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Carlos F. Heredero.

Toda la profesión, toda la institución cinematográfica española llora la muerte de Fernando Fernán-Gómez. Nada más justo que reconocer la estatura de un creador insustituible, cuya irreductible personalidad se singulariza con fuerza en medio del cine y de la cultura española de la segunda mitad del siglo XX. Bienvenido sea este consenso tardío, en cualquiera de los casos, por mucho que ofrezca el llamativo espectáculo de una buena conciencia generalizada, como si en este país la obra y el quehacer de Fernando Fernán-Gómez hubieran gozado siempre de la misma estima, del mismo respeto, de la misma generosidad para con sus creaciones, de la misma valoración por parte de todos.

Lamentablemente, no fue así. Algunas de sus películas más personales (Manicomio, El extraño viaje, El mundo sigue, ¡Bruja, más que bruja! Mambrú se fue a la guerra, Siete mil días juntos), entre las que se encuentran precisamente la mayoría de las que hoy todo el mundo reconoce como sus obras mayores, fueron ignoradas o torpedeadas por la industria, producidas en condiciones de penuria o de sacrificada independencia, zancadilleadas por la censura, menospreciadas por la crítica (la oficial y también la que se presentaba como progresista), obstaculizadas por la distribución, despreciadas por los exhibidores y ninguneadas por los espectadores. No siempre su mirada ni sus propuestas fueron admitidas en sociedad. No siempre se celebraron tertulias en su honor.

Conviene recordar que si su obra fílmica aporta realmente savia enriquecedora, si consigue amalgamar tradiciones culturales y extraer del maridaje nuevas formas expresivas es, precisamente, por su capacidad para romper moldes, por su voluntad de no rendirse a un inocuo y formulario costumbrismo, por su voz propia (rugosa y descastada), por su ferocidad sarcástica y su ternura subyacente, por la heterodoxia y por el descaro con los que se asomaba –bisturí esperpéntico en mano– al patio trasero del solar hispano, a las deformidades más sórdidas, más grotescas y crueles, menos confortables y más incómodas de nuestro humus social y cultural. De esta materia áspera, ingobernable y libre están hechas sus mejores y más perdurables conquistas.

Y conviene recordar aquí todo esto precisamente ahora, cuando se estrena una nueva película de Pere Portabella: otro insumiso del cine tradicional, otro explorador de caminos no convencionales, otro creador libre y no domesticable, casi siempe ignorado por la industria y despreciado por los consensos culturales de este país. Ajeno también a los modelos institucionales, el suyo es un programa periférico y extraterritorial (como señalan Domènec Font y Santos Zunzunegui), una apuesta de riesgo en busca del diálogo contemporáneo con los lenguajes de otras artes, en pos de un mestizaje igualmente hetorodoxo y fuera de toda pauta asimilable. Como lo son, a su vez, las propuestas que se esconden en algunos (ciertamente estimulantes) de los cortometrajes más libres y más audaces que se producen anualmente, según desvela el informe que publicamos en nuestro “Cuaderno de Actualidad”.

Hay un cierto cine español que no se conforma con la rutina: el que tiene voz propia, el que busca, el que investiga, el que se arriesga.