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Carlos Reviriego.

Bien podríamos considerar A Esmorga, la novela de Eduardo Blanco Amor publicada en 1959 (con una nueva edición en 1970, recientemente reeditada), un punto de giro en el proceso de renovación de la narrativa gallega de mediados del siglo pasado. Podríamos considerarla también como el Ulises gallego, una crónica de borrachera, locura y camaradería en tiempos de hambre y represión, que sustituye el Dublín de Joyce por el escenario ficticio de Auria, traslación literaria de Ourense en la obra de Blanco Amor. Tomemos estas consideraciones apenas como puntos de partida para abordar un film inesperado y extraño, una ínsula acaso no tan aislada en el mapa de producción gallega, cinematografía que desde hace unos años viene entregando sólidas y audaces propuestas que generalmente negocian con espíritu documental el retrato de entornos rurales y los ecos arcanos de su civilización. A este respecto, A Esmorga, de Ignacio Vilar, no es una excepción.

La novela de Blanco Amor ya fue llevada al cine en plena Transición por Gonzalo Suárez (Parranda, 1976), recogiendo en su interior la poderosa metáfora de un país violento y amedrentado. No en vano es el relato de una odisea condenada, un viaje a contrarreloj hacia la perdición de sus tres protagonistas, uno por cometer un crimen (Bocas), el otro por complicidad (Milhomes) y el tercero (Cibrán), desde cuyo punto de vista somos testigos del relato, por encubrirlo a pesar de ignorarlo. Todo ello bajo la ingesta masiva de alcohol. La tensión que va minando el relato de digresiones y estallidos de euforia, de andanzas y agresiones en una ‘parranda’ de veinticuatro horas, procede del ‘fuera de campo’ (la historia arranca poco después de que se haya producido el suceso criminal, envuelto en las brumas del alchohol), convirtiendo el aparente vagabundeo del trío de amigos en una verdadera huida hacia adelante, eludiendo a una Guardia Civil que también coexiste más allá del plano.

Película absorbente y desgarradora, el descenso a los infiernos que propone está rodado con determinación naturalista, privilegiando unas interpretaciones extraordinariamente físicas (soberbios los trabajos de Miguel de Lira, Karra Elejalde y Antonio Durán ‘Morris’) y un ritmo que nos embauca en la experiencia de tránsito de los protagonistas, invitándonos a habitar los espacios que ocupan y atraviesan, pues el entorno por el que transitan se revela igualmente determinante en la psicología del relato. Allí donde Suárez ilustraba la parranda, Vilar la convierte en experiencia, resaltando su gozo, su violencia y su patetismo a través de una poderosa comprensión del texto literario, evocado con un sutil sentido poético, haciéndonos partícipes de la locura y ebriedad de sus protagonistas. Acaso la gran conquista del film es el contraste que logra establecer entre la contemplación y la implicación, y sobre todo entre el retrato del primitivismo y la brutalidad en convivencia con instantes que ceden a la fantasía (una mujer que deviene en maniquí, un prostíbulo sacado de una fijación romántica, etc.) y que convierten el film en una de las propuestas más sorprendentes y estimulantes del reciente cine español.