He aquí una película que hubiera podido ser algo muy distinto a lo que acaba siendo. Y no lo digo en un sentido meramente retórico –en realidad eso le puede pasar a cualquier película–, sino con una intención muy concreta. El segundo largo de P. S. Vinothraj da cuenta de la situación de la mujer en India –o por lo menos en una parte del país, en un entorno rural y aislado– desde una perspectiva más bien explícita, pone en escena las tribulaciones de una muchacha a la que se quiere casar con su primo a pesar de que ella tiene otros planes, denuncia la opresión femenina y la hace evidente sin apenas contemplaciones. Pero el modo en que aborda ese ‘discurso’, las formas que utiliza, la estructura que Vinothraj construye para su película, la convierten a la vez en una bulliciosa road movie y en una comedia negra, negrísima: un film singular que se degusta casi como un western o una película de aventuras y evoluciona como una toma de conciencia por parte de alguno de los personajes, por mucho que tampoco ese sea su objetivo.
La decisión que toma la familia ante la resistencia de la chica consiste en conducirla hacia un chamán que según ellos la ‘curará’, pues creen que está poseída por algún espíritu maligno. Y la película se dedica a filmar, a partir de ahí, el camino que deben transitar, hasta llegar a su destino, las dos motocicletas y el rickshaw que transporta a ese variopinto grupo humano. En el camino suceden muchas cosas, pero ninguna de ellas trascendental: los vehículos se detienen por razones más bien nimias, el futuro novio se enfada con todo el mundo y recurre a la violencia, una vaca interrumpe el paso y debe ser desalojada… No hay, por lo tanto, evolución o fases en la travesía, que en ningún momento se presenta como un trayecto de aprendizaje. Más que en la reflexión, Vinothraj parece creer en la revelación, en el poder del cine para que el mundo deje al descubierto su verdadero rostro. Y por eso todo conduce a una escena final deslumbrante, espléndida, en la que la audiencia es invitada no tanto a tomar partido como a mirar y a pensar. En el fondo, lo que importa de The Adamant Girl es el polvo del camino, los cuerpos cansados, el rostro impoluto o vejado de la muchacha, la bulliciosa humanidad que pulula alrededor… Y esa gallina que va a ser sacrificada en virtud del exorcismo y nos mira, de vez en cuando, con extrañeza. Como si fuera la propia película y nos quisiera incomodar.
Carlos Losilla
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