Antoine Doinel robaba a escondidas una máquina de escribir en Los cuatrocientos golpes. Paul Graff (alias y trasunto casi trasparente de James Gray) roba un ordenador muy primitivo de su colegio (estamos en los años ochenta). La cita cinéfila es explícita y transparente en esta rememoración de la infancia del protagonista: un niño, hijo de familia judía que ha anglosajonizado su verdadero apellido de origen europeo (igual que Gray, hijo de judíos ucranianos, de apellido originario Grayevski), amigo de un chico negro y expulsado del colegio público en el que ambos estudian, por fumarse un canuto en los lavabos, y obligado después a ingresar en un elitista instituto privado de mayoritaria ascendencia republicana y en cuya dirección estaba ya el padre de Donald Trump, promotor que dominaba el mercado inmobiliario en el barrio de Queens (en el que se educó el propio James Gray).
Armageddon Time es, por tanto, un evidente ajuste de cuentas de James Gray con su propia infancia, con un padre violento, con una educación racista, con un aprendizaje doloroso de la solidaridad y de la hipocresía al mismo tiempo, pero también, y sobre todo, es la película que ofrece la clave del arco decisiva para reinterpretar –bajo la luz de sus fotogramas– prácticamente todo el cine anterior de su autor, obsesionado a la vez con la figura paterna y con la renuncia moral que exige el impulso de integración en los códigos de la sociedad de acogida, de la familia y del entorno, sea este cualquiera que sea. Si recordamos los itinerarios de los respectivos protagonistas de La otra cara del crimen, La noche es nuestra, Two Lovers, El sueño de Ellis y Ad Astra (al menos), ahora podemos repensarlos desde la perspectiva del cineasta que arrastra consigo la experiencia de la que nos habla en esta indagación íntima considerablemente valiente en todo lo que afecta al retrato de su familia y, sobre todo, de la figura paterna.
Por desgracia, el enorme interés que la película tiene como llave imprescindible para releer toda la filmografía del cineasta choca, de nuevo, con su habitual tendencia a la obviedad y a lo demostrativo (que aquí llega hasta la incomprensible tosquedad del procedimiento elegido para insertar dos visiones imaginarias de Paul), mediante una planificación más atenta a mostrar que a descubrir, más ilustrativa que sugerente. La película avanza con dificultad durante toda la primera mitad hasta que, ¡por fin!, consigue adentrarse por territorios más densos y complejos en su segunda parte, cuando termina abriéndose paso el gran tema de fondo que recorre toda la obra del director: la traición moral como precio a pagar por la integración en la sociedad a la que se aspira. Que en esta ocasión James Gray se adentre con indudable valor en un transparente exorcismo autobiográfico puede explicar, por cierto, el hecho de que, por primera vez, y a diferencia de lo que ocurría en sus largometrajes anteriores, su protagonista no se conforme con la ‘integración’ y opte por salvarse moralmente a sí mismo con la decisión final que toma el personaje en los planos que cierran la película. Ahí se abrirá de nuevo el debate, cinematográfico y ético, que propicia todo su cine.
Carlos F. Heredero
Al inicio de la película vemos en una pantalla de televisión una imagen de la campaña presidencial de Ronald Reagan en 1980, cuando el candidato afirmó que la degradación moral de la sociedad americana –con su melting pot de razas– era propia de Sodoma y Gomorra y podía desembocar en el Armagedón. Para James Gray, el tiempo del fin del mundo –o del fin del sueño americano– empieza con estas declaraciones de Reagan y se alarga hasta el mandato de Donald Trump, sobre el que hay una referencia explícita en el padre del futuro presidente que aparece como director de una escuela de élite de su propiedad. James Gray habla de la herida que ha vivido América durante ese tiempo, pero no lo hace desde la retórica, sino desde una sencillez clarividente y para aclararlo todo va a parar al mundo de la educación. Armageddon Time funciona como un coming of age, un retrato de la infancia del propio director. En 1980 Paul Graff es un niño de unos doce años que estudia en una escuela pública y entabla amistad con un joven afroamericano con el comparte algunas correrías en la escuela que escandalizan a la institución. La familia decide apartar al joven de la escuela pública e inscribirlo a una escuela privada de élite –donde se encuentra la familia Trump–. El joven afroamericano vive casi al límite del desahucio y el joven Paul Graff le cierra la puerta porque en la escuela para élites americanas republicanas del futuro no son bienvenidos los afroamericanos ni los hispanos.
Gray parte de estos elementos para trabar de forma compleja todo un relato sobre el racismo en el interior de Estados Unidos que encuentra sus raíces en el pasado judío ucraniano del propio cineasta. Anthony Hopkins interpreta al abuelo de Paul Graff que emigró con sus padres a Estados Unidos, donde cambiaron su apellido para no sentirse marginados y surge como la voz de la conciencia que muestra las contradicciones de un sistema de vida en el que la salvación individual es lo que único que cuenta. Mientras el abuelo es la voz amable de la conciencia, el padre es la voz pragmática que imprime su autoridad, utiliza viejos favores de la policía y acaba explicando a su hijo que la auténtica moral americana es la de procurar para sí mismo, salvarse a pesar de las injusticias y asumir las contradicciones de la moral. Gray acaba abofeteando cierta idea del sueño americano y nos habla de un mundo desestabilizado en el que el conservadurismo hace mella en la sociedad americana. Con un claro guiño a Los cuatrocientos golpes en el que el robo de un ordenador recuerda el robo de la máquina de escribir, comparte con Truffaut la idea de que el futuro de la sociedad se juega en la educación, en las escuelas y en los lazos de amistad de la infancia. El resultado final es una grandiosa película, llena de vericuetos apasionantes, como si Charles Dickens hubiera resucitado para convertir a Oliver Twist y a David Copperfield en un reflejo de la América actual. Genial.
Àngel Quintana