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Realidad, documento, ficción: la pantalla como extensión de una ciudad
Felipe Cabrerizo

En 1984, y con Lilian Gish, Jeanne Moreau, Warren Beatty y John Schlesinger entre los espectadores, Lia Van Leer daba el disparo de salida a la proyección de La sala de baile de Ettore Scola, la película que inauguraba la primera edición del Festival de Cine de Jerusalén. Pionera en la conservación del patrimonio fílmico del país, Van Leer había sido fundadora de la Cinemateca de la ciudad a principios de los setenta, y cuando diez años después acudió como jurado al Festival de Cannes decidió impulsar un evento similar en Jerusalén que diera oportunidad de exhibición a películas que no encontraban espacio a través de los cauces tradicionales y que, al mismo tiempo, sirviera de escaparate para la producción nacional. Este 2017 el Festival ha llegado, con una notable solidez y una organización modélica, a su trigésimocuarta edición.

Más de tres décadas después, la Cinemateca sigue siendo el punto central del evento. Situada en un emplazamiento espectacular, colgada en vertical sobre la cañada que rodea la ciudad vieja y que acoge a una manada de caballos que sirve de emblema del Festival, sus cuatro salas son escenario de la mayor parte de proyecciones y el punto de encuentro de espectadores, profesionales y realizadores. Una manera de entroncar el Festival con el trabajo diario de la Cinemateca, la que acumula mayores fondos fílmicos de todo Oriente Medio y que cumple con una sistemática labor de restauración y digitalización de su patrimonio audiovisual.

Los once días de festival tuvieron arranque en el Sultan’s Pool, un antiguo estanque artificial construido por el rey Herodes transformado en inmenso jardín público al aire libre bajo las murallas de la ciudad, donde Michel Hazanavicius presentó ante cinco mil espectadores Le Redoutable, su relato pop de la historia de amor entre Jean-Luc Godard y Anne Wiazemsky con el turbulento rodaje de La Chinoise y los acontecimientos de mayo del 68 como fondo. “Una idea absolutamente estúpida”, según declaró Godard al enterarse del proyecto, y desde luego una cinta polémica para un foro como este, pues la película no esquiva las agrias declaraciones sobre los judíos y el estado de Israel que Godard hizo profusamente a finales de los sesenta. Mucho mejor acogida que en su estreno en Cannes, fue el pistoletazo de salida a un festival que, libre de las esclavitudes de la categoría A, centra su objetivo internacional en recopilar las mejores cintas del año y permitirles encontrar un pequeño escaparate ante las dificultades que gran parte de ellas encuentran con los cauces de distribución comercial habituales. El eje central es sin duda alguna su competición a concurso, poblada por nombres como Sofia Coppola, François Ozon, Stéphane Brizé o Lav Díaz y capitaneada por Hong Sangsoo, que se hizo con el máximo galardón del jurado gracias a On the Beach at Night Alone, vista en la Berlinale de este año.

La sección sirve de banderín de enganche para una miríada de proyecciones articulada en una docena de ciclos, panorámicas y retrospectivas. La más poblada fue Masters, muestra de películas de directores contemporáneos fundamentales en la que se proyectaron las nuevas cintas de Raymond Depardon, Abbas Kiarostami, Philippe Garrel, Xioaogang Feng o Laurent Cantet. Entre ellos, Amat Escalante, que presentó en ella La región salvaje como parte de la pequeña delegación española presente en el festival, completada con Mimosas de Oliver Laxe y Verano 1993, de Carla Simón. La primera, encuadrada en una sección que bajo el título Panorama ofrecía lo que el comité de selección consideraba cintas más inclasificables del año, y la segunda dentro de la sección dedicada a óperas primas en la que se proyectó también el premio FIPRESCI del festival: Tehran Taboo, una cinta de animación germano-austriaca dirigida por Ali Soozandeh sobre la situación de la mujer iraní estrenada en la Semana de la Crítica de Cannes.

Más allá de todos estos nombres, el Festival de Cine de Jerusalén sirve de principal escaparate para la producción israelí anual, una producción de particular pujanza pese a que sólo una parte mínima de ella consiga superar las fronteras locales: en pleno tránsito de transformación/desaparición de las salas de cine, Israel ha marcado en una fecha tan cercana como 2014 su récord de espectadores de producciones nacionales y el consumo de cine en salas sigue pujante pese a todas las mutaciones que está sufriendo la industria. Valga para confirmarlo el comprobar que el país presenta una docena de escuelas de cine, una larga y notable tradición cortometrajista, un porcentaje de realizadoras sorprendentemente elevado o la propia constatación de que en una ciudad como Jerusalén, con apenas ochocientos mil habitantes de los que la mitad, por motivos religiosos, no pisan nunca una sala, mantiene casi cien pantallas comerciales ―además de las cuatro de la Cinemateca― a pleno rendimiento. La producción es sorprendentemente variada y solo en raras ocasiones ―una de ellas la coproducción polaco-israelí Scaffolding, la cinta de Matan Yair que se alzó con el premio a mejor película israelí del Festival― busca esquivar el difícil entramado político que rodea la vida cotidiana, realizando una continua reflexión sobre unos problemas atávicos que tuvieron una cruda manifestación real cuando el segundo día del festival un atentado en la Explanada de las Mezquitas, espacio sagrado en pleno corazón de la ciudad vieja, acabó con la vida de cuatro personas. Como tal, no es sorprendente que muchas de estas narraciones cinematográficas adquieran la piel de documental, manera más directa de intentar atrapar una realidad en continuo conflicto, ni que el festival dedique al género una rica sección propia que da una amplia panorámica del continuo debate en el que vive inmersa la sociedad. Los temas tocados por algunas de estas producciones nos dan una idea de esta reflexión, realizada desde los planteamientos sociales y religiosos más diversos: los abusos a menores dentro de la comunidad ultraortodoxa (Conventional Sins, de Anat Yuta Zuria y Shira Clara Winther), las dificultades de una familia musulmana que quiere enterrar a su madre en la localidad en la que ha pasado toda su vida y que sólo cuenta con cementerio judío (In Her Footsteps, de Rana Abu Fraiha), la vida casi orgánica de un edificio histórico que, ocupado por el ejército tras el conflicto árabe-israelí de 1948, se transformó en sanatorio mental (Born in Deir Yasin, de Neta Shoshani), o incluso el regreso de Amos Gitai a su trilogía Hogar con su última película, West of Jordan River, en la que realiza una nueva radiografía de la convivencia dentro de los territorios ocupados. Como complemento, diferentes proyecciones especiales revisaban algunos de los grandes hitos que han documentado la propia evolución de la sociedad israelí, desde Pourquoi Israel de Claude Lanzmann ―que también presentó en el Festival su nueva película, Napalm, en la que pone en imágenes su viaje a Corea del Norte a finales de los cincuenta que ya narró en sus memorias La liebre de la Patagonia― hasta uno de los redescubrimientos propiciados por el Festival, Matzor (Siege en su título internacional), cinta post-Nouvelle Vague realizada en 1969 sobre las heridas de una mujer que queda viuda tras fallecer su marido en la Guerra de los Seis Días alejada de cualquier triunfalismo y que supuso una pieza clave de la historia del cine israelí, participación en el primer Cannes post-68 incluida.

Una panorámica social, por lo tanto, que se integra perfectamente en una ciudad que parece vivir en perpetua ebullición y que encontró su perfecta fusión en la abundancia de proyecciones callejeras que alejaban el festival de la rigidez de las salas y se mezclaban con la ajetreada vida nocturna de la población. Cintas de estreno e incluso de la impecable retrospectiva dedicada a Jean-Pierre Melville que eran disfrutadas por un público joven de todo tipo de culturas, lenguas, religiones y tradiciones mezclado sin ningún tipo de conflicto ante las pantallas levantadas en plazas y espacios públicos de la clemente noche de Jerusalén.