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Barry Norton fue un actor de origen argentino, cuyo verdadero nombre era Alfredo Carlos Birabén. Intervino en más de 190 películas de Hollywood, la mayor parte de las veces como actor de reparto o como simple figuración. El cineasta Mark Rappaport ha encontrado este valioso documento autobiográfico suyo, y nos lo ofrece aquí como revelador testimonio de una singular experiencia profesional.

VIDA Y MUERTE DE UN EXTRA DE HOLLYWOOD

por Barry Norton
(nacido: Alfredo Carlos Birabén)

Encontrado por Mark Rappaport

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No empecé con la intención de ser un extra. ¿Acaso lo hace algún actor? Yo era actor, y creía que era bueno. No era el único en pensarlo, porque obtuve papeles en películas prestigiosas de las que quizá incluso habéis oído hablar, aunque no quiero jugar a ese juego. Le dices a la gente que eres actor y preguntan: “¿Te he visto en algo?” Si me habéis visto, me habéis visto, y si no, no. Y si habéis visto una o dos películas en las que estaba y no me recordáis, ¿qué se supone que tengo que hacer al respecto? Pero intentas ser educado y jugar a eso de todos modos. Mencionas un título. Negativa con la cabeza. Ofreces otro. Otra negativa. ¿Estamos jugando a ‘las veinte preguntas’ o qué? Uno podría seguir así eternamente, pero ¿por qué no lo dejamos? Vale, no soy un actor del que hayáis oído hablar. Y aunque conozcáis la película y la hayáis visto, no me recordáis en ella. Si no, ¿llevaría este texto un título tan atractivo? Permitid que me explique. Soy un actor en la escuela de la vida, donde todos somos, nos guste o no, extras: aunque no sea así en nuestras propias películas privadas, donde todos somos estrellas de primera magnitud, claramente sí lo somos en la película de otros. No estoy siendo banal. Lo digo con total seriedad.

Por supuesto, si no hubiese sido español, las cosas habrían sido distintas. En realidad no español, sino argentino. Pero el problema era que hablaba español. No es que tuviera acento en inglés, que no lo tenía. Bueno, quizá un mínimo rastro. Pero se me identificaba tanto con lo español que nadie me podía ver bajo otra luz. En Hollywood, si te perciben de una manera, siempre te verán así. Si quieres un volcán latino llama a Lupe Vélez. ¡Contactando con Rita Moreno! Si querías un alivio cómico del sur de la frontera, contratabas a Pedro González González. Hasta su nombre es gracioso. Si querías al latin lover, llamabas a Ricardo Montalbán o Fernando Lamas. Tuve, a la vez, buena y mala suerte a ese respecto. Trabajé cuando necesitaba trabajar, apareciendo en películas en español, y luego me encasillaron y no se me podía ver de otra manera.

Por supuesto, el cine mudo era una bendición para todos nosotros. Daba igual lo fuerte que fuera tu acento, podías trabajar, si tenías el aspecto adecuado y la capacidad de actuar aunque fuera solo un poco. Muchos actores y bellezas con marcado acento de todo el mundo fueron captados por Hollywood. El aspecto importaba por encima de todo. De hecho, Hollywood era ‘el’ crisol para la gente bonita que apenas podía hablar inglés, o que no lo hablaba en absoluto. ¿Podría Pola Negri haberse convertido en una estrella en el cine de Hollywood si hubiera entrado en el circuito en 1930 en vez de en 1925? Creo que todos conocemos la respuesta. Valentino era listo: murió antes de la llegada del sonoro, que lo habría matado. Ramón Novarro no, pero el sonido lo mató igualmente como estrella. La razón por la que, con la llegada del sonoro en 1929, en Hollywood no sucedió lo mismo que con el crack de Wall Street ese mismo año, donde muchas personas que lo perdieron todo se tiraron por la ventana, fue que los edificios eran demasiado bajos. Los ranchos, ya sabéis.

Pero la llegada del sonido no fue del todo una maldición para los extranjeros en Hollywood. Miradme a mí, por ejemplo. Me fue muy bien. En los primeros días de las películas sonoras, desde 1929 (e incluso tan tarde como en 1935), cuando Estados Unidos era aún el único país que hacía talkies, también hacía versiones alternativas de ciertas películas para mercados extranjeros; sobre todo versiones francesas y alemanas. Si el director hablaba más de un idioma y los actores también, rodaban, digamos, la versión francesa al mismo tiempo. Después de filmar las escenas en inglés, llamaban al reparto francés y rodaban exactamente la misma escena, en exactamente el mismo decorado. Y a veces la versión alemana también. Muchas de las películas de Maurice Chevalier en Hollywood de esa época se hicieron en versiones inglesa y francesa, dado que era una gran estrella. Al final no resultaba muy rentable, porque acababas con varios negativos distintos, y llevaba mucho tiempo extra hacer las versiones alternativas. Además del coste adicional de los múltiples repartos. Cuando los países europeos y de habla hispana hubieron desarrollado suficientemente sus propios sistemas de sonido y producían sus propios productos, Hollywood acabó con esta práctica. Se marchitó ayudada e inducida por el subtitulado, y luego por el recién descubierto arte del doblaje. No hace falta decir que, en casi todos los casos de versiones múltiples, la mayoría de versiones que sobreviven o son conocidas son las habladas en inglés. Una de las pocas excepciones es Anna Christie (1930), de Greta Garbo. Ella aparece tanto en la versión inglesa como en la alemana. Clarence Brown dirigió la inglesa, y el igualmente famoso director francés Jacques Feyder, que estaba trabajando en Hollywood en aquel momento, dirigió la alemana. El resto del reparto, sin embargo, es completamente diferente. De la mayor parte de las versiones hispanas de películas de Hollywood no habréis oído hablar, así que no os aburriré con sus títulos. Baste decir que yo siempre era el chico ingenuo; interpretando papeles creados originalmente para Lew Ayres o Phillips Holmes. Alguien, en alguna parte, tiene que haberlas visto, probablemente en España, o México, o Sudamérica. Incluso estuve en The Criminal Code (1931), de Howard Hawks, protagonizada por Walter Huston y Boris Karloff. Pero, por supuesto, mientras yo estaba allí, no estaba ninguno de ellos. Ni Howard Hawks dirigió la versión hispana, El código penal, firmada por Phil Rosen.

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No tengo ni idea de cómo decidían los estudios qué películas se iban a rodar en qué idiomas pero, como dije antes, para mí fue una bendición que hicieran versiones en español de varias películas. Fue el comienzo de mi carrera en el sonoro. Yo no carecía por completo de atractivo, pero tampoco era devastadoramente guapo. No era Gary Cooper ni Fredric March, por nombrar solo dos de las estrellas masculinas de mi estudio (a Cary Grant aún no se le veía por ninguna parte). Tampoco era un Clive Brooks. Pero tenía algo. En otras palabras, podría haber ocupado los papeles de Lew Ayres o Phillips Holmes, o los de ese niño de mamá omnipresente, David Manners, estrellas de miles de películas de principios de los años treinta, incluyendo el papel de Jonathan Harker en Drácula, si hubiera nacido en otro sitio. Como en Estados Unidos, por ejemplo. Pero nunca sabes qué pasa por la cabeza de la gente que se encarga de contratar, esos directores de casting y directores de películas. Si eres demasiado alto o bajo, demasiado moreno o rubio, demasiado esto o lo otro, o todavía peor, un rostro que no se ajusta a lo que tienen en mente o, más probablemente, a lo que han visto en alguna otra película reciente de éxito, no tienes ninguna oportunidad.

JUNTO A MARLENE DIETRICH

Y entonces surgió mi gran oportunidad… Conseguí un papel en una película de Josef von Sternberg con Marlene Dietrich. Por supuesto, no era un protagonista. El único papel protagonista es siempre el de Dietrich, y los papeles masculinos son satélites que giran a su alrededor. Atrezo, podría decirse. Yo era el que le daba el pie a Dietrich. ¿Pero, acaso no era lo que hacían todos los hombres? Fatalidad (Dishonored). 1931. Justo después de Marruecos, justo antes de El expreso de Shanghai. Dos veces le preparé el terreno para ofrecerle algunas de las más célebres imágenes Dietrich/Sternberg. Cuando voy a recogerla a su celda de la cárcel para llevarla al pelotón de fusilamiento, me pregunta si tengo un espejo. Quiere comprobar su aspecto una última vez antes de irse. Quiere verse de la mejor forma posible, la mujer más atractiva que jamás haya sido ejecutada. Saco mi espada para que la pueda utilizar como espejo. Ella ajusta su sombrero y su velo mientras mira su reflejo en mi espada.

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Pensáis que no se puede superar eso, ¿verdad? Esperad. También estoy en la ejecución. Le ofrezco, en un plano abierto, una venda para los ojos. Ella no la acepta, pero la coge de mis manos para limpiar mis invisibles lágrimas. Eclipsa mi gesto sencillo y altruista. Justo antes de la ejecución, interrumpo el redoble de tambores y al pelotón de fusilamiento y tengo mi gran momento. Digo: “¡No mataré a una mujer! ¡Y tampoco a más hombres! ¿Llamáis a esto guerra? ¡Yo lo llamo carnicería! ¡Llamáis a esto servir a vuestro país! ¿Llamáis a esto patriotismo? ¡Yo lo llamo asesinato!” Consigo mi primer plano, que está intercalado con planos incluso más cercanos de Marlene. Estamos unidos en el nexo hollywoodense del plano/contraplano. Incluso si sus planos son más grandes que los míos, es casi como si hubiéramos hecho el amor en pantalla, y ciertamente, en el lenguaje propio del montaje cinematográfico, lo hicimos.

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¡Por fin soy una estrella de cine! ¡Nunca volveré a no ser una estrella de cine! Y fue un discurso de Oscar, además. Mi momento de brillar. Pero esperad. Dietrich y Sternberg me eclipsan una vez más. La pausa en la ejecución, mientras estoy con mi diatriba, le da a Marlene una oportunidad de retocar la pintura de sus labios y colocarse las medias. No es divertido ser actor en una película de Dietrich: da igual lo que hagas, ella siempre tiene el momento clave. Mi pequeño estallido es un momento propicio para acuñar más iconografía Marlene/Sternberg o, si lo preferís, más pose camp y kitsch, depende de cuál sea vuestra postura sobre el tema. En los pocos segundos más de vida que le permite mi interrupción, ella se aplica el pintalabios y se sube las medias, y nos exhibe esas piernas de millones de dólares. ¡No puedes morir con las costuras torcidas! ¿Qué dirían tus fans? La única sorpresa es que no haya un primer plano de ella al hacerlo. Quizá lo rodaron pero lo dejaron en la sala de montaje. Demasiado exceso.

Pero, a pesar de todo, salí bien. Seré inmortal para siempre.

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Y resulta que no. La inmortalidad en Hollywood dura muy poco. Normalmente hasta tu siguiente película. Aún necesito el trabajo de interpretar a jóvenes ingenuos en versiones en español de películas de Hollywood. Me ofrecieron un papel en la versión española de Drácula. La versión inglesa iba a ser dirigida por el gran e inquietante Tod Browning. Y Drácula, como todo el mundo sabe a estas alturas, estaría interpretado por Bela Lugosi, que lo había encarnado un millón de veces en teatro. Browning quería a Lon Chaney, pero Chaney murió antes de comenzar el rodaje. Así que fue Bela. Ellos rodarían de día y nosotros, en los mismos decorados, de noche. Muy apropiado. Hollywood es una ciudad de muchas ironías. Tod Browning no sería el director, y yo interpretaría a Juan Harker, alias Jonathan Harker. Carlos Villarías iba a ser mi Dracula (en español, Drácula). Carlos era un trozo de jamón, por decirlo suavemente. Ojos saltones, risa maníaca, caras temibles estilo Halloween.

No tenía para nada la gravitas de Bela, quien, a fin de cuentas, le dio una envergadura icónica a la versión inglesa. El extraño e ilocalizable acento que evocaba las más oscuras y recónditas regiones del imperio austrohúngaro, su posterior adicción a la heroína, su precipitada caída en desgracia como actor shakespeariano, acabar actuando en cualquier película de terror para pagarse el hábito, la terrible intensidad y seriedad que aportó al papel… ¿qué podría igualar eso como leyenda? En un papel que era puro camp, mucho antes de que se inventase el camp y mucho antes de que fuera incluso un destello en el ojo de Susan Sontag, e incluso antes de que ella fuese un destello en los ojos de sus padres, Lugosi se sumerge tan profundamente en el papel que resulta terrorífico. Si os atrevéis a reíros, es bajo vuestra responsabilidad, y os reiréis solos.

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Así que, también en ese sentido, estoy emparentado con, o quizá soy un primo lejano de, una leyenda de Hollywood. Pero no hay Oscar por haber ocupado los mismos decorados que el auténtico Drácula después de que este se hubiera ido a casa. No sé si esto os interesará, queridos lectores, pero si aún estáis leyendo, puedo suponer que también os resultará divertido: el papel de Mina, interpretado por Helen Chandler en la versión inglesa, lo ocupa aquí Lupita Tovar. Quizá esto no signifique mucho para vosotros, pero seguid conmigo. Lupita Tovar estaba casada con Paul Kohner, el productor asociado del Drácula español. Era un emigrante checo que se convirtió en uno de los más importantes agentes de Hollywood en los años treinta, cuarenta y cincuenta. E incluso más allá. Su hija es Susan Kohner, aquella actriz terrible nominada al Oscar que interpreta a Sarah Jane, la chica negra que intenta hacerse pasar por blanca, en la hilarante Imitación a la vida, de Douglas Sirk.

Pero hay más. Susan Kohner se casa con el diseñador de moda masculina John Weitz. Cuando se retira de la interpretación, después de aparecer en Freud, de John Huston, en 1962 (por favor apunten: Paul Kohner fue el agente de Huston durante décadas), dio a luz a Paul Weitz y Chris Weitz, productores y directores que hicieron la enormemente exitosa American Pie, que dio lugar a la franquicia American Pie. Así que, si queréis jugar a ‘los seis grados de separación de Kevin Bacon’ entre American Pie y yo, estamos a un paso de distancia. La historia del cine como juego de mesa, uniendo los puntos de década en década, de siglo en siglo. ¡Ahí está! Ahora tenéis la respuesta, si alguna vez alguien os pide que entréis en los laberínticos corredores de la historia pop y tracéis los seis grados de Kevin Bacon entre American Pie y El ángel azul.

En 1933, Frank Capra me escogió para el reparto de su Dama por un día (Lady for a Day). No es un papel muy vistoso, no es muy grande, no hay primeros planos. Pero aun así… era una película de Frank Capra. Interpreto al hijo de un conde español. A pesar de que no tengo ni rastro de acento español en la película, mi padre, que está encarnado por el actor cómico Walter Connolly, interpreta su papel con un terrible acento español de pega. Aunque es el primer gran suceso de Capra en la línea que trabajará con éxito en el futuro (el cuento de hadas improbable y optimista, en el que los mansos heredan la tierra y triunfan sobre los hados y las fuerzas que no están especialmente de su lado), a partir de aquí, a pesar de mi aria “¡Yo lo llamo carnicería!”, quedo relegado a los papeles de gigolós continentales, dandis y clientela de salones de postín. Esmoquin y chaqueta de cola en todas las películas. Si estaban tratando de decirme algo, capté el mensaje. No más grandes discursos, no más escenas de muerte con divas, ¡no más diálogos puntuados con signos de exclamación!

Después de aquello, hice más de 125 películas. Pero era, fundamentalmente, un extra sin acreditar en alguna escena de multitudes. Siempre era Cliente de un Club Nocturno, o Invitado de la Fiesta, u Hombre en un Teatro Abarrotado. No me quejo. Pese a lo poco que me sirviera. Aún estaba trabajando en el mundo que amaba, aunque me hubiera traicionado un millón de veces. Me había rechazado como un joven atractivo se quita de encima a su amante envejecida. Si queréis, y no sé por qué querríais, podéis ver todas estas 125 películas, o así, e intentar encontrarme en las escenas multitudinarias. Pero entre el grano del celuloide y las sombras de la pantalla, probablemente no os resultará fácil. Podéis ampliar los fotogramas en los que creéis que estoy y probablemente solo veréis más y más grano, junto con sombras cada vez más oscuras. Podemos jugar a Blow Up, como en aquella película de Antonioni con David Hemmings como el fotógrafo que imagina que ha descubierto algo, pero que solo ha revelado la textura granulada de cada imagen cuando se amplía mil veces, buscando los puntos abstractos de grano que no forman ya una imagen sino un laberinto en el que no podéis hallar la salida, o un test de Rorschach que os permite ver lo que sea que queréis ver.

UN CUERPO EN UN ESPACIO

No, no encontraréis ninguna prueba de que estuve en esas películas, salvo que estuve. Y aunque era solo otro cuerpo caliente rellenando un espacio que podría haber sido ocupado por cualquier otro, era de hecho mi cuerpo, y no el de ningún otro. Tuve el honor de aparecer en películas tan diversas y notables como Casablanca, El gran Ziegfeld, Así nace una fantasía, La llama sagrada, El filo de la navaja, Young Man with Horn, Royal Wedding, Pat and Mike, El motín del Caine, Luces de candilejas, Ha nacido una estrella, Escrito sobre el viento. Estáis impresionados. Si fuera más preciso y fiel a la verdad, añadiría la descripción de mi papel: Monsieur Verdoux (Invitado a la Fiesta del Jardín; sin acreditar), Atrapa a un ladrón (Francés; sin acreditar), Siempre hace buen tiempo (Cliente del Club; sin acreditar), La muchacha del trapecio rojo (Hombre entre el Público; sin acreditar). Y así.

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Mi nombre debería estar grabado en alguna parte por algo. Pero no estoy seguro de por qué. Mi currículum es impresionante, incluso aunque solo estuviera sentado o de pie al fondo, aunque no me encontréis en el plano, da igual lo mucho que lo intentéis. No soy, realmente no soy –a pesar de las ilusiones que una vez me hice de lo contrario– parte del aparentemente inacabable río de la historia del cine… aunque quizá haya nadado y meado en el río una o dos veces. Mi pequeña contribución, me entristece decirlo, hace mucho que se ha disipado y diluido en la corriente y el movimiento del río.

Iba a ver las películas en las que aparecía, como Cliente del Club o Miembro del Público, y examinaba cuidadosamente la pantalla, tratando de distinguirme entre la multitud. Intentaba recordar dónde estaba situado durante el rodaje en relación con la cámara, pero no puedes saber qué ve la cámara si no miras por ella. La mayor parte de las veces, las escenas pasaban tan deprisa que no podía encontrar la imagen del hombre que se suponía que era yo. O estaba fuera de foco, o tapado por la persona que estaba delante, o entre sombras. A veces veía la película dos y hasta tres veces para ver si estaba realmente en la escena o no: en aquellos días pasaban las películas de forma continua, sin vaciar la sala después de cada proyección. Y en cada una de esas películas, sentado en la oscuridad del patio de butacas, murmuraba mi discurso de Fatalidad, como si fuera una varita de zahorí que me pudiera ayudar a encontrar el rostro ausente. “¡No mataré a una mujer! ¡Y tampoco a más hombres…!” Solo Dios sabe lo que pensaba la gente de la fila de delante cuando me oían recitar, aunque fuera en voz baja, sotto voce. O quizá estaba fuera del alcance de la cámara. Al final me rendí. Pero tenéis razón. Era todo muy patético. Un inútil ejercicio existencial para encontrar pruebas de… ¿de qué? Yo, que una vez había protagonizado una película con Marlene Dietrich, yo, que había actuado en una película de Frank Capra, yo, que había sido Juan Harker, intentando captar un atisbo de mí mismo en una escena multitudinaria llena de un montón de otros extras, como si no existiera en la vida real y necesitara verificar mi presencia en pantalla para asegurarme de que estaba realmente vivo. Estaba vivo y era un extra de cine. Por supuesto, cuanto más viejo me hacía, más claramente me daba cuenta de que las oportunidades que podía haber tenido alguna vez nunca volverían, y la posibilidad de conseguir papeles más grandes me esquivaría para siempre. Qué lástima. Como dijo una vez Marlon Brando, y luego dijo Robert De Niro imitando a Brando, y después Mark Wahlberg, en homenaje o parodia de ambos, imitando una imitación de Brando, “podría haber sido un contendiente”. Y agitando una herramienta prostética que sugería un pene más grande del que probablemente tenía. Es algo discutible (no sobre su pene, sino sobre mi carrera) si podría haberlo sido. Nadie dijo que la vida fuera justa, o que el mundo fuera justo, o que el talento o la apariencia o simplemente desearlo lo suficiente fueran los únicos requisitos para una carrera cinematográfica exitosa.

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Morí de un ataque al corazón a los 51 años. Podríais decir, “no te culpo”. Si sois románticos o sentimentales, sin duda diréis que morí a causa de un corazón roto. En cualquier caso, vosotros y yo sabemos bien lo difícil que es morir, excepto, por supuesto, cuando es demasiado fácil y pasa tal que así; y nadie muere de corazón roto. Ni siquiera los actores decepcionados. Y, como solía decirme a mí mismo (quizá era como consuelo, quizá como observación certera), podemos ser las estrellas de nuestra propia vida, pero en las películas de la vida de los otros, todos somos únicamente extras, cuerpos calientes que hacen falta para llenar los asientos vacíos.

Traducción: Juanma Ruiz