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Queriendo jugar a bordear los límites entre el documental y la ficción, el debut cinematográfico de la actriz y escritora Camila Fabbri recupera imágenes de la época coincidente con una conocida tragedia real que la cineasta inserta en su argumento de ficción a través de la memoria de su protagonista. Clara se pierde en el bosque gira alrededor de una mujer treintañera que ha quedado anclada en los recuerdos (en el espíritu, en definitiva) de la música rock alternativo de la Argentina de finales de los noventa y principios del siglo XXI. Ahí es donde ella encuentra las raíces de su primera juventud. Por ello todos los cartuchos de la cinta están dibujados, a modo de eco nostálgico, al servicio de convertirse en algo semejante a un acta generacional de identidad porteña.

Detengamos por un momento la ficción de Fabbri. En 2004 un accidente provocado por una bengala incendió el local conocido como República Cromañón en el barrio de Balvanera de la ciudad de Buenos Aires. El suceso se produjo mientras tocaba en su interior la banda Callejeros. El fatal incidente dejó tras de sí 194 muertos y 1.432 heridos. Volviendo a Clara se pierde en el bosque: esta terrible tragedia de la historia de la Argentina reciente está presente en el film de Fabbri a través de, como decíamos al inicio, recurrentes imágenes de la noche (los bares, la indumentaria, el sentir…) de aquella época. El ruido (el grano) y el formato, presente en estas y en otras imágenes de la cinta, resultan recursos demasiado convencionales ya por utilizados de sobra en la misma línea en multitud de filmes, para reflexionar sobre lo efímero. La otra mitad de la ficción transita ya no estos recuerdos sino en la vida adulta de Clara. Para la protagonista las ansiedades de hoy, nítidas y naturales como los propios planos de Fabbri, vienen de la mano de dudas sobre la maternidad y la pareja.

Clara se pierde en el bosque parece un boceto más literario que audiovisual por no haber sido capaz de traducir a imágenes y sonidos un fondo que se deja entrever muy de perfil. Y es que el trabajo de la cinta se va diluyendo poco a poco tras un montaje y un ejercicio de punto de vista que se convierten en cortina opaca y frase muda. El eco a ese equivalente a la movida madrileña (guardando todas las distancias posibles con este símil caprichoso) no consigue convertirse ni en retrato documental ni en ficción certera. Al final el conjunto es algo así como la radiografía de un dolor, fuerte y reconocible, que no consigue verbalizar cómo, dónde y por qué (o más bien para qué en términos cinematográficos) le sangra su herida. Raquel Loredo