Si el pintor danés Vilhelm Hammershøi, exponente de interiores que combinaba diversos mobiliarios con el delicado manejo de la luz natural, hubiera conocido las cámaras de 16 mm, probablemente hubiera rodado –adaptando su caligrafía pictórica a la cinematográfica– una obra como Ada Kaleh.
El cortometraje de Helena Wittmann, que sucede a su aclamado largometraje Drift, toma su nombre árabe de una pequeña isla situada en el Danubio rumano que, habitada en su mayoría por una comunidad de trabajadores turcos, quedó sumergida bajo el agua –y perdida eternamente– tras la construcción de una presa hidroeléctrica. A priori, el contexto no se encuentra alejado del que envuelve a la película Naturaleza muerta (Sanxia haoren, 2006) del cronista chino Jia Zhang-ke. Sin embargo, mientras en aquella obra el paraje se convertía en motivo visual y localización explícita para el desarrollo de la acción, para Wittmann la anécdota adquiere una poderosa condición metafórica sobre los vaivenes de otra comunidad atravesada por tiempos inciertos: la de la juventud perdida.
Como si quisiera emular una isla sumergida, el film se abre con una serie de planos estáticos de una pared que, carcomida por la humedad –acuático motivo visual que vertebra toda la filmografía de Wittmann– crea en el papel roído unas formas amarillentas que se asemejan a continentes, dibujando por azar un mapa. A estas imágenes las acompaña una voz superpuesta que reflexiona en mandarín sobre una sociedad de jóvenes escépticos y perdidos, jóvenes que sueñan con comunidades y lugares imaginados. “No creían en las dicotomías”, expresa la voz masculina, “sin embargo podían verse a sí mismos confinados entre líneas”.
Confinados entre líneas. Con los encuadres precisos de Vilhelm Hammershøi en mente, también conocido como retratista de “la banalidad de la vida diaria”, la cámara de Wittmann, una habitante más de un inmueble suspendido en un tiempo y espacio indeterminados, comienza a encerrar los objetos y los jóvenes inquilinos entre las líneas verticales de las paredes, de los marcos de las puertas y de las ventanas. Emulando las pinceladas sobre un lienzo, una larga serie de panorámicas semicirculares, que se mueven de izquierda a derecha y viceversa, recorren el apartamento iluminado solo por luz natural, desde el que apenas se ve o se escucha nada de lo que ocurre afuera. Es en el primer movimiento de cámara de esa secuencia la única vez que se verá a todos sus inquilinos juntos, reunidos en una mesa. Mientras el mismo plano continúa deslizándose hacia la izquierda, se entrevé por una puerta a alguien más, de espaldas, en una habitación adyacente. Esta figura solitaria parece ser una especie de presagio, porque a partir de ese momento el grupo de amigos se desintegrará y cada uno deambulará por separado. Sus acciones y movimientos dentro de la casa se vuelven mecánicos: secan y recogen la ropa, revisan cajas de cartón, estanterías, empaquetan, se van a dormir. Unos jóvenes confinados, alienados y desalineados, como decía la voz inicial, pero solitarios, despojados de cualquier sentimiento comunitario. Quizá no sea un retrato tan alejado de lo que ocurrió en aquella isla del Danubio.
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