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Felipe Rodríguez Torres

“Así es como termina el mundo. No con una explosión, sino con un lamento”.

La famosa cita de T. S. Eliot posiblemente sea la mejor manera de resumir la cinematografía de Ari Aster. Porque la corta pero intensa filmografía del director –tres cortometrajes y dos largometrajes hasta el momento– habla del fin del mundo. Pero no de un apocalipsis espectacular, repleto de amplios planos generales de destrucción CGI y escala global, sino de la descomposición de la frágil realidad que habitamos desde una perspectiva íntima. Un acontecimiento que puede provenir de las perversiones intrafamiliares de carácter sexual –los abusos incestuosos de padre a hijo en su primer cortometraje, The Strange Thing About the Johnsons– o de secretos familiares de carácter profano que dirigen inconscientemente la vida del legado generacional, caso de Hereditary. O en el caso de la película que nos ocupa, Midsommar, la destrucción de una pareja tóxica. Temáticas que bien pueden ser representadas a través del realismo más costumbrista o, como sucede a través de la mirada de Ari Aster, escondidas a través de los géneros, en especial el terror.

Y si en Hereditary la destrucción del entorno familiar y social sucedía a partir de una reinterpretación de uno de los subgéneros más clásicos del horror, la haunted house, Midsommar hace lo mismo, duplicando la apuesta, colocando esta vez la mirada en los tópicos del slasher, integrando toda la iconicidad de sus elementos básicos, subvirtiéndolos y vaciándolos, para acabar entregando una experiencia más sensorial que narrativa, tan excesiva y agotadora en algunos fragmentos –la excesiva dilatación de las secuencias y su duración juegan en su contra– como fascinante conceptual, formal y estilísticamente.

Si Hereditary representaba la tóxica y asfixiante relación intergeneracional y familiar –a partir de reencuadres dentro del plano que integraban a sus personajes en perversas casas de muñecas sin salida, intensificando el componente claustrofóbico del relato– Midsommar entrega una puesta en escena diametralmente opuesta, que va de la claustrofobia a la agorafobia, de los entornos suburbanos –presentes en el prólogo del film– a la inmensidad diabólicamente simétrica de la naturaleza. Una naturaleza lisérgica que reduce a sus protagonistas –arquetipos del slasher y metáfora de la arrogancia contemporánea estadounidense– a insectos atrapados bajo la lupa de un niño perverso que disfruta torturándolos lenta pero progresivamente, en aras de un trabajo quizá no tan perfilado y acerado como su anterior film pero que, bajo su aparente nihilismo y descontrol formal y narrativo, oculta muy posiblemente una mirada cínica acerca de la violenta y pura naturaleza que subyace bajo las capas superficiales de pretendida e hipócrita civilización.