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“Buenos días, lonely cowboys”, dice la voz de un locutor en la radio del coche que conduce José Ramón. De fondo, la música (original de Guillermo Rojo, Gonzalo Sanz e Irene Ivankovà) parece ubicarnos en un film del Lejano Oeste. Pero no. Esa voz que rompe el silencio al inicio de Los saldos acaba con la ilusión que ella misma crea al decir: “Es martes 23 de julio de 2019, 39 grados en la inclemente Binéfar…”, trayendo al espectador al contexto espacio temporal donde en realidad transcurrirá la historia. Desde ese primer momento (e incluso antes con los créditos de inicio), el film de Raúl Capdevila Murillo establece un juego en el que el acercamiento a géneros propios de la ficción atraviesa el retrato verdadero de una familia de agricultores y ganaderos en Aragón: a saber, su propia familia. José Ramón, su padre, ha llevado siempre las riendas del negocio familiar, mientras Raúl vuelve al campo tras un período viviendo en la ciudad. Así, padre e hijo se reencuentran en medio de un momento de lucha por sobrevivir ante a la incipiente llegada de “Grupo Pini”, una megaempresa del sector que amenaza con dejarlos sin trabajo.

Los saldos se erige como una aproximación novedosa al entorno rural, especialmente relevante en un momento en el que estas historias invaden el panorama del cine español, y donde la tendencia mayoritaria es al drama cercanos al hiperrealismo. Por el contrario, el film de Capdevila se suma a la lista de excepciones que otorgan espacio a estos relatos -una tarea sin lugar a dudas reivindicativa en el centro del cine nacional actual-, a la vez que exploran otras vías posibles para hacerlo (aquí se encuentra, por ejemplo, El agua, donde Elena López Riera utiliza códigos propios del género fantástico y los entrelaza con una historia que tiene sus raíces en lo biográfico). En el caso de Los saldos, Capdevila construye una pieza de no ficción a través del acercamiento al western. Un lenguaje formal que le permite narrar una historia verdadera como relato ficcional, retratándose a sí mismo y a su padre como esos lonely cowboys a los que se dirigía aquel locutor, y demostrando que, en efecto, existen muchos caminos para llegar a un mismo destino.