntima que explora desde la práctica la cuestión teórica de cómo el cine puede llegar a esculpir cuerpos y figuras. Es como si Rodin fuera el pretexto para establecer un ejercicio de estilo de cuyo interior surge toda una determinada concepción del cine.

La propuesta estilística de Jaques Doillon se basa en la sobriedad absoluta, rompiendo con las reglas del biopic convencional. La acción arranca en 1880 cuando Rodin acaba de realizar su primer encargo público –Las puerta del infierno– y empieza a gestar algunas de sus obras mayores -desde El beso hasta su imponente estatua de Balzac-. Durante este periodo, Camille Claudel participa como alumna en su taller, se convierte en su amante y vive una crisis interna. El ego del artista acabará eclipsando a la mujer que había encontrado una nueva forma de capturar el movimiento corporal a partir de la materia física. Rodin romperá con ella, pero la película no va a seguir los devaneos de Camille Claudel -como en 1991 realizó la película homónima de Bruno Nuytten- sino que seguiremos viendo a ese artista obsesionado por encontrar la materialidad. Un hombre que atraviesa una época en la que el arte estaba cambiando, que se cruza con Monet y Cezanne o que acompaña a Rilke hasta Chartres para explicarle de qué modo en la fachada de la catedral se encuentra toda una gran expresión artística. La película puede parecer monocorde, pero Doillon rompe con cualquier idea de divismo, con el drama trágico-romántico de su relación con Camille Claudel y con cualquier visión mítica y prefiere acercarse al artista obsesionado. Al escultor que tocando la rugosidad de los árboles piensa en los materiales o al hombre que prefiere partir de la tierra para ir posteriormente al mármol o al cobre. Toda esta concepción del arte está acompañada de cierta concepción de la puesta en escena basada en el movimiento de los actores, como si el acto de dirigir fuera una especie de complemento de la mano del artista. ÀNGEL QUINTANA

Es casi un género en sí mismo la película francesa protagonizada por un artista (pintor, escultor, novelista) y centrada tanto en su proceso creativo como en sus tormentosos amores. Y el Rodin de Jacques Doillon no elude ni uno solo de los tópicos del género. Por fortuna, eso sí, no se trata de un biopic convencional, sino de acotar un período que va desde que el escultor recibe, a los cuarenta años, su primer encargo oficial hasta que firma su maravilloso Balzac¸ punto de partida incontestable para la escultura moderna: una etapa que deja en el centro su relación con Camille Claudel, primero discípula aventajada y luego amante. Sin embargo, es precisamente esta última faceta lo más débil, acartonado y tópico de todo el film, en parte porque la puesta en escena de Doillon carece de fuerza dramática y, sobre todo, porque la actriz Izïa Hegelin no tiene ni la presencia, ni la mirada, ni la personalidad necesaria para sustentar el duelo con el poderoso físico de Vincent Lindon, intérprete del escultor. Está demasiado reciente, por otra parte, la Camille Claudel de Bruno Dumont (memorable Juliette Binoche), cuya memoria deja reducida a cenizas el retrato que aquí se propone de la escultura. En la otra vertiente, el proceso creativo y la búsqueda de la inspiración concentran los mejores momentos de la película, si bien estos tampoco consiguen escapar del todo a la sombra de academicismo que sobrevuela el conjunto de la propuesta. CARLOS F. HEREDERO

CUORI PURI (Roberto de Paolis). Quincena de los realizadores

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El fundamentalismo cristiano es una enorme nube que pende sobre la protagonista de Cuori Puri. Agnese (Selene Caramazza) es una adolescente al borde de los dieciocho años que vive en un entorno fuertemente religioso. Animada (o intimidada) por su madre, se prepara para unirse a los ‘corazones puros’, un movimiento que promueve la castidad hasta el matrimonio, simbolizada en el conocido como ‘anillo de la pureza’. Pero es entonces cuando conoce a Stefano (Simone Liberati), el vigilante de un aparcamiento con el que surgirá una fuerte tensión sexual. De Paolis articula la película con nervio y ritmo, pero el desarrollo argumental resulta en extremo previsible. Aunque el verdadero punto conflictivo del largometraje reside en la ambigüedad de su posicionamiento moral: aunque la madre de Agnese es presentada de manera inequívoca bajo una luz negativa, el tono del film no deja claro cuál es el discurso subyacente. ¿Está defendiendo De Paolis una salvación por la vía del arrepentimiento tras el pecado? ¿Son sus personajes dos ovejas descarriadas o, por el contrario, seres que se rebelan para forjar su propio camino lejos de preceptos eclesiásticos? La moneda está en el aire durante todo el metraje, y cuando finalmente cae hay tantas sombras que impiden ver de qué lado lo ha hecho. JUANMA RUIZ

FROST (Sharunas Bartas). Quincena de los realizadores

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La singularidad de Frost reside en mostrar la guerra desde la lejanía hasta su propio corazón, como si Bartas estuviera trazando un lento zoom de más de dos horas, o aplicando un aumento progresivo a un microscopio. La cinta es la crónica del viaje de dos jóvenes desde Lituania a Ucrania, tratando de llegar al frente en una furgoneta con ayuda humanitaria. Pero, en su largo viaje, da la sensación de que lo están viviendo como una aventura, de modo casi turístico. Sus distintas paradas los acercan cada vez más al frente, y tarde o temprano el velo de su inconsciencia tiene que acabar cayendo. Es por eso que la cinta funciona mejor cuanto más cerca están los protagonistas de su destino, a medida que, abandonada ya Kiev, la militarización y la desolación se van adueñando de la escena. Lamentablemente, su arranque (por ese mismo motivo) es lento y carente de garra. A pesar de la capacidad de Bartas para articular pequeñas tensiones sobre la relación indefinida entre la pareja, el metraje es en toda la primera mitad demasiado largo para tan poca materia prima, y ni siquiera en su segunda parte se libra de ciertos excesos de verborrea, lastrando lo que podría haber sido una muy contundente película. JUANMA RUIZ

En las primera escena de Frost se teje un trato extraño. Un personaje siniestro propone a un joven la realización de un viaje desde Lituania hasta Ucrania transportando ayuda humanitaria. El trayecto del joven se llevará a cabo con su pareja. No sabemos por donde pasan, ni qué les impulsa a llevar a cabo el viaje. Pero después de perderse en la oscuridad de una ciudad rusa y vivir una historia nocturna extraña, la película de Bartras empieza a tomar vuelo a partir del momento en que la pareja llega al lugar de la guerra, un espacio entre la frontera de Rusia y Ucrania. El joven intenta comprender de dónde surge la guerra y de forma progresiva penetran en el corazón de la tinieblas. Atraviesan diferentes controles, hablan con soldados que defienden su patria y ante la perplejidad avanzan hacia la tragedia interior. Marcada por un extraño lirismo, Sharunas Bartas rueda una película desigual, con una primera parte en la que da demasiados rodeos y una segunda parte clarificadora y contundente. ÁNGEL QUINTANA

El trayecto de una pareja de jóvenes, desde Lituania hasta el corazón del conflicto armado entre Ucrania y Rusia, articula el relato propuesto aquí por Sharunas Bartas, filmado de manera bastante plana y sin apenas relieve durante toda su primera parte, y con algo más de fuerza, de intensidad y de atmósfera cuando los protagonistas se adentran en la zona de guerra (en los últimos tres cuartos de hora) y empiezan a sentir realmente el peligro y la locura irracional del conflicto. Y si de esto se trataba (algo que no queda nada claro durante la primera hora de metraje), lo cierto es que el cineasta lituano consigue deslizar finalmente algunas inquietantes interrogantes sobre la naturaleza de la guerra y sobre el comportamiento de los individuos que se ven atrapados en su dinámica. Esa segunda parte funciona como una especie de descenso a los infiernos que va tomando forma poco a poco y de forma silenciosa hasta ofrecer lo más valioso y lo más auténtico de un film que viene a insertarse de lleno en la corriente pesimista que recorre y sacude a numerosas y destacadas películas de este festival a la hora de ofrecer un diagnóstico sobre el estado actual del mundo. CARLOS F. HEREDERO

24 FRAMES (Abbas Kiarostami). Proyecciones espaciales (Événements, 70 anniversaire)

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El proyecto póstumo de Abbas Kiarostami es quizás más una pieza de videoarte que de cine propiamente dicho, pero las fronteras entre ambos estuvieron ya muchas veces antes borrosas (Five, Ten on Ten, Tickets, Shirin) y no parece que haya muchas razones ahora tampoco para rechazar o cuestionar 24 Frames en nombre de uno o de otro. La propuesta nace de la pregunta que se hace el cineasta sobre qué ocurrió antes y/o después de algunas de las fotografías que había tomado en los últimos años de su vida, por lo que decide añadirles a estas, mediante técnicas de agregación digital, la vida y el ‘tiempo’ propios de la imagen en movimiento. Se suceden así 24 planos fijos de otros tantos paisajes y escenarios por los que se mueven casi siempre algunos animales. 24 planos que son, en realidad, otros tantos cortometrajes con ‘argumento’, puesto que en todos ellos se puede observar un desarrollo y un desenlace, a la manera de lo que ocurría, por poner su referente más claro y explícito, en los dos más celebrados encuadres de Five (el de los patos y el del tronquito en la playa). El resultado es ciertamente repetitivo y quizás desigual entre algunos de las 24 piezas, pero no por ello menos fascinante, pues la belleza de los encuadres y el minimalismo de las acciones que estos acogen fructifican en una hermosa síntesis que llega a hacerse casi hipnótica y que funciona, inevitablemente, como emocionante recreación testamentaria del universo poético del creador iraní.

Cuestión diferente sería dilucidar hasta dónde llegó realmente el propio Kiarostami en el desarrollo y ejecución de este proyecto antes de morir en julio del año pasado y, por tanto, en qué medida lo que finalmente vemos se ajusta, o no, a la forma que él habría dado a la película si hubiera podido terminarla. Pero lo cierto, en cualquier caso, es que la ‘Fundación Kiarostami’ ha presentado la película como una obra del cineasta y, por tanto, como tal hemos de tomarla al menos de forma provisional, máxime cuando además encaja con toda coherencia en el desarrollo de muchas de las investigaciones formales de su creador. CARLOS F. HEREDERO

Creo que fue Roland Barthes quien en su libro La cámara lúcida estableció una clara diferencia entre la actitud del espectador frente a una fotografía y una película. El espectador de cine puede afirmar que ya ha visto una determinada película, mientras el espectador que se sitúa ante una fotografía nunca dice que ya la ha visto. Cuando los Lumière hicieron sus primeras imágenes animadas en vez de nombrarlas películas, las llamaron ‘vistas’ porque la actitud del espectador era como la de la fotografía. El espectador no se cansaba de mirar la obra porque su mirada era, ante todo, una mirada exploratoria. El encuadre era un espacio para explorar, revisitar y descubrir. En el cine actual estamos excesivamente pendientes de lo que pasará después de lo que estoy viendo, mientras la imagen exploratoria ha entrado en crisis. Por el camino se ha perdido algo esencial de esa inocencia basada en una mirada abierta al conocimiento, al deseo de explorar el mundo. La existencia de una película como 24 Frames perdida en medio de la vorágine audiovisual es todo un acontecimiento porque nos invita a llevar a cabo una operación de limpieza de la mirada para poder llegar a explorar. Kiarostami muestra, pero también cuenta, y sus protagonistas son cuervos, vacas, perros, gorriones, leones y otros animales que pueblan una serie de paisajes maravillosamente fotografiados. La imagen fija de sus fotografías se transforma en una imagen movimiento y los trucajes digitales permiten que, como en El regador regado de los Lumière, exista siempre un microrelato, un pequeño gesto que transforma la exploración en discurso. El cineasta empieza animando un cuadro de Brueghel, el viejo cuyo contenido marca el tono de todo lo que acabaremos viendo y finaliza con un beso de despedida con el que articula un maravilloso guiño al espectador.

24 Frames es el último proyecto de Abbas Kiarostami. En el momento de su muerte, causada por un error médico en un centro hospitalario, el cineasta tenía previsto rodar una ficción en China, pero también había elaborado una pequeña obra, en la dirección establecida en 2004 con Five, pero jugando con la animación digital de imágenes fotográfiadas previamente. En esta ocasión se trata de 24 vistas -casi en el sentido Lumière del término- que se sitúan en plano fijo y en cuyo interior pasan cosas porque el digital permite pervertir todo realismo. Es como si Kiarostami intentara y consiguiera la alianza definitiva entre Lumière y Méliès. Todo lo que sucede tiene que ver con el establecimiento de una poética muy precisa pero también con un deseo de transformar la imagen en un espacio de muerte, violencia y crueldad. Tras las imágenes plácidas de un paisaje nevado o de un campo contemplado desde una ventana hay muchos cuervos que inquietan. También vemos perros que se comen a los gorriones o una gaviota que muere por el tiro de un cazador mientras otra pretende llevar a cabo su duelo. Kiarostami no cesa de inquietar con esta gran película testamento. Inquieta por su belleza, pero también porque pretende hacer realidad esa idea establecida por Rilke en torno a aquello realmente perturbador e inquietante que se esconde tras la belleza del mundo. Si no fuera porque la única obra maestra posible es la obra maestra desconocida, 24 Frames sería una obra maestra. De todos modos es mejor aceptarla como un generoso regalo de despedida realizado con amor por uno de los más grandes poetas y creadores del cine contemporáneo. Una maravilla. ÁNGEL QUINTANA

Partiendo de la idea de que el arte de la imagen fija (fotografía y pintura) solo puede capturar ‘un fotograma’ de la realidad, Abbas Kiarostami escoge veinticuatro imágenes (sobre todo, fotografías que ha ido tomando a lo largo de los años) y expande cada uno de esos instantes congelados hasta los cuatro minutos y medio de duración, recreando lo que podría haber sucedido en los instantes inmediatamente anteriores y posteriores al momento de la captura. La obra póstuma de Kiarostami (de la que, todo sea dicho, no sabemos a ciencia cierta hasta qué punto el acabado es suyo) se revela entonces como una prolongación natural (y digital) de Five, llegando incluso a algo parecido a la cita intertextual en una de las partes, cameo de patos incluido. Además de poner de manifiesto que los patos tienen una mayor versatilidad dramática que las urracas, a lo largo de estos retablos queda clara la voluntad de plantear una reflexión sobre la capacidad de representar el tiempo, y resulta admirable la capacidad del iraní para la construcción de narraciones con elementos mínimos: narraciones no solo en los fragmentos individuales, sino incluso haciéndolos dialogar entre sí. Pero el número de piezas resulta a todas luces excesivo, en tanto que la película no consigue escapar de la reiteración (de escenarios, de ‘actores’, de acciones) y 24 Frames se agota rápidamente, ahogada en su propia propuesta. Cuando han desfilado por la pantalla docenas de aves por varias playas y paisajes nevados, la inevitable sensación de déja vu se impone a la posible fascinación por las imágenes. JUANMA RUIZ

RADIANCE (HIKARI) (Naomi Kawase). Sección oficial

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En el final de Los abrazos rotos de Pedro Almodóvar un cineasta que ha perdido la vista se sitúa ante la moviola que reivindica la necesidad de rodar a ciegas. Naomi Kawase no rueda a ciegas sino que lo hace con una clara autoconsciencia de sí misma pero nos cuenta la historia de un fotógrafo que ha perdido la vista y por tanto su depósito de la memoria. Kawase parte de la idea de que la belleza es efímera, que algo se borra eternamente como una estatua de arena. El fotógrafo vio la belleza del mundo pero a medida que avanza la película dicha belleza se vuelve borrosa y difusa. Kawase posee todos los elementos para construir una película digna, incluso para rodar la que podría llegar a ser su mejor película después de Shara, sin embargo Radiance (Hikari) no funciona. ¿Qué es lo que provoca que una obra con todos los elementos para ser una gran película acabe cayendo en la cursilería? Para entender esta idea debemos analizar la deriva que el cine de la directora japonesa ha tenido en los últimos años, después de su reconocimiento internacional en 2003 con la maravillosa Shara. A partir de El bosque del luto, Kawase dejó de ser una cineasta cuyas imágenes vibraban por si mismas, para transformarse en alguien que prefería envolverlas para crear una presunta belleza. A pesar de que en Radiance no cese de insistir en la idea de que la belleza está en lo efímero del tiempo, en las últimas películas de Kawase el gesto de capturar el tiempo ha dejado de ser bello porque está envuelto en celofán. Hay en sus últimas obras un deseo de gustar a toda costa y para hacerlo no escamotea las puestas de sol, la música falsamente sentimental y una serie de efectos de retórica de guion que no pretenden otra cosa que provocar una falsa emoción que fácilmente desemboca en la cursilería. El ‘síndrome Kawase’ es significativo de un cierto estado del cine actual que se ha manifestado en Cannes. Los directores y directoras se sienten excesivamente deudores de su propio mundo y deben complacer al gusto medio mostrando todo aquello que les ha llevado a la fama. El resultado es una excesiva presencia de productos prefabricados en los que el cine no nace del corazón, sino de la imperiosa necesidad de triunfar en Cannes. El presidente del jurado del festival debe tener muy presente que ya no es posible rodar a ciegas. ÁNGEL QUINTANA

La filmografía de Naomi Kawase prosigue con Radiance (Hikari) su personalísima exploración de los mundos sensoriales, organizando esta vez la trama de su historia en torno al inverso viaje interior que protagonizan una joven audiodescriptora de películas para ciegos y un fotógrafo que se va quedando poco a poco sin vista. La primera, que trabaja en la oscuridad de las salas de grabación, persigue incansablemente la luz; el segundo, que trabaja con la luz necesaria para su cámara, se va quedando progresivamente sin ella. Quizás por ello, los dos encuentran la catarsis de sus sentimientos frente a la luz crepuscular del sol poniente dentro de un film que no cesa de trabajar la relación de ambos con la luz sin perder ninguna oportunidad para registrar también los sonidos de la naturaleza, la fisicidad del calor o el sonido del viento en los árboles, tan sensible como siempre ha sido su directora a la relación panteísta de los seres humanos con las manifestaciones sensoriales del entorno en el que vivimos. Sin embargo, y al igual que pasaba en su anterior film (Una pastelería en Tokyo), aquí de nuevo la propuesta estética se diluye demasiadas veces en un estilo un tanto fumista, que juega con los reflejos solares y lumínicos sin más provecho que ‘adornar’ visualmente la pantalla y sin llegar a establecer una honda y productiva vinculación de esa estética con la médula dramática del relato, con lo que cierta cursilería vuelve a enseñar sus uñas entre numerosos fotogramas y termina por limitar mucho el alcance de la propuesta. CARLOS F.HEREDERO

La nueva propuesta de Naomi Kawase hace explícita argumentalmente la dimensión sensorial de su cine, al centrarse en una mujer encargada de escribir audiodescripciones de películas para ciegos, y su búsqueda de las palabras precisas para definir lo visible. El modo de filmar de Kawase consigue en ciertas escenas dotar a la luz (una luz dorada que se refleja en la lente de la cámara y baña por completo el encuadre) de una dimensión casi tangible, mientras que la plasmación de la experiencia de los invidentes transmite la desorientación, la limitación y la situación de desventaja en que se encuentran, sobre todo ante un medio eminentemente visual como es el cine. Sin embargo, algún aspecto del film no acaba de empastar con el resto, como los apuntes sobre la situación familiar de la protagonista y su padre desaparecido, que no llegan a fructificar de manera independiente ni a conectar de forma fluida con el tronco central del relato. Pero, desequilibrios aparte, Radiance es una película que ofrece al espectador la posibilidad de tocar la luz, y ahí reside su logro. JUANMA RUIZ

L’INTRUSA (Leonardo Di Costanzo). Quincena de los realizadores

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Enésima obra del festival con el tema de los niños en entornos desestructurados como pieza más o menos central del relato, y segunda de ellas procedente de Italia. En esta ocasión, la novedad viene por el tratamiento que hace el director del tema de la Camorra: aquí el foco se pone íntegramente sobre las mujeres y los niños, dejando a la propia organización criminal fuera del relato y estudiando tan solo la huella que deja de forma colateral. Giovanna (Raffaella Giordano) dirige un centro de acogida para niños, donde van a parar Maria (Valentina Vannino) y su hija Rita (Martina Abbate), mujer e hija respectivamente de un camorrista encarcelado. El tira y afloja de la posible integración de la madre y la niña en su nuevo entorno se desarrolla por los cauces esperados, de manera no muy lejana a la de Mobile Homes. Con la diferencia de que aquí hay mucha menos estilización, una encomiable voluntad de franqueza y desnudez en sus imágenes… pero también una lamentable carencia de tridimensionalidad. Los diálogos resultan interminables e insufriblemente explicativos, y el realizador apenas saca partido a sus imágenes (el robot gigante que construyen los niños del centro es una promesa argumental que desemboca en decepción). Y, lo que es peor, la manera de hacer oscilar el punto de vista entre tres personajes (Giovanna, Maria y Rita) sin ahondar en ninguno de ellos acaba por malograr cualquier intento de profundidad dramática. JUANMA RUIZ

THE FLORIDA PROJECT (Sean Baker). Quincena de los realizadores

The_Florida_Project-1© Marc Schmidt

En la periferia de Orlando, alrededor de Disneyland, a lo largo de la ruta de los ‘siete enanitos’, múltiples moteles de carretera aderezados con elementos ornamentales y arquitectónicos de la más kistch iconografía disneyana, han dejado desde hace ya muchos años de alojar a turistas y se han convertido en refugio de familias pobres, hogares desestructurados, indigentes que no pueden pagar un alquiler más caro en una ciudad y desarraigados de toda laya que conviven en un hábitat degradado y sucio, sin otros medios de vida que algunos empleos subalternos en los restaurantes de la zona, la picaresca que bordea la delincuencia o la prostitución encubierta. Ese es el escenario y, a la vez, el gran hallazgo de la puesta en escena de una película que toma como protagonistas a tres niños de diferentes familias cuya existencia cotidiana no tiene otros quehaceres ni atractivos que deambular por las ruinas de chalets abandonados, ver basura televisiva a todas horas y jugar a imitar las actitudes y las formas de vida de sus mayores.

Con estos materiales se podría haber hecho un film de denuncia social retórica, a lo Ken Loach, o una película vitalista y generosa, que no pretende soltarle ningún sermón ideológico al espectador, pero que tampoco le ahorra ni un ápice de la dureza, la desolación y el desamparo que impregna la existencia de sus infantiles protagonistas. Narrada siempre desde la mirada de los niños, The Florida Project le da la vuelta por completo al sueño americano y nos muestra el devastado patio trasero de la América hortera de Donald Trump, metaforizada con percutiente intuición en la engañosa fantasía de Disneyland, tal y como la muestra –con un oportuno y honesto cambio de velocidad en la filmación para delatar su condición imaginaria– la última secuencia del film, que desemboca y termina, no por azar, frente a la imagen que abre tantas y tantas otras películas del imperio Disney. Por esa lúcida metáfora de penetrante sustrato político, por la poderosa utilización del escenario en el que viven los protagonistas, por la frescura de las interpretaciones infantiles, por el memorable personaje de Willem Dafoe (curtido, seco y áspero, pero en el fondo sentimental ‘ángel de la guarda’) y por la sobria empatía no sentimental que la mirada del cineasta vehicula hacia sus criaturas, la película consigue de lleno todos sus objetivos y emerge como uno de los títulos más hermosos y más pertinentes del festival. Un notable hallazgo. CARLOS F. HEREDERO

‘The Florida Project’ fue el nombre con el que se bautizó al proyecto inicial del parque de Walt Disney en Orlando, tras el éxito de su primer complejo recreativo en Anaheim unas décadas antes. Para los niños protagonistas del film homónimo de Sean Baker toda esa zona representa su propio campo de juegos en los alrededores del maltrecho motel en el que viven, junto al deslumbrante Disneyworld. Pero detrás de su mirada inocente y llena de posibilidades se muestra una realidad bien distinta: la de ese mismo lugar como reverso oscuro del sueño americano, como detrito de la fantasía Disney y como perversión de cualquier promesa de futuro. El verano de la pequeña Moonee, que (mal)vive con su joven madre en una destartalada habitación, es una serie infinita de aventuras y juego, pero en ese microcosmos donde se agolpan un puñado de familias por debajo del umbral de la pobreza, casi a la sombra del castillo de la Bella Durmiente, los juguetes son de segunda mano, la comida es de la beneficencia y el helado hay que conseguirlo gratis buscándose las mañas. Baker construye un particular reino de Oz tan colorido como decrépito, deslumbrante y decadente a la vez. A base de colores pastel y casas abandonadas, como si la urbanización fuera el híbrido arquitectónico entre la fábrica de Willy Wonka y el Los Ángeles de Blade Runner. Los niños protagonistas, con Moonee a la cabeza, presencian pero ignoran: una escena muestra sin pudor a un anciano rondando alrededor del grupo de críos, sin que ellos lleguen a sospechar de sus intenciones y sin que se llegue a expresar nunca en voz alta. En todo ese retablo del deterioro urbanístico y humano, emerge como figura lejanamente paterna el gerente del motel interpretado por Willem Dafoe, testigo de los acontecimientos, cómplice y distante a la vez. Pero el mundo que propone Baker ofrece pocos resquicios de esperanza, y la única certeza es que la infancia, y la inocencia, siempre tienen fecha de caducidad. Aunque a veces pueda haber lugar para una última escapada. JUANMA RUIZ

En los parques Disneyworld existe una atracción llamada It’s a Wonderful World. El visitante se pasea en unas barquitas mientras todas las razas y las culturas del mundo celebran una especie de fraternidad al ritmo de una pegadiza canción. En Florida, a pocos quilómetros de este mundo maravilloso existen una serie de moteles semi abandonados donde van a parar los desheredados de la América de Donald Trump. No tienen dinero para comprarse el brazalete para entrar en el parque y viven en medio de un mundo fantasmagórico formado por una serie de construcciones kitsh que intentan vender outlets de lo que se vende en el parque. Sean Baker reconstruye este mundo paralelo en The Florida Project, una contundente película que demuestra cómo, junto al mundo feliz. existe la prostitución, el consumo de estupefacientes y la precariedad social.

The Florida Project es una obra en estado de gracia. El tema central no es otro que el de una madre sin trabajo que vive con su hija en uno de estos moteles para pobres que rodean Disneyworld. La niña juega con sus amigas, vive su universo paralelo con absoluta felicidad, se hace selfies con bikini junto a su madre y no cesa de jugar. Como las protagonistas de Verano 1993, de Carla Simón -la gran película revelación de la temporada-, las niñas de The Florida Project no cesan de jugar mientras a su alrededor algo huele a podrido. La madre para ganar dinero estafa como puede a algún turista, pero acaba prostituyéndose. La niña vive en un mundo paralelo al margen de todo ello y en su universo no existe moral posible, ni percibe el lado obscuro de la vida. La libertad de la niña es absoluta y está acompañada de un claro sentimiento de transgresión. Como en The Heart is a Deceitful Above of All Things (2004) de Asia Argento, la vida salvaje de la madre es compartida por la hija sin que exista ningún atisbo posible de moral. Sean Baker filma la historia con una sensibilidad increíble, anunciado un posible desenlace dramático pero sorteándolo con gran elegancia. The Florida Project es una contundente película sobre una América que no puede ser ni sueño, ni infierno, sino únicamente purgatorio. ÀNGEL QUINTANA

L’ATELIER (Laurent Cantet). Una cierta mirada

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Una de las zonas de Francia en la que la subida del Frente Popular ha sido más contundente es el sur. Mientras el festival de Cannes se ha convertido en un aeropuerto basado en el control y la obsesión por la seguridad, en la periferia de la ciudad no cesa de retroalimentarse la parte más siniestra del populismo francés. Laurent Cantet ha rodado L’Atelier cerca de Cannes, en esa ciudad llamada La Ciotat donde los Lumière filmaron la famosa llegada del tren. En este espacio, una escritora reúne a una serie de jóvenes para llevar a cabo un taller de escritura centrado en las estrategias de la novela policiaca y la novela de intriga. Las discusiones entre los alumnos en torno a los golpes de efecto narrativo derivan fácilmente en discusiones en torno a la violencia. Surge el recuerdo de los muertos en la sala Bataclán y del atentado de Niza. Mientras estalla la discusión surge la fobia hacia el árabe pero también la indiferencia. Entre los participantes del taller hay un joven que vive con sus padres, no tiene oficio, ni beneficio. La lucha en los antiguos astilleros le resulta ajena y no le parece tan grave la existencia de una posible acción violenta. El joven escucha proclamas del Frente Nacional, cree en algunas de las bases de la ultraderecha pero sobretodo manifiesta su nihilismo frente al mundo y frente a su país. Laurent Cantet -con la colaboración de Robin Campillo- tiene en sus manos una historia perfectamente ubicada en el presente francés, pero da la sensación de que las buenas intenciones no acaban de funcionar. La trama deriva hacia la relación entre el joven ultraderechista y la profesora del taller. En medio de la crisis aparece una pistola y el relato deriva hacia otros territorios perdiéndose una parte substancial de su hipotética dimensión política. ÁNGEL QUINTANA

Inspirada en un reportaje de France 3 sobre un taller de escritura en el que una novelista inglesa trabajaba con jóvenes que tenían problemas e inserción social, la nueva película de Laurent Cantet cuenta con un guion escrito por el cineasta junto a Robin Campillo (director de 120 battements par minute) y cuenta una experiencia equivalente, esta vez con una escritora francesa como tutora de un grupo de jóvenes a los que propone escribir una novela negra encuadrada en el marco de la crisis económica, social y cultural que vive la villa de La Ciotat tras el desmantelamiento de su astillero y ante la falta de perspectivas vitales de los jóvenes. Una experiencia que por fuerza debía interesar al realizador de La clase (Palma de Oro en Cannes, 2008), pues se trata de una nueva inversión pedagógica en cuyo transcurso se va desplegando la radiografía de una descomposición social que aleja a los alumnos de la cultura obrera tradicional de la ciudad y que los deja en tierra de nadie y casi sin asideros morales ni culturales. La película resulta mucho más interesante cuando, durante toda su primera parte, la narración se centra en el trabajo colectivo de los alumnos con su profesora (las tensiones entre ellos, las nuevas referencias que les mueven, la dificultad para reconocerse en el mundo de sus mayores y en sus viejas formas de representación), pero pierde un tanto la brújula cuando el relato individualiza y aísla la relación de uno de los jóvenes (introvertido y violento a la vez) con la novelista, que se siente asustada y atraída por él. Lejos del nervio, de la vitalidad y de la fuerza expresiva de La clase, la propuesta queda, a pesar de su irregularidad, como otro valioso acercamiento de Cantet a esa difícil y controvertida realidad social de la joven Francia contemporánea, por cuyos rincones más devastados algunos adolescentes desnortados coquetean peligrosamente con los ámbitos de la ultraderecha. CARLOS F. HEREDERO

THE DAY AFTER (Hong Sangsoo). Sección oficial

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Después de haber presentado fuera de concurso una pequeña pieza de cámara, la nueva película de Hong Sangsoo, Le jour d’après parece dar un cierto giro a algunos elementos de su poética. El cineasta parece abandonar su juego de variaciones minimalistas para centrarse en el retrato de una crisis masculina, en la que un escritor y editor de libros llamado Kim Bogwan se encuentra ante una crisis matrimonial marcada por la presencia de una amante. En los primeros momentos Hong Sangsoo establece las reglas del juego. La mujer sospecha. El escritor rompe con la amante. Una chica nueva entra en la empresa editorial y la mujer confude esta chica con la verdadera amante. A partir de un ligero juego de confusiones, el cineasta coreano traza una historia de rupturas y desarraigo, en el que la pretendida comedia da paso a un drama interior que puede descolocar a los admiradores del estilo de Hong Sangsoo. El relato aparece puntuado por una serie de reflexiones en torno a la auténtica naturaleza de lo real, que dan paso posteriormente a un juego de confusiones y apariencias. El conjunto acaba desembocando en una curiosa resolución, en la que el misterio de la memoria y el olvido se instalan en el corazón de las situaciones. Hong Sangsoo permanece fiel a su estilo. Filma las situaciones con una gran sencillez, estableciendo ligeras panorámicas entre los personajes mientras no paran de hablar de sus problemas y de sus presuntas crisis. Este trabajo desemboca en una constante depuración. El cineasta es fiel a su puesta en escena y a su bulimia creativa. La película tiene encanto a pesar de que le falta más fuerza para alzarse y alcanzar más complejidad. ÁNGEL QUINTANA

Segunda entrega del cineasta coreano y prolongación coherente de su ya bien conocido universo, The Day After resulta, es cierto, una película más armada y más consistente que el pequeño pasatiempo de Claire’s Camera, pero queda lejos, igualmente, de sus mejores logros: algo que, por lo demás, empieza a ser desgraciadamente la norma en este festival. La nueva propuesta, filmada en blanco y negro, reúne a un pequeño editor independiente y a las tres mujeres que giran a su alrededor: su mujer, su amante y la joven que entra a trabajar en su empresa y a la que la esposa toma equivocadamente por la amante. Esta tercera figura, interpretada por la hermosa Kim Minhee (también presente en el film anterior) se convierte así en el espejo intercalado entre la mujer y la amante; es decir, una pieza que en otras realizaciones más inspiradas del cineasta podría haber dado mucho juego, pero que aquí no pasa de ser un ficha instrumental más en los habituales juegos dialécticos del director. Persisten, pese a todo, la mirada porosa y humanista del cineasta, la sencillez minimalista y la transparencia de su estilo, pero la escasa elaboración del mecanismo deja al descubierto esta vez una pereza que limita mucho el alcance del film. CARLOS F. HEREDERO

Segunda parte del ‘doblete Hong Sangsoo’ en la programación cannoise de este año. A diferencia de Claire’s Camera, The Day After es una película mucho más construida, más cocinada y de factura más redonda. Los personajes, de nuevo plenamente ‘sangsooianos’, vuelven a deambular y beber, pero el guion abre y cierra sus vericuetos con mayor complejidad y con la apariencia de un producto finalizado. Sin embargo, por el camino se pierde algo de la frescura de la cinta anterior, de esa apariencia de improvisado bricolaje casero que se filtraba por los fotogramas de Claire’s Camera y que era una de las características más interesantes de aquella. Aquí, junto a las fluidas e inconstantes dinámicas amorosas del coreano, el mayor hallazgo se encuentra en esa escena en que amaga con entrar en su habitual juego de repeticiones y variaciones, solo para abortarlo por la vía de lo prosaico, quizá en un ejercicio de autoironía. No es la mejor película del director, ni la más compleja, pero no cabe duda de que sigue siendo un pequeño placer mundano el pasearse por el particular mundo empapado en soju de Hong Sangsoo. JUANMA RUIZ

WEST OF THE JORDAN RIVER (Amos Gitai). Quincena de los realizadores

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La nueva adición al corpus de Amos Gitai sobre el conflicto palestino-israelí vuelve la mirada sobre su propia obra (comenzando la película con imágenes de su entrevista a Isaac Rabin en 1994) para, a partir de ahí, plantear un estado actualizado de la cuestión 35 años después de trazar un primer diagnóstico en Field Diary. En su nuevo recorrido por la zona, Gitai se centra más en hallar atisbos de un terreno común sobre el que edificar el futuro que en trazar líneas sociopolíticas. Los momentos más esclarecedores de este documental son los que se centran en el contraste entre el discurso político y el día a día de muchos habitantes de los territorios ocupados, con atisbos de una aparentemente imposible convivencia entre ambos pueblos. Lo que los distintos cargos que desfilan por la pantalla tratan de negar tajantemente, se vuelve realidad tangible en las reuniones de distintas ONGs, como la asociación The Parents Circle, compuesta por madres (palestinas e israelíes sin distinción) que han perdido a sus hijos; o el grupo de mujeres B’Tselem, dedicado a documentar en vídeo las violaciones de los derechos humanos en la zona. Ahí, en esas pinceladas de mestizaje (no tan) utópico y su choque frontal contra las posturas oficialistas, es donde el film vuela más alto: lamentablemente, en lo formal Gitai acude a un esquematismo casi televisivo, encadenando testimonios y una música reiterativa en extremo, además de reclamar un innecesario protagonismo como personaje de su propia película, interrumpiendo y llevando la contraria a sus entrevistados y acaparando así la atención de forma incómoda. Con todo, West of the Jordan River ofrece un discurso sólido, necesario y que invita a la reflexión, por más que no esconda grandes aportaciones cinematográficas. JUANMA RUIZ

THE KILLING OF A SACRED DEER (Yorgos Lanthimos). Sección oficial

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¿Puede una película estar demasiado poseída por el espíritu de su autor? Eso es lo que le ocurre a The Killing of a Sacred Deer, donde la sensación de extrañamiento que producen las imágenes (y sonidos) de Yorgos Lanthimos está elevada a la enésima potencia, hasta el punto en que es difícil no sentirse alienado por lo que ofrece el film. La inclinación del director de Langosta por no revelar sus cartas hasta bien entrado el metraje hace que sus estilemas resulten incomprensibles durante todo el primer tramo de la cinta, y solo cuando esta se encuadra de alguna manera en el género de terror empiezan a encontrar su sitio ciertos elementos como la música o los movimientos de cámara que llevaban demasiado tiempo presagiando una tensión ausente. Por otro lado, también el estudio de la crueldad y la deshumanización en el que parece envuelto el cineasta se cobra aquí su peaje: si en su anterior film la incapacidad social de sus personajes venía justificada por el entorno distópico que proponía, aquí, en el contexto del mundo actual, resulta incomprensible que todos y cada uno de los personajes parezcan sociópatas sin remedio. Y eso dificulta la implicación del espectador, y hiere sin remedio la condición de thriller terrorífico que es, quizá a su pesar, lo más atractivo de la propuesta de Lanthimos. JUANMA RUIZ

Se entra en la nueva película del autor de Canino bajo los efectos del fuerte y muy connotado extrañamiento que traducen sus encuadres enfáticos y su música pretenciosa; se avanza por su relato en medio del desconcierto que provocan, de continuo, unos diálogos voluntariamente estilizados y nada realistas que buscan sugerir latentes amenazas; se llega al corazón dramático de la propuesta con el corazón en un puño cuando entran en juego los personajes infantiles (los dos hijos de la pareja de médicos protagonista) y para cuando finalmente se entiende que en realidad estamos dentro de una película de género (modalidad: terror psicológico), la cosa ya no tiene remedio, porque llegamos hasta ese convencimiento con dificultad, apabullados por la grandilocuencia y la ampulosidad de todo su envoltorio, que no hace sino arruinar cualquier posibilidad de circular sin prejuicios por los códigos del género. Se echa a perder así otra película (¡¡¡otra más…!!!) en la que la crueldad y la frialdad con la que el autor mira y filma a sus criaturas no son la expresión de una disección implacable ni el derivado de una distancia reflexiva, sino consecuencia de un a priori que convierte a los protagonistas en marionetas de un guion escrito sin humanidad, pero con escuadra y cartabón, sin dejar el más mínimo respiro a la irrupción de la vida en el seno de las imágenes. Todo esto, como de costumbre, se puede confundir con la estilística propia de una ‘autoría fuerte’, pero en realidad no deja traslucir sino la voluntad impositiva y narcisista de un director como Lanthimos, quien, desde que circula por las aguas del ‘cine internacional’ hablado en inglés (aquí con Nicole Kidman y Colin Farrell como protagonistas; anteriormente fue la también muy caprichosa Langosta) se ha convertido en un cineasta posseur, muy lejos y mucho menos interesante que el inteligente director griego de sus comienzos. CARLOS F. HEREDERO

Ante una película como The Killing of a Sacred Deer de Yorgos Lanthimos, resulta interesante plantearse donde están los límites entre el cine de autor y el cine de género, especialmente el cine fantástico. Si vaciamos el argumento de la película y lo trasladamos al terreno puramente del cine de género nos encontraremos con una historia de perversión en que un niño con extraños poderes provoca una serie de enfermedades en el interior de una familia que llevan a la parálisis de los hijos, a la perversión mental y a la destrucción de toda cordialidad hasta acabar forzando la muerte. El mal se instala en el corazón de un mundo y provoca la destrucción progresiva, mientras se teje un relato que inquieta y quiere cautivar al espectador. La historia funciona pero en vez de moverse entre las bambalinas del género, como hacía por ejemplo David Cronenberg en sus inicios, Lanthimos intenta trascender la mecánica del juego para encontrar en la autoría la justificación simbólica de aquello que está mostrando. Tal como ocurría en Langosta o en Canino -las películas anteriores del director- estamos ante un universo distópico, donde ocurren cosas absurdas que llevan a la perversión de la raza humana y a considerar el mal como algo que está en el interior de nuestro mundo hasta el punto de destruir todo residuo de humanidad. Como en otras películas del director el lenguaje encuentra su perversión y los humanos se convierten en reptiles perdiendo así su humanidad. Lanthimos imprime a la parábola una pretendida búsqueda de la sacralidad. No existe la luz porque la oscuridad gobierna el mundo y esto lleva a la perversión progresiva de todo lo que nos rodea. Los males que sufre la familia protagonista son una extensión de los males del mundo. A partir de este punto es cuando la película naufraga, la fábula se convierte en pretenciosa, la metáfora encuentra su obviedad y la visceralidad frente a las imágenes se convierte en discurso de una cierta poética de lo inquietante. Lanthimos fuerza las cosas de forma enfática y transforma la aparatosidad en estilo. No es un mal director, en su primera parte la película incluso inquieta, pero toda la parte final está dibujada con trazo grueso. ÁNGEL QUINTANA

HOW TO TALK TO GIRLS AT PARTIES (John Cameron Mitchell). Fuera de concurso

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‘Eran los primeros días del punk’, dice Neil Gaiman en el relato Cómo hablar con chicas en fiestas, aparecido por primera vez en la antología Objetos frágiles (2006), adaptado posteriormente al cómic y ahora trasladado a la pantalla por John Cameron Mitchell. Y Mitchell utiliza esa frase para sentar las bases visuales y sonoras del film, que en efecto se convierte en una desquiciada fábula punk, a la que se suman unos alienígenas que el director de Hedwig and the Angry Inch dota de una estética de ciencia ficción setentera (como corresponde), entre Buck Rogers en el siglo XXV y Zardoz. El guion expande considerablemente el cuento original, hasta el punto de que la fiesta a la que alude el título, y que servía de escenario único al texto, es aquí un mero detonante para una trama mucho más amplia. Y a pesar de esas (comprensibles) libertades, la película destila visual y conceptualmente los rasgos del particular mundo mágico de Gaiman: esto es, la mezcla entre una raigambre británica muy marcada (y a la vez capaz de una autoconciencia irónica), y una dimensión outrée donde las cosas y las ideas pueden personificarse adquiriendo la forma más mundana. Pasado el primer acto (fiesta incluida) del film, John Cameron Mitchell toma prestado un motivo clave de otra obra muy distinta de Gaiman: el cómic Muerte, el alto coste de la vida. Si en aquél, la Muerte (con el aspecto de una afable joven gótica) podía pasear por el mundo durante 24 horas para saber qué sienten los mortales, aquí es a la alienígena Zan (Elle Fanning) a quien se le conceden dos días para hacer lo propio. Días que utilizará para que su nuevo amigo Enn, un adolescente de Croydon, le descubra el concepto de lo punk. Y ahí se comenzará a entretejer el relato de primeros amores (ningún spoiler aquí, puesto que la película pone las cartas sobre la mesa rápidamente) con el de choque de culturas (el constante equívoco extraterrestres-americanos) y el enigma sobre los seres venidos de ‘otro lugar’. La licencia que se toma la versión fílmica al transformar al joven Enn en un álter ego indisimulado de Gaiman aclara aún más la idea que ya se podía extraer del relato: al fin y al cabo, How to Talk to Girls at Parties no es sino la personal rememoración del momento en que todo adolescente descubre algo tan alienígena como puede resultar a esa edad el sexo opuesto. JUANMA RUIZ

MOBILE HOMES (Vladimir de Fontenay) . Quincena de los realizadores

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Solidísima entrada en la Quincena, Mobile Homes vuelve la mirada hacia los niños como víctimas de su entorno familiar, una temática que parece estar de moda este año en el certamen: de la Italia gitana en A Ciambra a la Rusia más inhóspita de Loveless, y ahora a una jovencísima pareja canadiense que saca dinero vendiendo drogas y gallos de pelea, y que utiliza al hijo de ella, de ocho años, para llevar a cabo sus trapicheos. El feliz hallazgo del ‘mobile home’ del título como motivo simbólico permite construir todo el relato alrededor de las nociones de casa y hogar, que aquí se presentan casi como conceptos antitéticos. La caseta prefabricada, la furgoneta donde malvive la desestabilizada familia, el llavero… el director alinea una serie de elementos que refuerzan la temática del film, centrada en el deseo de la madre de tener casa propia y su incapacidad para actuar en esa dirección. Un planteamiento sobrio, con cierta estilización lumínica pero sin apartarse de un realismo estricto, si bien ni de lejos tan descarnado como el de A Ciambra. Al fin y al cabo, a diferencia de en aquella, el código aquí es el de la ficción pura, muy construida (de ahí el énfasis de sus símbolos), pero narrada con pulso y unas interpretaciones extraordinariamente medidas. JUANMA RUIZ

JEANNETTE, L’INFANCE DU JEANNE D’ARC (Bruno Dumont). Quincena de los realizadores

JEANNETTE, L’ENFANCE DE JEANNE D’ARC_Photographe.R.Arpajou©TAOS Films - ARTE France_ARP6631

En esta mirada a los años de infancia y primera juventud de Juana de Arco, Bruno Dumont continúa por la senda bufa que estallaba en su plenitud en La alta sociedad (2016). En este caso, el francés se sirve de la figura histórica de Juana para armar un musical en clave de ópera rock minimalista: salvo los minutos finales, todo el metraje se desarrolla al aire libre, sin decorados, en el lugar donde la niña Jeannette lleva a pastar a sus ovejas. Las composiciones son, musicalmente hablando, monótonas, y una vez superado el estupor inicial, la novedad que supone el choque entre la ubicación histórica y las guitarras eléctricas, entre la sobriedad de la puesta en escena y lo pintoresco de las deslavazadas coreografías, da paso a una sensación de reiteración, de caminar en círculos, durante el largo proceso que lleva a Juana a asumir que su destino es marcharse a combatir a los ingleses. No ayuda precisamente la estructura, que alterna sin descanso largos parlamentos con esos números musicales que buscan provocar la comedia por medio del extrañamiento y el laconismo. Ni los diálogos: esas reflexiones filosóficas que suenan tan impostadas en boca de los niños (hasta transcurrida media hora de película no hace su aparición ningún adulto). De nuevo, es esa colisión improbable lo que persigue Dumont, pero deja una sensación de ampulosidad e incluso de autocomplacencia: todo vale mientras le parezca divertido al autor. Como esa monja ‘duplicada’, que remite a los Tweedeldum y Tweedledee de Lewis Carroll, o el joven tío rapero de Juana. Con todos esos mimbres, el resultado final hace pensar en un montaje de teatro escolar de Jesucristo Superstar, pero sin Lloyd Webber. No cabe duda, en todo caso, de que Dumont va construyendo cierta poética del ridículo. Poética, al fin y al cabo, pero… JUANMA RUIZ

El punto de partida de la última -y excéntrica- película de Bruno Dumont es la prosa de Charles Péguy. El escritor francés fue uno de los líderes del partido socialista a finales del siglo XIX, se declaró ateo pero más tarde decidió convertirse a la fe. Su prosa, considerada como una de las grandes obras virtuosas de la literatura francesa, reflejaba la contradicción entre su pensamiento de izquierdas, el cristianismo no militante y un cierto ultranacionalismo que años después acabó encantando a Charles De Gaulle que lo convirtió en su poeta de cabecera. Bruno Dumont decide partir de todos estos elementos para fabricar en Jeannette, una especie de musical tecnopop, con aires de karaoke de fin de curso -en el buen sentido del término- que desconcierta por su radicalidad. El tema de fondo es el de una niña que ante la injusticia del mundo, el silencio de Dios y sobretodo la invasión de Francia por los ingleses decide actuar y llevar a cabo su cruzada. Si nos preguntamos de donde surgen las imágenes de esa excéntrica Jeannette, veremos que Dumont parte de una cierta tradición representativa del cine moderno. En la idea de llevar a cabo un musical con sonido directo que respete la prosa original de Péguy hay algo de Straub/Huillet. En la concepción del musical como forma de atentar contra los modelos dominantes podemos ver un camino que surge de Los caníbales de Manoel de Oliveira, pero está también el recuerdo del concepto de puesta en escena utilizado en Sous le soleil de Satan (Maurice Pialat). Finalmente, puestos a buscar referencias incluso podemos hallar el oratorio fílmico, Giovanna d’Arco al rogo de Roberto Rossellini, inspirado en una pieza musical de Arthur Honegger.

Dumont parte de esta tradición pero la pervierte con una mirada irónica. En la interpretación de las niñas, su coreografía y el uso de la música surge este karaoke propio de fiesta escolar de fin de curso con el que pervierte las formas dominantes. Desde lo más marginal de la representación amateur, Dumont puede transformar a Chalres Peguy. ¿Cuál es el objetivo final de la apuesta? Si escuchamos la poética del texto de Péguy basada en la idea de llevar a cabo una gesta contra el inversor e ir a Orleans para luchar contra el asedio, surge la idea ultranacionalista que ha rodeado al mito de Juana de Arco. No olvidemos que más allá de Dreyer, Bresson o Rivette, en la cultura francesa Juana de Arco es un emblema de la ultraderecha, encarna la idea de defender a Francia de toda invasión extranjera. En un país en que un 35% de la población acaba de votar a la candidata del Frente Nacional, Marine Le Pen la destrucción del mito de Juana de Arco no es un capricho, es un acto de subversión política. Dumont ridiculiza a Péguy para acabar haciendo un excéntrico, quizás fallido, pero estimulante musical político anti-Frente Nacional. ÁNGEL QUINTANA

HAPPY END (Michael Haneke). Sección oficial

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Como si fuera una segunda parte de Amor (2012), la nueva realización de Haneke regresa a la misma familia de aquella (a lo que queda de ella; es decir, a Jean-Louis Trintignant, a sus hijos y a sus nietos) para trazar una gélida disección de la alta sociedad burguesa, una ‘instantánea’ de la misma (como dice el catálogo del festival) atrapada en la Europa de hoy, con la presencia de los emigrantes, de los implacables negocios financieros, del vacío moral y de la devastación emocional de la clase dirigente como dianas hacia las que apuntan una puesta en escena tan gélida como de costumbre y un relato que enlaza, de forma explícita, con el acto final del personaje de Trintignant en Amor. Con todo, o bien porque aquí el cineasta despliega demasiados hilos narrativos y multiplica los personajes, o bien porque casi todo el núcleo dramático subyacente ya estaba presente en aquel film sin que aquí se aporte nada sustancialmente novedoso al respecto, lo cierto es que este Haneke es casi un remedo de sí mismo. Sucede muchas veces: llega un momento en el que, bien por cansancio, bien por falta de inspiración, bien por caída del pulso creativo, bien por comodidad, algunos cineastas terminan haciendo cine a la manera de sí mismos: se encuentran cómodos en un territorio que conocen y dominan bien, y acaban por hacer la misma película de siempre, pero sin la tensión ni la verdad interior de sus logros mayores. Y este es el mayor peligro que acecha a Happy End, otra realización (y van ya muchas en este festival) donde la mirada del autor sobre sus personajes se empapa de crueldad sin la menor empatía, muy lejos de la olvidada y sabia máxima renoiriana. En cualquier caso, este nuevo Haneke tampoco dejará indiferente a nadie. CARLOS F. HEREDERO

Michael Haneke es un cineasta sin alegría. Su cine está marcado por el peso de la gravedad, por el deseo de llevar a cabo una obra dispuesta a explorar un dimensión grandilocuente, utilizando una serie de grandes temas capaces de generar un cierto prestigio en la esfera artística. Con dos Palmas de oro –La cinta blanca y Amor-, Haneke se considera como el gran autor europeo, como un cineasta único con capacidad de mostrar cual es el estado de la cuestión del mal en nuestro presente. Haneke es arrogante y su cine respira esta arrogancia. Happy End ha estado rodada cuatro años después de Amor y en ella Haneke quiere contar alguna cosa sobre el estado de Europa. Los protagonistas de la película son la burguesía europea, encarnada por una familia burguesa residente en Calais y protagonizada por un viejo que ha quedado viudo años atrás -Jean Louis Tritignan, retomando el personaje de Amor-, una hija que trabaja en una empresa que ha tenido problemas legales y que está casada con un asegurador inglés, unos nietos que se mueven por los bajos fondos y otra nieta con mirada de niña perversa que después de perder a su madre intenta llevar a cabo un golpe de efecto intentando suicidarse. El entorno burgués descrito por Haneke es enfermizo y perverso. Está puntuado por las imágenes de los móviles y los chats eróticos de Internet. Todo este mundo creado por Haneke pretende funcionar como la simple aplicación de una formula que le ha funcionado en otras ocasiones. El cineasta trabaja una serie de situaciones paralelas que convergen hasta que acaba revelándose alguna cosa enfermiza que es sintomática de los males sociales. El uso mimético de esta fórmula provoca que en sus imágenes reconozcamos ideas provenientes de Código desconocido, El video de Benny o La cinta blanca.

Happy End podría ser una película que abraza una tradición de retratos burgueses que va desde El discreto encanto de la burguesía de Buñuel hasta Festen de Thomas Vinterberg. Haneke se acerca a esta tradición pero sin humor y sin amor. Su mundo está integrado por cobayas con las que el director quiere experimentar, pero sin ningún trazo de humanidad. El elemento más irritante de Happy End radica en que su mirada es siempre una mirada superior. Se sitúa por encima de sus personajes y por encima del espectador. Haneke parece depositario de una cierta verdad sobre los males de Europa y quiere que los veamos como si fuéramos alumnos de una escuela de primaria. Esta actitud hace que Happy End no sea únicamente una película sin alegría, sino una obra vanidosa. Y no hay nada peor en el cine que contemplar una película en la que la vanidad del director se imponga como un gesto de reprobación y desprecio a la mirada del espectador. ÁNGEL QUINTANA

BEFORE WE VANISH (Kiyoshi Kurosawa). Una cierta mirada

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Las mejores películas de Kiyoshi Kurosawa (Bright Future, Tokyo sonata) se mueven con personalísima habilidad entre registros que bordean o sobrepasan el registro de lo real, pero esta vez el cineasta japonés se lanza abiertamente a explorar el territorio de la ciencia-ficción sin abandonar ­–eso sí— el registro realista en el que se mueve el 99% de su metraje. La progresiva transformación de numerosas personas en una especie de ‘aliens’ que conservan enteramente su apariencia humana (a la manera de La invasión de los ladrones de cuerpos, pero sin necesidad de vainas que los engendren) es la premisa de la que parte un relato en el que la joven pareja protagonista se enfrenta a esa nueva especie que en realidad se dispone a invadir la tierra para hacer desaparecer a toda la humanidad. El mayor interés de la propuesta recae, precisamente, sobre esa humana apariencia de los seres ya transformados, pero habrían hecho falta mucha más ironía, mayores dosis de inventiva visual y bastante más energía narrativa para mantener a flote una narración que se muestra demasiado prolija y escasamente expresiva. Habrá que esperar a que la siguiente realización de su autor se muestre más inspirada. CARLOS F. HEREDERO

En los años cincuenta, el clásico de la ciencia ficción, La invasión de los ladrones de cuerpos de Don Siegel nos advertía sobre el peligro de la uniformidad, de una vida sin amor y de la desaparición de la invidualidad. Eran los años cincuenta y los ultracuerpos que invadían la tierra eran los comunistas. En los años noventa, Abel Ferrara -después de Philip Kaufman- dio la vuelta al tema y convirtió la tensión con el otro como una cuestión de miedo a la alteridad, como la expresión de un temor hacia un mundo extraño formado por otros provenientes de otros lugares. Kiyoshi Kurosawa en Before We Vanish no lleva a cabo ningún remake del clásico de Don Siegel pero nos anuncia la existencia de una posible invasión extraterrestre situada en un incierto presente. Una mujer observa como su marido es otro. Mientras una familia ha sido asesinada y unos personajes declaran que provienen de otro lugar. Kurosawa investiga también la cuestión de la identidad en medio de un contexto apocalíptico. El problema principal no reside en los invasores sino en el mal que reina en el mundo. La destrucción del mundo generada por una invasión no es un camino sin retorno sino el inicio de otra cosa, como si fuera un proceso de redención después del mal. Kiyoshi Kurosawa maneja con eficacia y con brillantez los elementos propios del género, creando una obra inquietante que tiene problemas con su arranque inoicial pero que se consolida en su segunda parte, cuando la invasión parece ser inminente. ÁNGEL QUINTANA

NAPALM (Claude Lanzmann). Sesión especial

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Orquestada alrededor de un episodio vivido por el propio Lanzmann en su primer viaje a Corea del Norte, la nueva realización del autor de Shoah (el gran monumento de la conciencia europea en torno al Holocausto nazi) resulta –para decirlo rápido y sin tapujos— una obra impropia del gran cineasta y riguroso historiador que siempre ha sido, capaz de dar obras tan importantes como Sobibor o El último de los injustos. La rememoración descansa esta vez sobre dos elementos: las imágenes filmadas por el propio director en su viaje a Corea para realizar este film y el relato que Lanzmann hace frontalmente a cámara contando su encuentro con una enfermera coreana de la que se enamoró durante su primer viaje a aquel país. Pero resulta que las imágenes de éste solo ofrecen la versión más oficialista de la actual Corea del Norte (estrictamente hablando, las únicas que le dejan filmar los cuatro comisarios políticos que le rodean en todo momento o que le cuenta la guía oficial) y que el relato oral, amén de torpe y proceloso, resulta tan insustancial como autocomplaciente en la evocación de una fantasía masculina embellecida por el recuerdo. Esta parte apenas contiene algunos fugaces momentos de verdadera emoción (particularmente, el vínculo que esa relación personal establece con el napalm del título) y la primera se muestra dócil, e incluso halagadora respecto a la sarta de mentiras oficialistas de la despreciable tiranía que gobierna el país y que se glorifica a sí misma en todas y cada una de las imágenes que le han dejado filmar a Lanzmann. Injustificable desde el punto de vista ideológico y paupérrima en su dimensión estrictamente cinematográfica, la película no puede ser más patética. Una enorme y dolorosa decepción. CARLOS F.HEREDERO

Claude Lanzmann no es únicamente un gran documentalista, autor de ese gran monumento fílmico llamado Shoah, sino también un gran escritor. Hace unos años publicó bajo el título de La Lièvre de la Patagonie, un apasionante volumen de memorias en el que contaba su aventura como director de la revista Le Temps modernes -fundada por Jean Paul Sartre-, su relación sentimental con Simone de Beauvoir y una tierna fantasía amorosa que tuvo a los treinta y tres años con una enfermera de la cruz roja que en 1958 vivía en Corea del Norte. Este último relato se ha convertido en el epicentro de su nuevo documental titulado Napalm, en referencia a la única palabra con la que el joven francés y la chica coreana podían entenderse. El relato se sitúa en 1958 cuando después de la guerra de Corea, el régimen de Kong-II Sung invitó a un grupo de intelectuales europeos, próximos al Partido Comunista, para que visitaran el país e intentaran vender una imagen más amable de la que se había tejido en los medios. En 1958, Corea del Norte estaba en proceso de reconstrucción después de que el ejército americano lanzara 3,5 millones de kilos de Napalm sobre el país y que un 95% de la capital, Pionyang fuera destruida. En medio de este contexto, Lanzmann estuvo durante un mes visitando fábricas del país y asistiendo a los numerosos picnics que le organizaba el régimen. Sus desplazamientos se efectuaron siempre bajo el control continuo de las autoridades militares del país. Durante el viaje conoció a una enfermera de la Cruz Roja que le inyectaba vitaminas y con la que quedó un domingo por la tarde para pasear en unas barquitas por el río de la capital. A partir de esta historia, que estuvo acompañada de una serie de incidentes, Lanzmann rememora una época.

La fuerza de Napalm reside en que, en cierto modo, la película es como el reverso de Shoah. Lanzmann, con 92 años de edad, regresa a Pionyang para hacer una película. Su trayecto vuelve a estar controlado por las autoridades. Al inicio rememora la historia de un país enterrado en un eterno presente y recupera el relato de la barbarie perpetrada durante la guerra que tuvo lugar entre 1950 y 1953. Una vez establecidas las coordenadas políticas, el cineasta nos cuenta su historia de amor. El método es el mismo que el de sus anteriores documentales. Lanzmann utiliza el relato oral para relatar su experiencia vivida en 1959 y para establecer desde la vejez sus vínculos con la memoria del tiempo. Durante su viaje vuelve a los lugares reales, los espacios de su supuesto encuentro amoroso. A partir de la mezcla entre los espacios de memoria y el relato oral acaba surgiendo una extraña emoción interior. La única concesión es el uso de imágenes de archivo para contextualizar los hechos. En la primera parte nos muestra imágenes de los bombardeos americanos contra Pionyang, pero a partir del momento en que busca las huellas de su experiencia la pantalla aparece despojada de imágenes del pasado –excepto unas imágenes oficiales de la recepción de la delegación occidental–. No sabemos cómo era la enfermera coreana y Lanzmann no intenta buscarla, lo único que queda es el peso de la experiencia vivida, el recuerdo de un instante insólito que nos aparece fabulado en primer plano por el propio cineasta, que rememora el pasado tal como lo hacían los testigos de la Shoah. La diferencia esencial reside en que en este caso el recuerdo es el de una fantasía amorosa masculina donde los límites entre lo vivido y lo fabulado son siempre difusos. Es como si quisiera atrapar y dar forma al recuerdo de una felicidad efímera, en un contexto extraño. ÀNGEL QUINTANA

THE MEYEROWITZ STORIES (Noah Baumbach). Sección oficial

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Convertido ya definitivamente en el cronista neoyorkino más fino y mordaz (inteligente relevo de Woody Allen en versión intelectual pasada por la Nouvelle Vague), Noah Baumbach ofrece una nueva entrega de su caleidoscópica radiografía de la clase media culta de Manhattan, esta vez en torno a las relaciones fraternales que se tejen y se destejen cuando el padre (un viejo escultor ahora desplazado de los nuevos cenáculos del arte institucional, en una soberbia y entrañable creación de Dustin Hoffman) debe ser internado en el hospital y los tres hermanos se enfrentan a su propia memoria emocional y a la muy diferente realidad de sus vidas en el momento presente. Luminosa, tierna y cáustica a la vez en dosis milagrosamente equilibradas, cargada de afilados diálogos que parecen extraídos de una corrosiva screwball comedy (y ahí está la cita explícita a La pícara puritana de Leo McCarey), llena de situaciones que nunca son demostrativas y organizada por un sabio y sofisticado trabajo de montaje que puede pasar desapercibido, pero que debería estudiarse con lupa en las escuelas de cine, The Meyerowitz Stories arroja una mirada de serena amplitud sobre sus personajes, nunca se muestra cruel ni autocomplaciente con ellos (los dos grandes males que parecen haber infectado a muchas otras películas de este festival) y se mueve con inteligencia entre diferentes registros sin que ninguno de ellos se imponga sobre los demás. Una hermosa y divertida película de madurez a la que será necesario volver con mayor detenimiento. CARLOS F. HEREDERO

Ante una película como The Meyerowitz Stories surge una pregunta esencial y necesaria: ¿qué es hoy el cine independiente americano? Para los propietarios de las majors, el cine independiente es todo aquel cine que se aparta de la política de los blockbusters. En cambio, para cierta crítica, el cine independiente es todo aquel cine que busca cierto prestigio autoral recurriendo a los géneros clásicos, pero buscando un cierto nivel de producción que los aparte del relato heterodoxo. Si nos situamos en este modelo de cine independiente veremos que ante una producción Netflix interpretada por Dustin Hoffman, Emma Thomson, Adam Sandler y Ben Stiller surgen las dudas. Por una parte parece como si se recuperaran los restos de la nueva comedia gamberra de los noventa y se cruzaran con cierto modelo de comedia neoyorquina sobre crisis familiares. Desde esta perspectiva es innegable que Noah Baumbach, autor de la notable Frances Ha, encarnaría los residuos de este cine independiente, pero si observamos el desarrollo de la película veremos que todo resulta más adocenado. En un principio no hay una diferencia esencial entre una comedia de David O. Russell candidata a algunas nominaciones a los Oscar y la película de Baumbach, como tampoco la hay entre esta comedia y el cine que en los setenta realizaban gente como Paul Mazursky. En el fondo, The Meyerowitz Stories no es más que una comedia simpática, con una serie de personajes tiernos, con unos buenos actores y con un guion que sabe articular sus piezas dramáticas. La formula se centra en la historia de dos hermanos que han tomado caminos diferentes, que se reúnen en Nueva York en el momento en que su padre sufre una crisis cerebral. La herencia familiar, los recelos mutuos y la dependencia con el padre van marcando el tono de una historia, ensamblada con diálogos inteligentes y con una puesta en escena convencional. ÁNGEL QUINTANA

CLAIRE’S CAMERA (Hong Sangsoo). Sesión especial

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En los últimos años parece como si el cine del cineasta coreano Hong Sangsoo fuera producto de un proceso de producción en serie. Como si el cineasta hubiera diseñado una receta efectiva a partir de la cual es posible establecer numerosas variaciones. Algunas veces, el juego tiene gracia, incluso puede ser genial, en otras ocasiones puede resultar torpe pero simpático. Claire’s Camera es una película de una hora escasa de duración rodada el año pasado, durante tres días, durante el festival de Cannes. Hong Sangsoo aprovechó la presencia de Isabelle Huppert -que presentaba Elle, de Verhoeven- para rodar la supuesta historia de un cineasta borracho que debe estrenar una película en el festival. Al inicio de la fábula, la mujer del cineasta despide a una chica joven porque, según ella, ha perdido la confianza. A partir de aquí, la película traza una serie de encuentros entre los personajes cuyo eje central es una mujer francesa que ha quedado viuda y que intenta transformar la realidad con la ayuda de una Polaroid. Rodada con absoluta discreción, marcada por una puesta en escena elemental donde las acciones están orientada por el uso del zoom, Claire’s Camera tiene su encanto, pero es tan discreta que no deja de ser una mero divertimento dentro de la bulimia que marca la obra del cineasta coreano. ÀNGEL QUINTANA

Primera de las decepciones que inundaron de forma casi generalizada en domingo cannois tras el brillante prólogo que había ofrecido Noah Baumbach. El coreano Hong Sansoo confecciona con una arquitectura más minimalista que nunca un pequeño divertimento, un humilde pasatiempo que no irritará a nadie, pero que se desvela como la menos jugosa y consistente entre las últimas entregas de su prolífica filmografía, a la que volveremos mañana mismo, otra vez, cuando veamos la segunda realización suya que ha programado el certamen (Le Jour d’aprés). Rodada el año pasado durante el propio festival entre las calles y terrazas de Cannes, Claire’s Camera es la segunda de las películas de Hong Sangsoo que cuenta con Isabelle Huppert como protagonista, pero sucede que su ligerísimo entramado argumental (en torno a un cineasta borrachuzo, su novia despedida del trabajo y una fotógrafa francesa cuyas imágenes tienen la capacidad de hacer ver a sus modelos otras facetas de sí mismos) carece de la inventiva y de la complejidad narrativa de En otro país (2012) y se contenta con filmar de la manera más sencilla posible una serie de conversaciones entre los personajes que carecen de trastienda o resultan demasiado obvias. Un film muy, muy pequeñito. CARLOS F. HEREDERO

Filmada in situ durante la pasada edición del Festival de Cannes, la primera de las dos películas de Hong Sangsoo programadas en el certamen es un divertimento con todas las características del mundo del director, pero ninguno de sus atrevimientos formales. Los personajes, como debe ser, beben y hablan, pasean y van a la deriva… pero no hay felices hallazgos, ni despliegues de repeticiones y variaciones… El único juego de espejos se produce con el espectador, siempre y cuando se vea la película en el marco del festival: al fin y al cabo, se trata de la historia de un cineasta, claro trasunto de Sangsoo, y una mujer parisina que se conocen en Cannes cuando el primero ha acudido a presentar su último largometraje. Y la huella del certamen planea sobre todo el metraje, lo que convierte a Claire’s Camera en una especie de videoinstalación cuya experiencia solo cobra pleno sentido en la Croisette. Es una buena película, no obstante, con personajes y diálogos perfectamente enmarcables en el universo del coreano, pero se echa en falta ese ‘algo más’ que suelen ofrecer sus filmes. JUANMA RUIZ

TEHRAN TABOO (Ali Soozandeh). Semana de la Crítica

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¿Una película iraní que aborda temas como el aborto clandestino, las drogas, la reconstrucción del himen y la prostitución? Esos son los conflictos a los que se ven abocadas las mujeres de la película de Ali Soozandeh. Tehran Taboo retrata la corrupción moral de la sociedad iraní, la doble moral de una sociedad patriarcal que obliga a las mujeres a una vida clandestina. A plena luz del día tenemos el Irán que se rige por estrictos principios religiosos, bajo la superficie un Irán que vive en pleno siglo XXI y en el que los hombres, amparados por las leyes, pueden ejercer su dominio sobre las mujeres, empujándolas a múltiples artimañas, muchas veces directamente a la prostitución. Esta dicotomía entre lo visible y lo que todo el mundo sabe pero no se puede evidenciar, forma parte de las propias imágenes de la película. Soozandeh nunca podría haber rodado esta película en Irán, de ahí que optase por una solución de producción (estamos ante una coproducción germano-austriaca) y otra estética (la animación rotoscopiada). El relato se puede construir así con plena libertad financiera y estética; la animación evita de paso el problema del verismo. Con todas sus limitaciones, su guion es un tanto esquemático y más bienintencionado que logrado, Tehran Taboo tiene al menos la virtud de ponerse del lado de las víctimas. Parece algo obvio, pero es algo que, por ejemplo, no ha entendido el Zvyagintsev de Loveless. JAIME PENA

120 BATTEMENTS PAR MINUTE (Robin Campillo). Sección oficial

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El historiador italiano Enzo Traverso ha publicado recientemente un libro con el título de Melancolía de la izquierda. La tesis del libro demuestra cómo después de la ruptura del relato de la emancipación social, la izquierda ha vivido desde 1989 en una especie de limbo melancólico. El devenir de la izquierda está marcado por la idea del fracaso y por el eterno retorno hacia los ecos de una utopía frustrada. En un momento del libro, Traverso habla de la excepción y nos introduce en el universo del grupo internacional Act Up. Cuando el muro de Berlín se derrumbó, un grupo de jóvenes homosexuales se reunían en una asociación asamblearia con el objetivo de luchar para que el estado creara medidas preventivas contra la SIDA, para protestar contra la marginación de la homosexualidad, denunciar la falsa moral burguesa y atacar a las multinacionales farmacéuticas de su distancia frente a la epidemia. La Act Up -cuyos principales puntos de actividad fueron Francia y Estados Unidos- se debatió entre la praxis y la provocación. Eran capaces de provocar verdaderos empeachements contra las fuerzas del orden o de reunir a sus activistas para manifestarse y salir a la calle para reclamar unos derechos que hasta aquel momento estaban silenciados. Para Traverso, el gran elemento de interés de Act Up radicaba en que su lucha avanzaba paralela al duelo. La comunidad gay enterraba a sus amantes y a sus amigos pero en ningún momento sucumbía. Su lucha continuaba en la calle. Todo esto ocurría en unos años en los que el pensamiento débil posmoderno estaba de moda y en que la idea de compromiso parecía borrada del mapa.

120 battements par minutes de Robin Campillo -autor de Les revenants– reconstruye, de forma minuciosa los debates políticos que surgieron en el interior de Act Up. En los primeros momentos se exponen las reglas del juego. Los miembros de la comunidad -mayoritariamente homosexuales, muchos de ellos cero positivos- deben reunirse en asamblea para discutir las acciones a llevar a cabo y buscar formulas para luchar contra la marginación social generada por la irrupción del SIDA. En las asambleas se discute sobre si es oportuno lanzar pintura roja contra determinados elementos de la esfera política, si es oportuno ir a protestar en el consejo de administración de una empresa farmacéutica o si es mejor establecer fórmulas de negociación o mantener la protesta festiva junto a los desfiles por el orgullo gay. Mientras en las asambleas se discute, en la vida real surge el amor pero también el dolor. Campillo nos muestra la intensa historia de amor entre dos combatientes que va derivando hacia una historia trágica marcada por las inspecciones médicas y el sentimiento de muerte inevitable. La dialéctica entre lo íntimo y lo colectivo funciona con energía, en una película que visibiliza la importancia de aquellos años y nos hace reflexionar sobre las perdidas y la falsa moral que se generó en torno a la SIDA. Campillo construye la película a partir de largas escenas, en que las discusiones políticas marcan el tono de una confrontación de cuyo interior acaba estallando un retrato que es la crónica de un momento que no cesa de proyectarse en nuestro presente. ÀNGEL QUINTANA

Las luchas de los activistas en pro de la transparencia y de la información pública sobre el SIDA a comienzos de los años noventa, protagonizadas por los militantes de ACT-UP en París, centra el tercer largometraje de Robin Campillo (la primera de las películas francesas en competición): un relato que encuentra su mayor fuerza en su capacidad para engranar la lucha colectiva y el dolor provocado por la enfermedad, los debates propios de la militancia activista y las urgencias del deseo. En esa confluencia vibra lo mejor de un film que consigue radiografiar con notable energía vitalista la rebelión de los militantes contra la amenaza de una muerte que por aquel entonces parecía irremediable: las organizadas y disciplinadas discusiones del colectivo, la dinámica incontrolable, y a veces descontrolada, de sus acciones para llamar la atención de los poderes públicos sobre el drama que se está viviendo y para forzar a los laboratorios a terminar con sus políticas oscurantistas, los momentos rescatados para la intimidad y para el sexo, se alternan dentro de un relato que se alarga en exceso (le sobran a la película por lo menos treinta de sus 140 minutos) y que, durante toda su primera parte, se hace innecesariamente repetitivo. Por fortuna, poco a poco la narración consigue levantar el vuelo y ganarle la partida al desafío a base de intensidad en su dramaturgia, de inmediatez en sus registros y de sinceridad en su mirada, con la ayuda decisiva, eso sí, de los muchos matices que aporta la vibrante interpretación del joven actor argentino Nahuel Pérez Biscayart, primer candidato serio para ganar el premio de interpretación masculina, y eso sin contar con que algunos malpensados ­especulan ya con una posible Palma de Oro para el film por razones del todo extracinematográficas. CARLOS F. HEREDERO

LE VÉNÉRABLE W. (Barbet Schroeder). Sesión especial

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Barbet Schroeder completa con este interesante documental su particular ‘trilogía del mal’ dedicada al retrato de otros tantos ‘monstruos’ humanos. Primero fue General Idi Amin Dada (1974), luego El abogado del terror (2007) y ahora este perfil de un monje budista birmano, Wirathu, que es en realidad un fanático xenófobo empeñado en alentar el odio contra los musulmanes, creador del movimiento nacionalista –y estrictamente nazi­— Ma Ba Ta (financiado por oscuros y corruptos intereses económicos del país vinculados a la élite militar y a sus sucios negocios) y responsable, en última instancia, de las atroces persecuciones y crímenes cometidos contra la minoría Rohyngia (de religión musulmana) entre 1991 y 1993, que terminaron provocando el éxodo de 350.000 personas hacia Blangadesh. Investigación bien documentada y a la vez apasionada de un cineasta interesado por reflexionar sobre los mecanismos del mal, sobre las razones esgrimidas por los verdugos ideológicos, la película proporciona un acercamiento apasionante a una figura y a un contexto cultural y político casi desconocido en Occidente. Entre sus imágenes se abre paso, adicionalmente, una lúcida meditación sobre el potencial veneno criminal que lleva siempre consigo la mentira atroz de todos los nacionalismos, de todas las fantasías xenófobas sustentadas sobre el odio al diferente para ocultar y disfrazar la corrupción y la mentira de los grandes poderes económicos, por mucho que estos se oculten, en este peculiar y delirante caso birmano, bajo el engañoso disfraz que les proporciona una versión manipulada de la religión budista. CARLOS F. HEREDERO

Birmania es un país en que el noventa por ciento de la población ha adoptado el budismo, una religión basada en la tolerancia, la no violencia, la creencia en la reencarnación y la búsqueda del Karma. En Birmania, sin embargo, empezó a instalarse un movimiento basado en la purificación de la raza y la protección de la religión budista que de forma progresiva ha derivado hacia fórmulas racistas. El líder de este proceso es un monje budista llamado Wirathu -el venerable W del título- que ha decidido concentrar sus fuerzas hacia la persecución y acusación de la comunidad musulmana existente en su país. Su discurso ha acabado generando una fuerte ola de terror basada en la destrucción de las viviendas de los residentes árabes -el 5% de la población del país-, su demonización progresiva y la búsqueda de leyes que impidan el matrimonio entre budistas y musulmanes o la procreación de hijos más allá de cada tres años. Schoreder convierte Wirathu, y la crisis social de Birmania, en exponente de la situación que se vive en el mundo con la subida de movimientos ultranacionalistas que tras la protección de la raza, promueven el odio racial y la islamofobia. Wirathu puede ser visto como una caricatura de Marine Le Pen y otros movimientos de ultraderecha. ÁNGEL QUINTANA

PROMISE LAND (Eugene Jarecki). Sesión especial

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Al inicio de Promised Land, Eugene Jarecki –Why We Fight– muestra las cartas de su juego cuando enseña a un personaje que afirma que la mejor metáfora de la América actual reside en la imagen de Elvis Presley vestido de blanco, cargado de barbitúricos y con la cara hinchada. Elvis encarna ese momento en que Estados Unidos se creyó que era la tierra prometida, pero también ese presente en que Estados Unidos se ha convertido en un simple vertedero alimentado por la pulsión capitalista. La imagen de un Elvis decadente puede trasladarse fácilmente a la imagen de Donald Trump, quintaesencia -como Elvis- de la perversión del propio mito del sueño americano. La gran baza de Promised Land radica en el modo como la biografía de Elvis y sus metáforas no cesan de convertirse en una gran caja de resonancia para ver el miserabilismo americano actual. Jarecki se pasea por la América profunda -desde Memphis a Las Vegas- con el Rolls Royce que Elvis compró en 1963, por el camino se encuentra con algún catante -John Hyatt o Emilou Harris-, con algún actor -Ethan Hawke y James Baldwyn- y con algunos analistas que no cesan de recordar que esa democracia americana articulada alrededor de una República pasó a convertirse en Imperio y dicho imperio ha acabado sucumbiendo al infierno capitalista. No existe en la América de Trump otro valor que no sea el dinero, todos los mitos que se han ido articulando en torno a la grandeza de las oportunidades no son más que leyendas que han perdido todo su valor en nuestro presente. Mientras, Eugene Jarecki sigue la vida de Elvis desde sus inicios inspirados en la música negra, hasta la fase grotesca de sí mismo en medio de los casinos de Las Vegas. Un ácido y contundente retrato sobre los mitos americanos y su caída en la era Trump. ÀNGEL QUINTANA

Un viaje al pasado que es, simultáneamente, una indagación en el presente; una rememoración de la figura de Elvis Presley que deviene radiografía viva de la América de Donald Trump; una reconsideración sobre los mitos culturales y sociales fundadores de los cimientos de los Estados Unidos y un espejo que devuelve algunas claves para entender cómo aquel país camina peligrosamente por una nueva etapa de su Historia que solo anuncia peligros y derivas aterradoras. Esta doble dimensión es la que enriquece el vibrante documental urdido por Eugene Jarecki sobre el itinerario que el propio cineasta emprende -cuarenta años después de la muerte del mito- a bordo del Rolls Royce que fuera propiedad del cantante. El recorrido por todo el país, por sus carreteras y por los lugares emblemáticos que fueron claves para la trayectoria del crooner (de Memphis a Nueva York pasando por Hollywood y Las Vegas), es el pretexto sobre el que el cineasta consigue enhebrar un trenzado capaz de vincular las raíces del rock de Elvis en la música negra, las manipulaciones comerciales a las que la estrella nunca supo o quiso sustraerse, las convulsiones sociales de los primeros años sesenta, la actual decadencia industrial del país, el eco casi desvanecido que el mito proyecto hoy en día sobre las nuevas generaciones y los valores que han hecho posible la conversión de un descerebrado y xenófobo millonario, producto emblemático de la televisión basura, en presidente de los Estados Unidos.

Emerge así una radiografía nada complaciente, sino más bien extremadamente crítica, de Elvis Presley y, en paralelo, el retrato de un país que pasó de ser una república para convertirse en un imperio durante la época de Elvis y que ahora parece hundirse en una peligrosa evolución en medio de un nuevo contexto internacional. El vigor, el dinamismo, la fuerza de la música, los ecos que viajan en múltiples direcciones, las sucesivas interpretaciones de varios cantantes que acompañan al cineasta dentro del Rolls Royce y las intervenciones de algunas figuras culturales y mediáticas (Con Ethan Hawke, Ashton Kutcher, Alec Baldwin, Emmylou Harris, Dan Rather y Mike Myers, entre muchos otros), confluyen en una dinámica ágil y penetrante, hija de un percutiente montaje y de no pocos hallazgos visuales capaces de convertir a Promise Land en un documental estrictamente imprescindible. CARLOS F. HEREDERO

LE REDOUTABLE (Michale Hazanavicious). Sección oficial

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Hacía falta mucha temeridad, o estar muy pagado de sí mismo, para que un cineasta como Hazanavicious considerase que podía enfrentarse a la hermosa novela en la que Anne Wiazemsky cuenta su relación con Jean-Luc Godard durante ‘los años Mao’ y salir bien parado de semejante empresa. Y hacía falta, sobre todo, un conocimiento, una sensibilidad y una inventiva de las que el mecanicista y ultraprevisible director de The Artist y The Search carece por completo, de manera que el inane resultado ciertamente no puede sorprender a nadie. Hazanavicious filma de manera plana y achatada todas las situaciones, parece contentarse con una reconstrucción de época almidonada y ramplona, acumula uno tras otro guiños mecánicos a todos los registros estilísticos del Godard precedente (de El desprecio a Una mujer casada, pasando por Pierrot el loco), dirige mal a un mal actor (Louis Garrel, literalmente patético en su encarnación del cineasta), introduce de manera insensata una gama musical almibarada sobre situaciones inmersas en los debates ideológicos de Mayo del 68 y parece creerse chistoso todo el rato, pues se dedica a sembrar el relato de bromas metanarrativas que solo desvelan su propia autocomplacencia (Godard diciendo, en boca de Garrel, que solo es un actor haciendo de Godard… sic). El resultado sería verdaderamente sonrojante sino fuera del todo irrelevante, además de inútil. Solo el chauvinismo más bobo puede justificar la selección de esta nadería bufonesca en la sección oficial y competitiva de Cannes. CARLOS F. HEREDERO

En 1992, cuando Jean-Jacques Annaud estrenó su adaptación de El amante de Marguerite Duras, la escritora escribió un texto en el que empezaba diciendo: “¡Jean-Jacques no has entendido nada!”. De momento ignoro cual ha sido la reacción de la escritora y ex-actriz Anne Wiazemsky al encontrarse ante la adaptación que Michel Hazanavicious ha llevado a cabo de sus dos novelas autobiográficas: Un été studieuse y Un an après, pero quizás aquel: “¡Michel no has entendido nada!” debería ser más propio de Jean-Luc Godard, protagonista de ambos relatos y de la película. En ambos libros Wiazemsky cuenta el encuentro con Jean-Luc Godard durante el rodaje de La Chinoise y la crisis generada después de mayo de 1968, a partir del momento en que el autor se ‘eclipsó’ formando parte del grupo revolucionario Dziga Vertov. A pesar de que los libros poseen un claro encanto, sobre todo el primer volumen, construido como un ejercicio de perplejidad de una jovencita al encontrarse al lado del cineasta más admirado y discutido del momento, es evidente que Hazanavicious no ha entendido nada. Le Redoutable es una película inútil y mimética en la que lo banal se impone frente a todo posible análisis histórico de ese contexto tan fascinante en el que el cine intentó reinventarse aliándose con el universo de la política.

Michel Hazanavicious no entiende nada por que lo único que le interesa es deslizar un simple pastiche del cine de Godard para acabar explicando una historia de amor convencional, marcada por los aires de un tiempo que la película no sabe atrapar. Hazanavicious filma a Stacy Martin –alter ego de Anna Wiazemsky- enseñando el trasero, como Godard filmaba a Brigitte Bardot en El desprecio, o abrazándose con el alter ego de Godard -Louis Garrel-, como se abrazaban los amantes al inicio de Una mujer casada. Toda la película está llena de citas al cine de Godard que no conducen a ninguna parte porque Hazanavicious es incapaz de contar con la caricatura y con los elementos más elementales. El personaje de Godard aparece como un idiota engreído, mientras los intelectuales de la época no son más que unos niños que querían jugar a la revolución. En el fondo, el mensaje de Hazanavicious es claro: lo único que cuenta es regresar al orden. Sinceramente, Michel Hazanavicious no ha entendido absolutamente nada. ÀNGEL QUINTANA

WIND RIVER (Taylor Sheridan). Una cierta mirada

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Procedente del festival de Sundance llega el segundo largometraje como director del guionista de Scario (Villeneuve) y Comanchería (Mackenzie), centrado en la investigación del asesinato de una joven en el marco salvaje y nevado de la reserva india que da título al film, en Wyoming. Una joven agente del FBI, inexperta y poco conocedora de la zona, y un cazador de depredadores que arrastra consigo una dolorosa herida familiar protagonizan este film al que la música densa de Nick Cave inyecta un sustrato premonitorio que, en algunas ocasiones, se despega demasiado de la propia entidad de las imágenes. Es esta una pequeña falla dentro de una película que tropieza con un problema mayor en el innecesario y tremendista flashback inserto en el último tercio del relato, pero que consigue mantener durante el resto de su metraje una intensidad dramática más que notable, procedente quizás de la cercanía personal del guionista y director a los ambientes en los que se desarrolla la historia. La dimensión casi antropológica de las imágenes, la impactante valoración visual de los paisajes y el trasfondo social de referencia (una reserva india abandonada por la administración, cuyos jóvenes se ahogan entre el alcohol y las drogas, y cuyas mujeres son asesinadas con alarmante frecuencia) enriquecen una estimulante propuesta que camina con personalidad propia entre los códigos del western y del thriller, pero que carece de la altura trágica de Affliction (Schrader, 1997), quizás su referente más cercano. CARLOS F. HEREDERO

En su segundo largometraje como director, el guionista de Comanchería continúa transitando por los senderos que ya explorara en aquella, y sumergiéndose en la parte inhóspita de Estados Unidos, el reverso oscuro del sueño americano, como muestra ese revelador plano de la bandera de las barras y las estrellas colgada boca abajo. Sus personajes están abandonados por toda posible gracia divina o terrenal, y trazan su destino sabiéndolo. En esta ocasión, Sheridan se adentra en una reserva india donde un cazador (Jeremy Renner, sobrio y lleno de emoción contenida al mismo tiempo) deberá ayudar a una agente del FBI (Elizabeth Olsen) a resolver un asesinato. La gelidez de la atmósfera lo impregna todo de blanco, como extensión de lo estéril de ese lugar moribundo, y la conjunción entre el crimen, los bosques, la industria y la cultura de los nativos americanos podrían remitir a un Twin Peaks despojado de toda mística. Por desgracia, algunas decisiones inexplicables vienen a empañar lo que de otro modo sería una apuesta redonda: sobre todo un flashback en el tercer acto que dinamita la estructura de whodunit que tan bien estaba funcionando hasta ese momento. Por suerte, la película remonta el vuelo justo a tiempo para el desenlace, pero la contundencia se diluye. Por otro lado, la elección de Sheridan de no revelar toda la información, y de no poner en boca de Renner todas las preguntas posibles, ofrece puertas a la reflexión y añade recovecos emocionales a un personaje marcado por la pérdida. Con sus imperfecciones, un film sólido y prometedor. JUANMA RUIZ

Taylor Sheridan es el guionista de Sicario de Denis Villeneuve y Comanchería de David Mackenzie. Ambas películas fueron proyectadas en Cannes antes de que tomaran cierta popularidad en el mercado internacional. Ante estas perspectivas es lógico que los productores volvieran a utilizar el festival para presentar la segunda película en solitario de Taylor Sheridan interpretada por Jeremy Renner y Elizabeth Olsen. En esta ocasión parece como si Sheridan hubiera abandonado el sur para situarse en las heladas montañas de Wyoming. En medio de una reserva India aparece el cadáver de una mujer. La autopsia prescribe que ha sido violada, pero que ha muerto congelada después de haber llevado a cabo un trayecto de más de diez millas bajo la nieve. Un cazador de la zona, cuya hija falleció unos años antes, decide ayudar a una agente del FBI para resolver el caso. En un primer momento parece como si Wind River se cruzara con el punto de partida de Twin Peaks, pero de forma progresiva vemos que lo que se teje es una historia de venganza, construida con un buen sentido del ritmo pero con una cierta resolución convencional. Lo más interesantes es la hipótesis que la película plantea sobre la segregación política a la que están sometidas ciertas comunidades indias. ÁNGEL QUINTANA

THE RIDER (Chloé Zhao). Quincena de los realizadores

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Segunda película de la Quincena, tras A Ciambra, que transita la zona gris entre realidad y ficción con personajes que se interpretan (más o menos) a sí mismos. The Rider sigue a Brady Bradshaw (Brady Jandreau), un joven jinete de rodeo que, tras sufrir una grave caída que le deja con una placa de metal en el cráneo y daños cerebrales, tiene que afrontar la imposibilidad de seguir cabalgando. Filmada bajo una constante semipenumbra (todo en esta película parece un perpetuo crepúsculo o un amanecer temprano), la obra tiene sus mejores valores en la interpretación de Jandreau y el laconismo de sus imágenes. Pero el discurso resulta objetable, en tanto la aparente voluntad de la directora de no juzgar a sus personajes parece derivar en una problemática incapacidad para distanciarse de ellos. Y en el microcosmos que plantea, donde la decisión de Brady resulta más que obvia para el espectador (¿debe abandonar un mundo que solo ha dejado muerte y daños irreparables en todos los que le rodean?), los cien minutos que despliegan toda su duda vital acaban por volverse obvios y reiterativos. La pretendida épica del rodeo, tan idiosincráticamente americana, se presenta hueca frente a los varios heridos y amputados que desfilan por la pantalla: sobre todo un Lane Scott (un jovencísimo jinete que quedó completamente incapacitado, privado de movimiento y habla, y que también se interpreta a sí mismo) cuya presencia solo sirve para reforzar esa épica en lugar de desmitificarla. La metáfora del caballo herido que no sirve para cabalgar y, por tanto, ha de ser sacrificado resulta también tan obvia como moralmente cuestionable, y la dedicación de Brady al cuidado de caballos, uno de los puntos potencialmente más interesantes del relato, se revela como una pulsión puramente egoísta, no muy distinta al modo en que en España los toreros proclaman su pretendido amor al toro. Discursos de identidad nacional y masculinidades mal entendidas envueltos, eso sí, en una puesta en escena casi irreprochable. JUANMA RUIZ

ÔTEZ-MOI D’UN DOUTE (Carine Tardieu). Quincena de los realizadores

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Llena de clichés y con un humor desigual y nada sutil, la película de Carine Tardieu avanza a golpe de manual de guion. Con arquitectura de comedia de enredo sobre paternidades difusas (múltiples), la cinta se construye con una puesta en escena convencional y diálogos y situaciones de sitcom. Los personajes se comportan según dicta la conveniencia de la historia, sin importar si sus acciones son mínimamente coherentes con su supuesto carácter. Y decimos ‘supuesto’ porque, además de sus incoherencias (el proceso de enamoramiento de dos de los protagonistas es quizá el ejemplo más flagrante) al final queda la sensación de que ninguno de ellos está perfilado, y resultan meros recursos para el gag y la trama. Si a esto se le suma la previsibilidad de sus giros, poco puede rescatarse de la película más allá de una factura tan correcta como rutinaria. En su favor, hay que concederle que reprime una última pirueta en su desenlace, optando por una relativa sencillez para desanudar la rocambolesca historia. Y en el mismo plato de la balanza puede colocarse la feliz idea de hacer trabajar al personaje principal desactivando explosivos de la Segunda Guerra Mundial, lo que da lugar a alguno de los gags más efectivos. Poca cosa, en todo caso, para una película con más vocación de crowdpleaser que de verdadera enjundia, firme candidata a ser promocionada en nuestro país, en algún futuro próximo, como ‘la comedia francesa del año’. JUANMA RUIZ

ALIVE IN FRANCE (Abel Ferrara). Quincena de los realizadores

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El ‘autodocumental’ de Abel Ferrara sobre sus conciertos franceses tiene algo de estimulante y mucho de autocomplaciente. Sus primeros compases plantean un juego interesante, con el cineasta filmándose, dando instrucciones a la cámara, haciendo visible todo lo que el proyecto tiene de do-it-yourself, de improvisación y, sobre todo, de making of de sí mismo. También se hace palpable esa condición de ‘ruido y furia’ inherente al director, que aquí se muestra como un ciclón avasallador para lo bueno y para lo malo. Hasta ahí, lo más interesante de la cinta. Pero pasado ese tramo inicial, la parte autocomplaciente se adueña del ¿relato?, y el metraje restante se va convirtiendo poco a poco en una sucesión de actuaciones musicales interminables (sobre todo, teniendo en cuenta que la faceta musical de Ferrara es mucho menos brillante que su trayectoria como cineasta) y una serie de momentos capturados más o menos al vuelo que gravitan por completo alrededor del personaje. Porque el Abel Ferrara que protagoniza Live in France es, precisamente, ese personaje que, a partir del mito que se ha ido construyendo sobre él, ha acabado (al menos aquí) por devorar a la persona. Es una verdadera lástima, porque se aprecian pinceladas del verdadero esfuerzo fílmico que podría haber sido este documental: como cuando decide comenzarlo con una descarada y a la vez certera definición de su obra, por boca del presentador de una retrospectiva en Toulouse: “todo el cine de Ferrara trata sobre la adicción”. Pasado ese amago de autoexamen, parece que finalmente el cineasta se ha vuelto adicto a sí mismo. JUANMA RUIZ

FILMWORKER (Tony Zierra). Cannes Classics

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Dentro de la subsección de Cannes Classics dedicada a documentales sobre el mundo del cine, el film de Tony Zierra tiene como objeto de estudio el curioso caso de Leon Vitali, un actor que tras conseguir el éxito y el aplauso con el papel de Lord Bullington en Barry Lyndon, decidió reconvertirse en ‘chico para todo’ en las producciones de Stanley Kubrick, abandonando la interpretación y la fama. Filmworker es un documental convencional, construido a base de testimonios e imágenes de archivo, y sin más hallazgo formal que alguna feliz coincidencia entre las narraciones y las escenas de los filmes de Kubrick. Pero hay que concederle a su relato el convertirse en una reivindicación de todo lo que hay de proletario en el cine, cuando su magnético protagonista se describe orgullosamente como ‘trabajador del cine’, y proclama sin pudor pero con desarmante humildad la importancia de consagrarse durante décadas a la visión y el genio de otro hombre. Una mirada a la tan cacareada ‘magia del cine’ expresada aquí por oposición a la fama, los focos y las alfombras rojas. Lástima que su historia sea más interesante que el film resultante. JUANMA RUIZ

OKJA (Bong Joon-ho). Sección oficial

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Al margen de la ‘controversia Netflix’ (por cierto, radicalmente equivocada de foco, pues el problema no es la política de esta empresa, sino la arcaica y excesivamente proteccionista ley francesa; ya habrá tiempo para profundizar en esto), la nueva realización del autor de Memories of Murder y Mother (sus dos mejores logros) se esperaba con la comprensible expectación que sigue generando un cineasta capaz de realizar siempre una película completamente diferente a la anterior. Su nueva propuesta puede guardar más de un parentesco con The Host (aquella divertida fábula en la que su autor disparaba ya contra las grandes corporaciones contaminadoras, un objetivo contra el que se revuelve de nuevo en Okja, ahora de manera mucho más explícita), pero aquí la relación entre la infancia y el ‘monstruo’ se alejan del terror para abrazar abiertamente la ternura, mientras que la representación de la empresa responsable de ‘fabricar’ animales transgénicos para hacer negocio en el campo de la industria alimentaria ofrece al director coreano campo abonado para desplegar sin rubor, y casi sin contención, su ya bien conocido registro grotesco.

El problema es que esta última opción chirría demasiado y no termina de conjugarse en armonía con la emocionante relación entre la criatura y la niña protagonista (que vibra en una tonalidad elegíaca muy diferente), pero más preocupante todavía es la debilidad de la trama narrativa, su obviedad estrictamente maniquea (en la que resulta difícil reconocer al firmante de Snowpiercer) y la simpleza casi anticlimática de su resolución con el cerdito de oro de por medio (y sobre esto no se puede explicar más a riesgo de spoiler). Pese a todo, Okja es otro film radicalmente original de Bong Joon-ho, mantiene un notable encanto en gran parte de su desarrollo (sobre todo en los pasajes protagonizados por la criatura) y permite seguir manteniendo la fe en un cineasta capaz de proponer en cada película que hace un nuevo salto en el vacío para buscar siempre nuevos territorios. CARLOS F. HEREDERO

Hay directores que llevan la distopía consigo. Bong Joon-ho es uno de ellos: no importa que el film se desarrolle en un futuro incierto, como Snowpiercer, en un oscuro pasado reciente como Memories of Murder o en un presente palpable como el que muestra Okja. Su mirada a los lugares oscuros de la sociedad es despiadada y sarcástica, y su capacidad de llevar al extremo elementos mundanos toma aquí la forma de un retrato sobre el ser humano ante la industria cárnica que no deja títere con cabeza. La amistad entre la niña Mija y el ‘super cerdo’ Okja, una criatura diseñada genéticamente para ser la fuente ideal de producción de carne (y por tanto destinada al matadero desde su concepción) es el centro de un ecosistema que coloca a la industria (deshumanizada hasta lo psicopático, y encabezada por una Tilda Swinton que también parece haberse asentado en el esperpento distópico) y los activistas por los derechos de los animales (radicales hasta el ridículo) como dos polos opuestos en lo moral, pero cercanos en su grotesca estupidez. Ahí radica quizá la mayor dificultad del coreano, que transita una delgada línea entre lo divertidamente excesivo y lo directamente enervante. Pero sale airoso, la mayor parte del tiempo (con excepción del personaje interpretado por Jake Gyllenhall, que llega a caer en un ridículo que no acaba de funcionar), y consigue un tono de sátira salvaje sin renunciar a un fuerte componente de ternura, gracias a la niña protagonista y a la espléndida creación digital de la criatura. Cabe añadir que, si las hay, las concesiones en la puesta en escena debidas a su condición originaria como ‘película de streaming’ son por completo inapreciables. Que siga el ‘debate Netflix’. JUANMA RUIZ

A CIAMBRA (Jonas Carpignano). Quincena de los realizadores

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Pio es uno de los hijos menores en una familia gitana en el poblado chabolista de A Ciambra, en el sur de Italia. Tras el arresto de su padre y su hermano mayor, comienza a realizar pequeños robos, entrando en una espiral de delincuencia que parece casi determinada por su origen. A partir de su cortometraje homónimo (estrenado en la Semana de la Crítica de 2015), Jonas Carpignano construye con elementos mínimos un relato contundente, y extrae una asombrosa verdad de los actores, que no en vano interpretan una versión ficcionalizada de sí mismos. El verismo se intensifica con una cámara inquieta y constantemente apegada a los rostros. Incluso se llega a permitir, sin resultar estridente, algún momento onírico, casi lorquiano en su nostalgia por otra concepción de ‘lo gitano’: el caballo, el fuego, y el personaje del abuelo que inculca en el joven protagonista una filosofía de “nosotros contra el mundo” casi como recurso de supervivencia. Un relato de ‘coming of age’ con algunas obviedades (el plano final es de un subrayado que provoca algo de sonrojo) y lugares comunes, pero en absoluto exento de fuerza. JUANMA RUIZ

L’AMANT D’UN JOUR (Philippe Garrel). Quincena de los realizadores

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En el cine de Philippe Garrel, la cámara suele ocupar el lugar del corazón. Sus mejores películas no nos hablan de la retórica del amor sino de las tensiones y dolores que provoca toda relación sentimental. Los personajes aman, sufren, se descomponen, se reencuentran y, sobretodo, se abrazan. A partir de 2013, con el rodaje de La Jalousie, todo el cine de Garrel ha sufrido un pequeño y significativo cambio. El desgarro amoroso no viene marcado por el corte entre plano y plano, por las elpisis bruscas y por el paso indeterminado del tiempo, sino que está puntuado por una construcción argumental basada en guiones cerrados, que quieren apuntalar esas grietas tan características del mejor cine del cineasta. En L’Ombre de femmes aparecía por primera vez en el cine de Garrel una voz en off y una distancia marcada por el peso del relato. Su cine dejaba de ser fruto de la tensión de una serie de pedazos de vida, para transformarse en relatos más o menos organizados. L’Amant d’un jour sigue esta lógica del guion excesivamente escrito, aunque en su interior vuelvan a surgir imágenes bellas y notables escenas de dolor. Garrel nos cuenta la historia de un profesor de filosofía que mantiene una relación con su alumna, mientras su hija de la misma edad vuelve a casa después de romper con su novio. Tal como cuenta el personaje del padre, la quimera que persiguen los personajes no es otra que la estabilidad emocional, pero esta quimera es rota por los celos, la angustia y la infidelidad. Garrel filma momentos muy potentes, como un notable polvo inicial entre el profesor y la alumna, junto a otros que no son más que meros recursos de guion -como el descubrimiento de una infidelidad ipso facto o la aparición en un quiosco la imagen de una de las protagonistas como una supuesta actriz erótica-. Hay algo que se pierde por el camino, mientras se conserva algo esencial que reside en el hecho de que Garrel es el único director que continúa filmando a la manera de esa cine moderno del que siempre ha sido un ilustre baluarte. ÀNGEL QUINTANA

Contada en poco más de una hora, L’Amant d’un jour es la historia de un profesor universitario divorciado que tiene una relación con una alumna de la misma edad que su hija. Los tres acaban viviendo juntos cuando esta última rompe con su novio, y a partir de ahí se despliega un abanico de relaciones entre los protagonistas que tiene sus puntos más interesantes en la dinámica que se va conformando entre las dos jóvenes. Garrel propone un film rugoso, lleno de asperezas: imágenes levemente fuera de foco, cortes a negro, una música que, aunque de composición discreta, irrumpe en el silencio sin pretender nunca un asomo de suavidad. Es más, el cineasta parece celebrar cada transición con el uso de estos elementos, así como de una narración en off que, sin disimulo, se encarga de rellenar huecos argumentales cuando lo que le urge es pasar a la siguiente conversación íntima, acelerar la narración unas veces y contar lo que la cámara no puede (o no le interesa) alcanzar. En la era de la alta definición, Garrel ofrece una película que es como una Polaroid, gozosamente impura y de contornos desdibujados. JUANMA RUIZ

THE SQUARE (Ruben Östlund). Sección oficial

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En un momento de The Square, Christian, el conservador del Museo Real de Estocolmo, organiza una rueda de prensa. En ella intenta explicar la importancia de una instalación consistente en un cuadrado vacío que pretende actuar como símbolo del altruismo social. En su conferencia cita a Nicolas Bourriaud y su libro sobre la Estética relacional, que establece una nueva dimensión de lo conceptual en el que la obra es un espacio de interacción cuya forma acaba tomando sentido a partir de la recepción del propio espectador. La conferencia establece unas bases que fácilmente desembocan en el humor y la parodia. El museo pretende ser el espacio de la corrección política y de la solidaridad cuando el mundo del arte contemporáneo está regido por un sentimiento de casta que lo acaba apartando de la realidad. En los consejos de administración de los museos están los grandes burgueses que bendicen algo que son incapaces de entender y en la dirección del espacio expositivo unos tecnócratas de la gestión cultural que viven en su torre de marfil sintiéndose parte de un mundo que no entienden. Ruben Östlund parte del museo para acabar reflexionando sobre una sociedad, Suecia que vive ensimismada en la corrección política y que es incapaz de abrir los ojos a los desheredados del bienestar. El planteamiento de la película podría ser interesante si no fuera porque a lo largo de las dos horas y media de metraje se intentan abordar demasiadas cosas sin que estas encajen con toda comodidad, mientras se teje una comedia que a veces puede derivar en el absurdo y otras en la sátira burda. Östlund construye su discurso a partir de bloques aislados que funcionan como escenas pero a los que les falta coherencia. Parece como si la película estuviera demasiado sujeta a las servidumbres de un modelo de cine de autor que parte de local a lo internacional y que para buscar su hegemonía necesita actores americanos. En algunos momentos de The Square están presentes Elisabeth Moss –Mad Men– y Dominic West –The Wire– pero su presencia acaba siendo anecdótica en una obra que se expande hacia demasiadas direcciones hasta perder su coherencia. ÁNGEL QUINTANA

Las imágenes de Turist (Force Majeure, 2014) mostraban ya dónde se encuentra el punto fuerte y la personalidad más definitoria del cine del sueco Ruben Östlund. Su capacidad para engendrar lo más inquietante bajo la superficie más apacible, para detectar la cobardía moral bajo la capa de respetabilidad, para sacar a flote los instintos más repulsivos que subyacen bajo la máscara de las convenciones sociales. Y todas estas dialécticas explotan con fuerza, pero también un tanto fuera de control, en esta nueva pieza que se muestra mucho más ambiciosa en todos los sentidos, incluido el de la desproporción con la que se extienden muchas de sus secuencias y la desmesura de las ínfulas estéticas con las que otras se expresan. Todo ello no quita para que Östlund nos proponga una revulsiva, intrigante y transgresora parábola sobre la deshumanización de las relaciones sociales, sobre el individualismo egoísta y sobre la ferocidad de las diferencias de clase tomando como pretexto el mundo elitista del arte conceptual de vanguardia y de su tratamiento en las grandes instituciones museísticas financiadas por el mecenazgo privado.

En sus mejores momentos, un turbulento río subterráneo de inquietud y de sordidez palpita bajo inventivos e incluso disparatados registros de comedia que no rehúyen ninguna excentricidad (incluido un chimpancé que dibuja y se maquilla, además de vivir apaciblemente con una joven periodista en su propia casa). En sus peores facetas, la película se estira sin control y las imágenes se tiñen de pretensiones formales un tanto desaforadas. Y en el fondo de su planteamiento se transparenta de nuevo el moralista que Östlund lleva dentro, preocupado y sin duda espantado por la deriva insolidaria de la sociedad contemporánea provocada, según él, por el despilfarro diletante de las élites económicas y culturales. El peligro es que queda demasiado al descubierto, y excesivamente obvia, la burla del arte de vanguardia, trazada paradójicamente desde la perspectiva de un cineasta que aquí no duda en dinamitar a conciencia los eslabones del relato tradicional para proponer de forma explícita un encadenado de set pieces a cual más corrosiva y heterodoxa, lo que no es poco mérito y lo que nos anima a seguir de cerca su trayectoria futura. CARLOS F. HEREDERO

UN BEAU SOLEIL INTÉRIOR (Claire Denis). Quincena de los realizadores

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Claire Denis cambia de registro y amplía su radio de acción para proponer aquí una inteligente comedia que gira en torno a las frustraciones amorosas de una mujer ya madura y sus insatisfacciones emocionales en la búsqueda de un amor verdadero. Sobre un guion que consigue sacarle mucho partido a los juegos retóricos sobre la naturaleza del amor y a los sucesivos equívocos en torno a lo que la protagonista necesita oír de sus diferentes y ocasionales parejas, la película se expresa con menos intensidad física de la que es habitual en la creadora de L’intrus o Beau trvail, con llamativa discreción formal y a veces también de manera un tanto reiterativa, pero termina encontrando su propio pulso en la última media hora de su metraje y desemboca en una larga secuencia final que enfrenta, de manera memorable, a Juliette Binoche y Gérard Depardieu. La actriz sostiene enteramente la película y consigue encarnar de manera creíble toda la fragilidad, las dudas, las contradicciones y el desconcierto existencial de la protagonista. Un film sorprendentemente ligero, pero en cuyo trasfondo palpita la inteligente mirada femenina y feminista de su directora. CARLOS F. HEREDERO

En diferentes entrevistas publicadas antes de la presentación en Cannes de Un beau soleil intérieur, Claire Denis ha hablado que el punto de partida fue el texto de Roland Barthes, publicado en 1977, Fragmentos del discurso amoroso. Barthes concibió su texto como un compendio de aforismos en el que desde la semiótica deseaba diseccionar los gestos, palabras y actitudes que han marcado la retórica amorosa. A pesar de que la obra ha sido llevada al teatro y que ha inspirado algunas notables películas –Carol de Todd Haynes, por ejemplo- el libro debe ser visto como un conjunto de apuntes que nos ayudan a comprender la poética del amor. Es desde esta perspectiva que Claire Denis lo utiliza para construir una película en el que el tema central no es tanto el amor sino la retórica amorosa como prisión pero también como método para alcanzar la plenitud del amor y del deseo. Claire Denis plantea la cuestión como una especie de comedia sobre los encuentros y desencuentros de Isabelle -espléndida Juliette Binoche-, una mujer de cincuenta años, divorciada, madre de un hijo y que en medio de su soledad busca un posible nuevo amor. El resultado es una película luminosa y ligera como una especie de punto y aparte en la obra de Claire Denis, en la que a partir de Barthes se propone jugar con el peso que el discurso amoroso ha tenido en la historia de la representación y en particular en la cultura francesa.

A lo largo de la película vemos como Isabelle encuentra hombres con los que se acuesta, vive decepciones, quiere establecer posesiones duraderas pero está condenada a un tránsito permanente y que más allá del sueño de un amor verdadero hay algo que le impide llegar a su plenitud. El amor surge siempre después de la retórica, después de un juego en el que lo implícito a veces necesita apoyarse en lo explícito. En las relaciones hay siempre dudas, los pasos están llenos de incertidumbres y los gestos de la seducción son fruto de una semiótica precisa que no es siempre comprensible por el otro. Denis va tejiendo la película con un ritmo preciso hasta llegar a un culminante momento final en el que Isabelle busca más allá de su intuición un consejo. Es entonces que surge, con toda su inmensidad, Gerard Depardieu y lleva la película a una conclusión contundente: ante las dudas lo importante es despojarse de todo y encontrar ese espléndido sol interior que proporciona la paz de espíritu. El problema reside en como en medio de este mundo marcado por la semiótica de la seducción es preciso hallar ese sol interior. ÀNGEL QUINTANA

VISAGES, VILLAGES (Agnès Varda y JR). Fuera de competición

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Visages, Villages nace de un encuentro. La leyenda dice que todo empezó en una panadería, el día que el joven artista J.R. pidió dos lionesas de chocolate y el panadero le comentó que estaban reservadas por una vieja mujer las había pedido antes. La mujer tenía 88 años, llevaba una parte de su melena teñida de rojo y se llamaba Agnès Varda. De hecho, más allá de esta anécdota, Varda y J.R. intentaron cruzar sus vidas en otros momentos, quizás porque la cineasta descubrió un día que ese joven fotógrafo cuyas obras se exponen como grandes murales en espacios públicos tenía muchas cosas en común con ella misma. J.R. es un artista al que le interesa capturar imágenes, pero al mismo tiempo cuestionar los dispositivos que las hacen posibles. También es alguien que quiere explorar rostros, ciudades y paisajes. Agnès Varda, que en su juventud hizo una película pionera sobre el street art llamada Murs, murs. Ahora vuelve a interesarse por ese arte que convierte el mundo en un gran centro de exposiciones para acabar dignificando las personas y la vida. El credo compartido queda perfectamente expuesto por la cineasta en un momento de la película cuando afirma que le gusta crear para transformar con la imaginación pero también para acercarse a las personas, a las diferentes comunidades.

El resultado de esa extraña simbiosis es una película libre. Como en Los espigadores y la espigadora o Las playas de Agnès, la cineasta construye su personaje, no cesa de autorepresentarse utilizando la imaginación para transformar cualquier cosa y romper con toda posible rigidez del gesto cinematográfico. Durante el camino que Agnès Varda y J.R. recorren juntos el elemento esencial para fijar los encuentros y desencuentros no es otro que el azar. Sin embargo de este azar surge un mundo en el que acaban proyectándose muchas cosas del mundo de una cineasta que transforma la idea de testamento fílmico para convertirlo en introspección vitalista a su propio universo. En los viajes surge esa imagen de Ulysse capturada en 1956, una vieja película en la que Jean Luc Godard se quitó sus gafas de sol y que Varda rodó en 1961 o nuevos espigadores que colectan cosas e incluso el fantasma de Jacques Demy. También surge la lucha por la dignidad femenina. En uno de los momentos más bonitos de la película, Agnès Varda viaja a Le Havre y frente a los estibadores del puerto decide buscar la imagen de esas mujeres ocultas, para visibilizarlas. De hecho, toda la película no es más que un ejercicio de visibilización de seres anónimos, el único que no se deja es Jean Luc Godard, cuyo espectro protagoniza un bello y contundente final. ÀNGEL QUINTANA

89 años tiene la cineasta que ha entregado, hasta el momento, la obra más joven y, sobre todo, más libre de todo el festival. En estrecha y afortunada alianza con el joven fotógrafo que firma como ‘JR’, Agnès Varda sale de nuevo a los caminos de Francia para buscar entre sus pueblos, entre sus granjeros, entre los descargadores de los muelles, entre la gente humilde del país interior (a espaldas de todos cuantos salen a diario en los medios de comunicación) aquellas facetas que le permiten empatizar con la humanidad y con las condiciones de vida de esas personas a las que aquí fotografía JR para empapelar con sus imágenes –a tamaño gigante– los muros de las casas y de las granjas, los callejones y hasta los contenedores que se amontan en los puertos. Película de viaje, pero también de celebración de una humanidad y de unas gentes en las que los cineastas encuentran el pulso más valioso de este precioso y libérrimo documental que es, por encima de todo, una deslumbrante obra de creación personal que se despliega sobre la pantalla con una ligereza y una grácil liviandad casi aérea, hija inequívoca de la creadora de Los espigadores y la espigadora.

Solo por las secuencias dedicadas a las esposas de los estibadores (para hacer visible y reivindicar el papel de estas mujeres y su trabajo profesional), el divertido y emocionante homenaje-cita a Bande à part (Godard), mediante la carrera por las salas del museo (con Agnès Varda en silla de ruedas) y la frustrante visita final a la casa de Godard (a quien la directora no duda en calificar de ‘sucia rata’ humana sin abdicar en ningún momento del cariño y de la admiración que le profesa) valdría la pena compartir con esta entrañable y admirable creadora los ochenta y nueve gozosos minutos (los mismo años que tiene) de un film trazado enteramente a base de pinceladas sueltas, trazos improvisados, intuiciones felices y una penetrante mirada que atraviesa todos y cada uno de sus fotogramas. El gran cine en movimiento. CARLOS F. HEREDERO

EL SOL DEL MEMBRILLO (Victor Erice). Cannes Classics

EL SOL DEL MEMBRILLO

Veinticinco años después El sol del membrillo se volvió a proyectar en Cannes. Qué gran paradoja que un documental cuya inclusión en competición en 1992 fue una gran sorpresa, luego de la normalización del documental en los festivales no especializados y de que algún documental (muy distinto, eso sí) se haya alzado incluso con la Palma de Oro, hoy en día resulte inimaginable en la sección oficial competitiva de Cannes una película como esta que sigue el trabajo de un pintor y sus infructuosos intentos de captar la luz otoñal en un membrillero. Lo que era posible en 1992 parece no serlo en 2017, lo que da la medida de los riesgos que asumía el festival dirigido por Gilles Jacob. En su momento muchos se quejaron de la selección de la película a competición (“no sin algo de razón”, apostillaba Ángel Fernández-Santos en su crónica de entonces) y quienes estuvieron presentes en el pase de entonces recuerdan las continuas deserciones de espectadores. Aún hoy hay momentos como el de la conversación entre Antonio López y Enrique Gran que parecen un obstáculo insalvable para cierto público (o al menos lo fue en el pase de ayer). La película de Víctor Erice es la prueba irrefutable de que el cine que se ve actualmente en Cannes es como mínimo mucho más aparatoso.

El sol del membrillo se ha vuelto a presentar en una magnífica restauración llevada a cabo por la Filmoteca de Catalunya y supervisada por el propio Erice. Debería representar una nueva vida para la película, la posibilidad de distribución en salas y la edición de un Blu-ray. Además de la reparación de algunos fotogramas dañados en el negativo se ha procedido a un nuevo kinescopado de las partes originalmente grabadas en Betacam SP, que todavía siguen destacando con la peculiar textura del vídeo analógico, en acusado contraste con las esplendorosas imágenes escaneadas en 6K. Erice ha aprovechado la ocasión para suprimir una escena y eliminar algún que otro plano de transición, en total unos cinco minutos menos que no suponen ninguna modificación sustancial, por más que, filológicamente, puedan resultar discutibles. Si fuese un disco estaríamos hablando de una “alternate mix”. Pues eso, bienvenida sea cualquier oportunidad que se nos presente para poder volver a disfrutar de una obra maestra del calibre de El sol del membrilloJAIME PENA

BARBARA (Mathieu Amalric). Una cierta mirada – Inauguración

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La premisa de ofrecer un supuesto biopic de la cantante Barbara (1930-1997) se desvanece felizmente a la primera de cambio en cuanto el puzle narrativo orquestado por Amalric empieza a desplegarse sobre la pantalla. El pretexto argumental del relato es el rodaje de una película dirigida por un cineasta (interpretado por el propio director) sobre la cantante Barbara, interpretada por una actriz a la que a su vez interpreta Jeanne Balibar. Se va conformando así una inteligente pirueta metanarrativa que convierte al segundo largometraje dirigido por el actor (después de las ya estimables Tournée y La Chambre bleue) en una indagación íntima y personalísima de Amalric tanto en la figura de Barbara como en sus propias obsesiones como director. Se hace evidente así el fructífero diálogo que la película establece con el film de Arnaud Desplechin (Les Fantômes d’Ismaël), interpretado a su vez por un Mathieu Amalric que también allí da vida a un cineasta.

La gran conquista de la película es conseguir ofrecer un retrato poliédrico de Barbara, de su forma de vivir la música, de ensayar y actuar, de relacionarse con su entorno personal, de amar y de sufrir, que confronta simultáneamente las imágenes de archivo de la verdadera cantante, la sensible y matizadísima interpretación que Jeanne Balibar hace de ella y la investigación que el cineasta ficcional lleva a cabo para conseguir llegar a capturar los secretos de su arte y de su personalidad. Suena complicado y podría haber resultado retórico y manierista, pero Amalric resuelve el crucigrama por el procedimiento de renunciar al relato propiamente dicho y perseguir incesantemente la captura del momento, de los gestos y de las miradas para configurar una obra llena de felices intuiciones, tan valiente como sincera y atravesada por mucho talento en todos sus fotogramas. CARLOS F. HEREDERO

Generalmente toda metaficción es un ejercicio caracterizado por la mostración de las costuras de la creación. Se captura la obra en el momento de realizarse y surgen los secretos de aquello que está en el otro lado de las imágenes. ¿Qué pasa cuando el objeto de la metaficción es un mito tan misterioso como la cantante francesa Barbara? Mathieu Amalric decide contestar a esta pregunta creando una metaficción a partir de la biografía de la actriz. Parece como si quisiera mostrarnos los elementos que han configurado el mito, como se ha creado la leyenda. El factor que convierte Barbara en una película excepcional no es la deconstrucción del mito sino el modo como dibuja todo el meticuloso proceso de su vampirización. Existe la cantante Barbara, está su biografía, están los apuntes que un supuesto director toma para construir su biopic y están sus espléndidas canciones. Pero también existe una actriz/cantante llamada Jeanne Balibar que debe usurpar a Barbara, que debe ocupar su lugar para ser ella en una supuesta ficción que puede tomar forma o puede estar condenada al fracaso. El director quiere hacer el doble juego: filmar a Balibar haciendo de Barbara pero también haciendo de sí misma, por este motivo la imagen de las dos actrices se confunde. No se trata únicamente de un trabajo meticuloso de caracterización o de aprendizaje detallado de su gestualidad, sino de un trabajo centrado en la posible vampirización de su aura, ya que sin el aura de la actriz no hay ni mito, ni leyenda.

Mientras todo esto sucede el director se convierte en un admirador situado detrás de la cámara que vive con cierta melancolía la existencia de la imagen embalsamada de la actriz. La resurrección mediante el cine puede ser posible pero Jeanne Balibar no puede dejar de ser sí misma y también es la actriz que interpreta y que quiere cantar como Barbara. El juego es complejo pero está resuelto con gran sensibilidad, con un tono calculado y con una gran inspiración. Al final la emoción se instala entre las imágenes y cuando Balibar canta a Barbara surge el milagro de la vampirazación definitiva. Una joya. ÀNGEL QUINTANA

Extraños diálogos los que se despliegan a veces entre las películas de un festival. Si ayer Arnaud Desplechin inauguraba la sección oficial con Mathieu Amalric interpretando a un director de cine y una estructura que alternaba la narración entre su vida y su película, hoy el pistoletazo de salida de Una cierta mirada corresponde a una historia que cumple con todo lo anterior, esta vez dirigida y coprotagonizada por el propio Amalric. Jeanne Balibar interpreta a Brigitte, una actriz que se encuentra en pleno rodaje del biopic sobre la célebre cantante francesa Barbara. Amalric, de nuevo, es el cineasta inmerso en la creación de una película cuyas fronteras con la realidad se desdibujan. Pero Barbara funciona casi como la mirada especular de Les Fantômes d’Ismaël: aquí el relato pasa a un segundo plano y la narración se diluye: lo que queda son apenas trazos impresionistas que apelan más a una dimensión puramente psicológica. Esto permite a Amalric llevar más allá la propuesta de Desplechin, hasta el punto de que no solo se confunden realidad y ficción, sino también actriz y personaje, en una espiral en la que no hay enigmas que resolver ni desenlace al que encaminarse. Extraña y atrayente, Barbara ofrece lecturas estimulantes, más allá de como comentario sobre el film visto ayer… pero no cabe duda de que la (¿azarosa?) colisión entre ambos es mayor que la suma de sus partes. JUANMA RUIZ

JUPITER’S MOON (Kornél Mundruczó). Sección oficial

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Ante una película húngara cuyo tema central no es otro que el de la crisis de los refugiados y la tensión generada por la política gubernamental del país, cabe preguntarse cuál será el punto de vista sobre la cuestión. De entrada es evidente que ese punto de vista no coincidirá con la política del ultraderechista Janos Ader y que detrás de las imágenes surgirá un cierto humanismo. Kornél Mundruczó lleva a cabo la apuesta humanista utilizando el lenguaje de la parábola. Un joven emigrante sirio es abatido a tiros en un campo de concentración de refugiados. A partir de este hecho surge el milagro. El chico levita y se convierte en una especie de ser angelical que es preservado por un doctor con problemas de conciencia, mientras el malvado director del campo no cesa de perseguirlos. La fábula resulta obvia y tiene que ver con la mala conciencia europea y con la maldad de la ultraderecha. Frente a estos factores, los refugiados pueden convertirse en seres angelicales que transportan esa humanidad ante la que Europa no ha hecho más que cerrar la mirada. Mundruczó -director de White Gog, vista hace tres años en Cannes- conduce la fábula hacia el territorio del thriller y acaba realizando una película de tono grueso que en vez de encontrar su poética desemboca en el absurdo. La gran película húngara sobre la era Janos Ader no es Jupiter’s Moon, aún está pendiente. ÀNGEL QUINTANA

Igual que los críticos, todos los festivales cultivan extrañas perversiones, y una de las más extravagantes de Cannes se llama Kornél Mundruczó, el cineasta húngaro al que siempre seleccionan sus películas, aunque estas, invariablemente, resulten pomposas, hinchadas de pretensiones y huecas por dentro. Sucedía ya clamorosamente en Tender Son y en White God, y no contento con aquellos logros este año nos propone una de emigrantes en Europa cuyo joven protagonista (un sirio hijo de un terrorista islámico) levita y flota por los aires cada vez que está en peligro, y casi siempre acompañado por un médico moralmente repulsivo que parece convencido de que, ante la debacle que supone la Europa actual, ha llegado la hora de mirar hacia Dios. Sin comentarios, habría que añadir, pero esto se queda corto ante la pedante pretenciosidad de un film que solo cabe interpretar como supuesta –y muy reaccionaria– metáfora del actual estado de las cosas en el viejo continente, sin que resulte posible llegar a identificar sus puntos de conexión con la realidad más allá de la descripción inicial de un trágico naufragio de emigrantes. Un film inútil en el mejor de los casos. Insufriblemente pesado y errático casi siempre. CARLOS F. HEREDERO

Si ayer hablábamos de metáforas obvias en Loveless, la nueva película de Kornél Mundruczó no se anda precisamente con sutilezas. Jupiter’s Moon comienza con unos rótulos que explican al espectador que, de entre las lunas de Júpiter, una fue considerada candidata a albergar formas de vida y los astrónomos la llamaron Europa. A continuación, una premisa casi de realismo mágico: un joven refugiado es tiroteado al tratar de cruzar la frontera, y no solo sobrevive milagrosamente, sino que descubre que puede levitar a voluntad. Y mientras el protagonista se eleva, todos los demás elementos de la película caen en picado irremisiblemente: desde el manejo moralmente cuestionable del tema de los refugiados (entrelazado con el terrorismo de un modo que haría las delicias de Marine Le Pen) hasta la banalización de todo el relato a base de espectacularización (las escenas de vuelo parecen puro Matrix, y una persecución automovilística resulta tan intensa como fuera de lugar). Por si esto fuera poco, en lo puramente mecánico la cinta se vuelve reiterativa, con lo que si no funciona como objeto autoral europeo, tampoco como émulo hollywodiense. Sin ninguna duda, la primera gran decepción del festival. JUANMA RUIZ

WESTERN (Valeska Grisebach). Una cierta mirada

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La convivencia entre un grupo de obreros alemanes y los habitantes de un pequeño pueblo búlgaro en el que los primeros trabajan en la construcción de rutas y canteras pone a prueba las diferencias de cultura, de idioma y tradiciones entre ambas comunidades, lo que utiliza la alemana Valeska Grisebach (asesora de guion en Toni Erdmann) para proponer un estimulante cruce genérico entre película social, arquetipos del western clásico y radiografía conductista de un grupo humano en el que las tensiones discurren subterráneas, pero insidiosas hasta emerger a la superficie con consecuencias dramáticas. La mirada limpia, casi entomológica de la cineasta es el principal valor de un film al que le falta algo de punch narrativo y de densidad expresiva para llegar a cuajar del todo, lo que no impide valorar la originalidad de la propuesta, la honesta renuncia a los clichés melodramáticos que amenazan a la historia y el logro considerable de mantener un difícil tono neutro durante todo el relato. CARLOS F. HEREDERO

En 1935, Jean Renoir rodó cerca de Cannes, Toni (1935). En aquellos años, la costa azul no era un paraíso turístico sino un espacio para la emigración formado por un curioso cruce de culturas en el que los emigrantes españoles e italianos intentaban convivir con los franceses del sur trabajando en la construcción y en las canteras. Hoy, en 2017, en Cannes el negocio está en otras partes, pero más al oeste, en Bulgaria, las canteras son explotadas por otros obreros que trabajan para multinacionales alemanas e intentan buscar una relación con su entorno. Valeska Grisebach construye Western como una película sobre la relación norte/sur, sobre el difícil contacto entre un mundo poderoso y rico y un mundo pobre, pero da la vuelta a la cuestión. En el pequeño pueblo búlgaro los recelos se centran en los forasteros, los extraños son los poderosos que trabajan en la construcción y el problema de los obreros alemanes no es otro que el de la integración en un entorno de apariencia apacible pero marcado por una calma tensa. Western es una buena película porque sabe crear con fuerza y originalidad un mundo preciso, y sin embargo no acaba de funcionar porque una vez mostrado el mundo, éste se estanca. La violencia está presente pero no estalla. ÁNGEL QUINTANA

LOS PERROS (Marcela Said). Semana de la crítica

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El arranque de Los perros de Marcela Said es contundente y prometedor. Una chica de la alta burguesía chilena va a clases de equitación con un antiguo coronel del ejército, personaje interpretado por el gran Alfredo Castro. Durante años ella ha vivido con absoluta indiferencia respecto a la historia y a la política, pero el encuentro con el viejo coronel desvela alguna cosa. La chica descubre que los perros no solo están en el exterior sino en su propia familia y observa como su padre tuvo negocios turbios con la dictadura. El descubrimiento está acompañado de una cierta tentación hacia el mal. Ella siente fascinación por ese personaje turbio que espera condena por supuestos crímenes bajo el régimen de Pinochet, pero al mismo tiempo siente la angustia del horror. Todos estos elementos están perfectamente explicados en la primera hora de metraje de Los perros pero a partir de un momento parece como si la película no avanzara, como si el guion no parará de dar vueltas en una historia que ya nos ha sido contada y que acaba resultando subrayada. Es evidente que la indiferencia política ha actuado como coraza a la nueva sociedad neocapitalista chilena y que enterrar lo incómodo resulta una estrategia fácil para no resucitar los fantasmas e impedir que los perros ladren. ÁNGEL QUINTANA

Los perros narra la toma de conciencia de Mariana (Antonia Zegers) tras conocer que su profesor de equitación, Juan (Alfredo Castro), es un antiguo militar pinochetista que está siendo investigado y que espera una más que probable condena. En sus cuarenta, Mariana intenta tener una vida propia, despegarse de una vez de la figura dominante de su padre y quizás también de la de su marido. Pero el pinochetismo lo contamina todo: a una burguesía chilena que mantiene muchos de los privilegios ganados durante los años de la dictadura y a su propia familia, pues su padre conoció en el pasado a Juan y una ley del silencio parece protegerlos a unos y a los otros. En cierto sentido, el pinochetismo contamina también al cine chileno, aunque más bien cabría decir que contamina a un cine latinoamericano condenado a repetir siempre las mismas historias de dictaduras y miserabilismo. Algo así como una versión de la Gloria de Sebastián Lelio con un trasfondo de denuncia de la dictadura, Los perros propone un buen punto de partida con el que liberarse de ese pasado, pero Said no va más allá de la exposición de una situación que no precisa de desarrollo: una película solipsista. JAIME PENA

BLADE OF THE IMMORTAL (Takashi Miike). Fuera de competición

BLADE OF THE IMMORTAL

Lo nuevo de Takashi Miike comienza con un sobrio blanco y negro y una estética que remite sin disimulo a los jidaigeki de los años cincuenta, con Kurosawa a la cabeza; pasados, eso sí, por el tamiz hiperviolento del cineasta. Sin embargo, ya en el final del prólogo las esperanzas de cualquier tipo de sobriedad se vienen abajo, con un plano en el que entran al mismo tiempo el color y unos más que evidentes efectos digitales. Adaptando el cómic nipón homónimo, el relato de samuráis que ofrece Miike tiende a lo desaforado, incluso a la caricatura, con una estética anime (sobre todo en el diseño de sus personajes) y un humor esquemático. Como si fuera el reverso esperpéntico del Logan de James Mangold (que a su vez tenía ecos de obras netamente japonesas como El lobo solitario y su cachorro), el film tiene como protagonistas a un fiero guerrero con el poder de curar sus heridas y una niña a la que protege. Sin embargo, lo que en la de Mangold era desnudez formal, sequedad y referencias al western, en Miike es puro exceso y delirios manga. Que nadie se espere pues el esteticismo o el ritmo medido de 13 asesinos. Tampoco ayuda al resultado final la fatal combinación entre un excesivo metraje (dos horas y veinte minutos) y un esquema narrativo de videojuego (de enemigo en enemigo hasta el final boss), y todo deja la sensación agridulce de que la historia y el director daban para mucho más. JUANMA RUIZ

WONDERSTRUCK (Todd Haynes). Sección oficial

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Como ya hiciera Martin Scorsese con La invención de Hugo, Todd Haynes adapta a Brian Selznick, esta vez con su obra Wonderstruck, y se pueden apreciar no pocos paralelismos entre ambas películas: las dos son historias de ‘niños perdidos’, con la historia del cine como telón de fondo (más explícitamente en la de Scorsese, eso sí) y donde el pasado se filtra en el presente. Puede pecar Haynes de un exceso de sensiblería en su tramo final, y de una escena explicativa que se convierte en un peaje quizá ineludible. Pero su primera hora es una auténtica sinfonía, sin apenas diálogos, donde el sentido de la maravilla parece inagotable. Dos planos narrativos en perfecta armonía y constante diálogo, un montaje de impresionante precisión y una música deslumbrante que representa dos épocas (y dos momentos cinematográficos). Quizá era tarea imposible mantener el nivel de asombro (¡en cada plano!) de esa mitad inicial, pero con todo, no cabe duda de que estamos ante la primera gran película del certamen. JUANMA RUIZ

Adaptación personalísima de un libro de Brian Selznick que se inscribe en la misma línea de su Hugo Cabret, tan felizmente trasladado al cine por Martin Scorsese, la nueva realización de Todd Haynes explora con deslumbrante inventiva los vínculos entre el pasado y el presente (la acción se desarrolla simultáneamente en 1927 y en los años setenta), entre el cine mudo y el sonoro, entre la audición y la sordera, entre la imaginación y la realidad, tomando como bastidor la trayectoria paralela ­–en tiempos diferentes– de dos niños que buscan, cada uno a su manera, las respuestas que su vida cotidiana no les proporciona. La audacia y la dificultad de la estructura parecen casi un incentivo en las manos de este gran creador de formas y de modelos narrativos que es Todd Haynes (recuérdese I’m not There), capaz de construir durante la primera hora de su relato una fascinante sinfonía que deviene auténtico ‘gabinete de las maravillas’ cinematográfico gracias a la virtuosa síntesis fraguada por un montaje de notable y extraordinariamente expresiva capacidad dialéctica, un banda sonora de compleja sofisticación (y obviamente no me refiero solo a la hermosísima partitura musical de Carter Burwell) que juega –con el volumen, con los ruidos y los silencios– un papel de primer orden en la propia dramaturgia de la narración y una sabia planificación que atiende, simultáneamente, a la objetividad de la representación y a la vivencia subjetiva de los hechos que experimentan Rosa (la niña sorda que contempla aterrorizada cómo el cine sonoro está a punto de desplazar al mudo) y Ben, el niño que llega a Nueva York en busca de un padre al que no conoce.

Wonderstruck camina por las alturas del gran cine hasta que, poco a poco, casi de forma inapreciable, se ve en la obligación de hacer confluir sus dos líneas narrativas y, a partir de ahí, su inventiva parece decaer suavemente, aunque quizás eso solo sea el efecto subjetivo que se experimenta tras su apabullante despliegue inicial. Es una lástima que la resolución del vínculo que finalmente une a sus dos infantiles protagonistas llegue con un largo pasaje explicativo que cede a lo más fácil del procedimiento, sin duda porque Haynes no encuentra otra forma más ‘cinematográfica’ de sugerir esa relación, si bien es de justicia reconocer que la puesta en escena del citado pasaje (a base figuritas de cartón y de barro que reemplazan a los actores, lo que rompen ­­­de manera atrevida con toda servidumbre realista) contribuye de manera bastante eficaz a prolongar el encantamiento y la magia que desprende una obra que se ha convertido, desde el final de su proyección a la prensa, en la primera nítida candidata para la Palma de Oro. Y eso que el festival no ha hecho más que empezar. CARLOS F. HEREDERO

Cuenta la leyenda que cuando Orson Welles llegó a los estudios de la RKO quedó maravillado porque lo que vio era como el mayor tren eléctrico del mundo. Todd Haynes es uno de los grandes estilistas del cine americano contemporáneo y cree en esa concepción del cine como un gran tren eléctrico. Después de la poética del gesto y del deseo plasmada en Carol, Haynes lleva a la pantalla un cuento para niños, escrito por Brian Selznik, con la idea de poder establecer múltiples juegos de lenguaje que permitan devolver al cine esa capacidad perdida por la ilusión artesanal. Haynes no sitúa el cine en el mundo de la postproducción digital sino que lo reivindica como parte de una genealogía proveniente de los gabinetes de curiosidades del siglo XIX. El resultado final es Wonderstruck una auténtica maravilla que a veces resulta demasiado maravillosa. La película está más cerca de la orfebrería artesanal más delicada que de la visceralidad política -y sexual- de Carol y las anteriores películas de Haynes.

La historia que cuenta Wonderstruck es muy simple y parte de un relato de búsqueda de la identidad perdida. En 1977, después de la muerte de su madre, un niño busca al padre que nunca conoció. Mientras, en 1927, una niña sorda se siente fascinada por el secreto que esconde una actriz del cine mudo. Los destinos de los dos personajes están marcados por un accidente en el que el niño acaba perdiendo el oído, mientras la niña ve una película de corte griffithiano sobre una mujer perdida en una tormenta. Unos días después, ambos se pierden en la selva urbana de Nueva York para encontrar sus secretos, hasta que sus vidas acabaran cruzándose entre un diorama expuesto en el Museo de Arte Natural de Nueva York y un gran panorama de la ciudad instalado en el Museo de Queens. Quizás la historia puede ser criticada de previsible, de excesivamente tierna o de cuento infantil capaz de maravillar a los adultos. De todos modos, más allá de las contradicciones de Brian Selznik -el autor de Hugo Cabret que figura como guionista de la película–, está el tren eléctrico de Todd Haynes.

Parece como si todo lo que se explica en la película no fuera más que un pretexto para experimentar, jugar y fascinar. Haynes no entiende la fascinación como un regreso al mas difícil todavía de la era digital, sino como un retorno al pasado, como la recuperación de ese mundo maravilloso perdido en el inconsciente de la infancia y que puede resucitar como los lobos feroces de Minnesota con los que se abre la historia. Este trabajo hacia la fascinación permite a Haynes convertir la película en un ensayo sobre diferentes modos de lenguaje -escritura, palabra, signos, gestos, animación e imágenes fotográficas- pero también en un juego en torno las formas de expresión del cine. Haynes, con la gran ayuda de Ed Lachman, nos lleva al Nueva York de 1927 de la mano de King Vidor y de Paul Strand, pero contrasta este viaje hacia el cine silente con las imágenes de otro Nueva York filmado en los setenta por Robert Kramer, Amos Poe, Edo Bertoglio y otros visionarios del cine independiente del periodo. El tren eléctrico no cesa de avanzar por túneles fascinantes de corte melodramático pero cuando sale a la superficie parece celebrar sus momentos más poéticos y más intensos. Haynes acaba construyendo una gran celebración sobre la memoria en la que se reivindica la importancia de la herencia y el papel de los signos como pistas para hallar esa identidad personal y cultural perdida en nuestro desfigurado presente. Mientras los personajes se pierden por las cloacas de la existencia, en el cielo brillan las estrellas y David Bowie canta Space Oddity advirtiéndonos que en el espacio no debemos perder el control. ÁNGEL QUINTANA

LES FANTÔMES D’ISMAËL (Arnaud Desplechin). Inauguración-Fuera de competición

Les fantomes

Ante una película como Les Fantômes d’Ismaël, de Arnaud Desplechin, es preciso empezar preguntándose quiénes son esos fantasmas. Para responder a la cuestión debemos tener en cuenta que el Ismaël del título no es otro que Ismaël Vuillard, un personaje que ya aparecía en Reyes y reina (2004) de Desplechin, donde era presentado como un loco con graves problemas de inestabilidad emocional. Era visto como un ser que se movía con gestos grandilocuentes alcanzando muchas veces lo patético a partir de lo grotesco. El personaje siempre ha estado interpretado por Mathieu Amalric quien en otras películas de la filmografía de Desplechin también encarna al personaje de Paul Dedalus. Ismaël y Paul son hijos de Roubaix, la ciudad natal de Desplechin y todo hace suponer que no son más que el alter ego del director, quien se multiplica a partir de las máscaras que usan sus personajes y con los que acaba modelando sus fantasmas. Es por esto que quizás la mejor manera de abordar la nueva película de Desplechin sea viéndola como una historia sobre los fantasmas de un cineasta creador. Unos fantasmas que se encuentran en la vida sentimental, en la creación, en el arte o en la geopolítica.

Ismaël es un cineasta que está rodando una película sobre un diplomático perdido en una historia de espías parecida a la que Desplechin contaba en La Sentinelle (1992). El deseo de ficción alimenta la obra de Desplechin y aparece en la nueva película como una especie de catarsis que traslada a los personajes desde lo global a lo local, de la aventura a lo íntimo. Ismaël está atormentado por su amor, por el miedo del fantasma de una mujer del pasado que se interpone en sus relaciones, pero también está afectado por la soledad y por la angustia creativa. Todos estos sentimientos marcan las diferentes capas de una película marcada por el exceso y por el deseo de construir una ficción desde diferentes puntos de vista, como si fuera una especie de retrato cubista hacia el propio universo fílmico de Desplechin. Es evidente que este retrato poliédrico es inestable e imperfecto. Pero en la supuesta imperfección reside el secreto de la película. Es como si Desplechin no buscara otra cosa que la “calidad de la imperfección” para construir una obra llena de elipsis, cambios de tono, rupturas de ritmo, poblada por numerosas voces narrativas superpuestas. Es como si esta auto confesión sobre los fantasmas de un creador no fuera más que la constatación de que la imperfección es el territorio por excelencia para el nacimiento de la creación. ÁNGEL QUINTANA

Hay varios fantasmas que rondan la nueva película de Arnaud Desplechin con la que el festival de Cannes ha inaugurado sus sesiones. Y el primero de todos sobrevolaba inevitablemente la proyección de un film que duraba 114 minutos cuando sabemos que la versión original del mismo (mostrada en París a la prensa francesa) es un montaje de 134 minutos. Las razones por las que el certamen ha decidido ofrecer esta versión amputada y no la original de Desplechin son tan extrañas como inauditas (por mucho que el propio director estuviera de acuerdo), y la ausencia de esos veinte minutos se convirtió en un fantasma más de los que deambulan en torno al protagonista de su ficción, Ismaël Vuillard, un personaje que aparecía ya en Reyes y reina, interpretado aquí también por Mathieu Amalric, convertido ya casi en el alter ego del cineasta cada vez que este se zambulle en sus propias obsesiones y angustias personales.

Una zambullida que aquí toma la forma de un exorcismo poliédrico lleno de agujeros, de esquinas, de referencias personales (algunas de las cuales provienen de otras películas anteriores de Desplechin), de recovecos y sensaciones, de atmósferas y de historias cruzadas entre las que el relato salta en orden disperso, con notoria libertad y en medio de un cierto caos narrativo al que sin duda el cineasta no presta demasiada atención, o entre el que se encuentra incluso bastante cómodo. De ahí que los mejores momentos de este film extraordinariamente íntimo y personal del director francés (que recupera con él la intensidad y la densidad dramática que parecía casi desvanecidas en la más ortopédica Tres recuerdos de mi juventud, de 2015) se jueguen en la captura de gestos aislados, en la radiografía de las miradas y de los movimientos más intuitivos de los personajes, en los momentos más libres y más heterodoxos de su transcurrir. Entre medias se atisba el retrato de un cineasta en crisis asaltado por el fantasma de un antiguo amor y por los fantasmas creativos que arrastra consigo, pero no es en el argumento, sino en las texturas y en las pinceladas donde reside lo más valioso de la propuesta. CARLOS F. HEREDERO

Saber que la última cinta de Arnaud Desplechin se ha proyectado en su versión recortada, con veinte minutos menos que el montaje íntegro, provoca una suerte de paranoia a la hora de juzgarla, pues uno no para de ver posibles lugares de ‘ampliación’ del metraje (la manera en que se presenta a los tres personajes protagonistas parece en un primer vistazo algo apresurada), pero a la vez resulta difícil imaginar que la otra versión fuera sustancialmente diferente. En todo caso, la película de inauguración del festival es una obra imperfecta, profundamente desequilibrada, pero que abunda en ideas estimulantes. Su intención de conjugar dos planos narrativos (que podríamos etiquetar como ‘realidad’ y ‘ficción’ si no fuera porque, con destreza, Desplechin impide delimitar claramente ambos territorios) es fuente de no pocos desequilibrios y cambios bruscos de ritmo, pero al fin la coherencia entre ambas narraciones es tal que, al final, aceptar esos vaivenes como parte integral de la propuesta parece lo más sensato. Al ver cómo el cineasta Ismaël Vuillard (interpretado por Mathieu Amalric) pone fin a su película del mismo modo que el cineasta Arnaud Desplechin cierra la suya, no cabe sino aplaudir la audacia de ambos. JUANMA RUIZ

SEA SORROW (Vanessa Redgrave). Proyecciones especiales

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Vanessa Redgrave nació en 1937 y durante su infancia vivió los bombardeos de Londres, conoció historias de niños abandonados y admiró con sorpresa el momento en que Eleanor Roosevelt recitó,en 1947, la declaración de los derechos del hombre. Hoy, esta mujer que ha convertido la militancia en un factor esencial de su actividad, se muestra triste al ver cómo día a día se vulneran los derechos humanos, cómo los refugiados están condenados a vagar por un éxodo terrible y cómo los países europeos miran el presente con recelo sin tomar medidas urgentes. Sea Sorrow es un documental militante sobre el dolor que llega del mar mediterráneo, sobre los campos de refugiados donde los niños malviven atrapando todo tipo de enfermedades pero también es un documental sobre la indiferencia social. Vanessa Redgrave construye una película llena de buenas intenciones, con un formato excesivamente plano y sin mucha inspiración escénica. Los elementos más interesantes se encuentran en el paralelismo que establece entre el pasado -la Segunda Guerra Mundial- y el presente o en cómo a partir del teatro de Shakespeare introduce algunos párrafos muy reveladores sobre el dolor que implica vivir en tierra de nadie. ÁNGEL QUINTANA

LOVELESS (Andrei Zvyagintsev). Sección oficial

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Nueva entrega de la pesimista radiografía de su país que el cine del ruso Zvyagintsev viene trazando desde el comienzo de su filmografía, Loveless se muestra tan sólida en su construcción narrativa y en la arquitectura de su metáfora que apenas deja respirar a sus imágenes y a la dinámica dramática de sus personajes. Esta es, sin duda, la dimensión más discutible de un film que, ya desde sus planos iniciales, lleva tatuada en la frente su pretensión metafórica a propósito de un país devastado, en el que las ruinas, la desolación, la sordidez, la ruindad moral y el desmoronamiento del estado y de las instituciones apenas deja sitio para que sus ciudadanos se organicen por su cuenta o intenten buscar a ciegas todo lo que han perdido o lo que esa sociedad les arrebata. Como también es discutible, y mucho, la utilización de la premisa melodramática implícita en la utilización del sufrimiento de un niño víctima de la violencia y del desamor de sus padres. La balanza se equilibra, sin embargo, en la faceta más estrictamente estilística de una película que consigue inyectar en todos y cada uno de sus planos una intuición de tragedia, un sentido premonitorio y una densidad atmosférica más que notables. El resultado final es un sólido y devastador retrato moral de la Rusia contemporánea que corre el riesgo de mostrarse excesivamente moralista por lo predeterminado de su premisa y, sobre todo, por lo rígido de su desarrollo. CARLOS F. HEREDERO

Un matrimonio en proceso de divorcio, un hijo no querido y la posterior desaparición de este son los mimbres con los que se construye Loveless. Y si a la vista de lo anterior, el título suena demasiado obvio, es buen ejemplo del principal problema del film. Un esfuerzo constante en subrayar lo evidente lastra una película dirigida con un pulso excelente, que comienza como un descarnado drama familiar y deriva en un relato casi policiaco en el corazón de la Rusia actual. La indiscutible fuerza de cada uno de sus planos se diluye en la explicitud de su metáfora en clave nacional (empezando por una madre Rusia que ha abandonado a sus hijos a su suerte, y de ahí a una disección más pormenorizada), sobre todo cuando Zvyagintsev se empeña en salpicar el relato con imágenes y locuciones de informativos. Por fortuna, esto no basta para empañar su contundencia, su atmósfera opresiva, deshumanizadora y malsana, y una alquimia de elementos que van desde el toque de thriller nórdico hasta esa empresa donde trabaja el protagonista, capitaneada por un cristiano ortodoxo y con un regusto a distopía a lo Yorgos Lanthimos; e incluso un retrato de la ruina soviética que parece traer al presente la decadente ‘Zona’ de Stalker. Todo ello sin abandonar un realismo estricto. No es poco mérito. JUANMA RUIZ

De todos es sabido que la desaparición más conocida de la historia del cine tuvo lugar en 1960 y fue la de una chica en la isla de Lisca Bianca en La aventura de Michelangelo Antonioni. En esa ocasión había un efecto -la desaparición- pero se desconocían las causas y la ausencia del personaje central creaba nuevas relaciones entre los protagonistas. En Loveless, de Andrey Zvyagintsev desaparece un niño, no se conocen las causas pero las intuimos perfectamente. Estamos en algún lugar de Rusia en 2012, ha estallado en conflicto con Ucrania y una pareja se separa. Los padres discuten y cada uno quiere sacarse de encima su hijo. El niño llora y se siente solo. Después veremos como el marido es el amante de una mujer que está embarazada y la mujer hace mecánicamente el amor con un ejecutivo. El niño continúa llorando.

Las causas que explora Loveless están expresadas en su título. El niño desaparece porque no hay amor en su hogar. Pero esta falta de amor -y comunicación- no es un factor novelesco fruto de la construcción de unos personajes. La falta de amor tiene una trascendencia simbólica. Rusia aparece como un país sin amor, pero sobretodo sin una idea de futuro. El niño desaparece porque su futuro no es esperanzador. La pareja se separará pero continuará viviendo de forma mecánica. El hombre trabajará de burócrata y acabará viviendo en una familia de clase media agobiada por la falta de amor y de sensibilidad. La mujer se casará con un rico, vivirá en un chalet pero en su universo todo acabará siendo tan mecánico como los teclados del móvil al que es adicta. Zvyagintsev -autor de la aclamada Leviathan– es un cineasta de la gran forma, del discurso simbólico y este hecho pesa en la puesta en escena de Loveless, pero es innegable que es un potente radiógrafo de su país. Loveless acaba siendo una parábola contundente sobre una Rusia despersonalizada, mercantilizada y en la que lo único que importa es la incertidumbre del propio presente. Los niños se pierden porque no tienen un espacio en esa Rusia del futuro. ÁNGEL QUINTANA