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Carlos Losilla.

Casi nunca nos fiamos de las películas que desconciertan, que generan dudas a medida que transcurren, quizá añorando esquemas más tranquilizadores, refugios de certezas y seguridades. Pues bien, Stella cadente, el primer largometraje de ficción de Lluís Miñarro, no puede ser más explícito al respecto. Se presenta como la crónica del reinado de Amadeo de Saboya, llegado a España con la intención de modernizarla y enfrentado a las fuerzas eternas de la reacción, esa especie de destino ineludible al que siempre tiende este país. Pero a Miñarro no le interesa la Historia más que como marco, como facilitadora de una anécdota sobre la que construir otras cosas. Y por eso prefiere meditar sobre la representación cinematográfica del pasado, por ejemplo, incluyendo referencias a Luchino Visconti o a Hans-Jürgen Syberberg, que a su vez inspiran deslumbrantes tableaux vivants recreados con inspiración por la cámara de Jimmy Gimferrer. O elaborar una festiva versión pop de la historia de ese hombre, encerrado y enamorado, entregado a ciertos delirios que la película recrea con vocación onírica e incluso surrealista. O quizá pensarlo todo como un gran interludio, una espera que lo devuelve al punto de partida tras haber pasado por el infierno de una procesión de políticos, curas, putas y sirvientes que constantemente lo observan y lo acechan, como siempre se ha hecho aquí con lo otro, con lo diferente.

Ahí está el desafío: ¿cómo filmar ese enorme compás de espera? Miñarro huye de los silencios y los tiempos muertos y, por contra, construye un puzle episódico y fragmentario que surge a la vez de una visión alucinada de aquella experiencia y de las fantasías que quizá provocó en la mente de Amadeo. No hay nada seguro ni estable. Un pene enhiesto puede terminar en el interior de un melón que luego degustará el protagonista, de la misma manera que el reencuentro con la reina empieza con Il était si jolie, la canción sesentera de Alan Barriere, allá donde las presencias de Alex Brendemühl y Bárbara Lennie brillan con luz propia. El anacronismo y las rupturas de tono juegan serpenteantes entre las escenas, provocando transiciones abruptas, atrevidas, mientras la inverosimilitud se torna figura de estilo y convoca un mundo insólito, a medio camino entre la farsa histórica y el teatro del absurdo.

Stella cadente es una fantasía claustrofóbica que vive de las imágenes de otros, del cine y de la música que Miñarro ha amado, de citas constantes (pintura y literatura se entrelazan sin tener en cuenta épocas ni tendencias) que se acumulan por el simple placer de hacerlo. Sin embargo, es en el mosaico final donde el cineasta encuentra su lugar, deliciosamente extraviado, como el espectador, en ese trompe l’oeil que ha construido para sí mismo. Y ahí, en ese centro de la vorágine, es donde halla su inestable identidad, que quizá la acerque más a una canción que a una película, si es que pueden diferenciarse. Porque Miñarro ha filmado una película tan libre que no se puede atrapar, que se escurre entre los dedos como los instantes dichosos. Miñarro ha filmado eso: el modo en que una infelicidad extrema puede recrearse con una felicidad absoluta. A fin y al cabo, ambas son tan fugaces como el reinado de Amadeo.