Posts Tagged ‘Crítica cine’

Midsommar (Ari Aster)

Felipe Rodríguez Torres

“Así es como termina el mundo. No con una explosión, sino con un lamento”.

La famosa cita de T. S. Eliot posiblemente sea la mejor manera de resumir la cinematografía de Ari Aster. Porque la corta pero intensa filmografía del director –tres cortometrajes y dos largometrajes hasta el momento– habla del fin del mundo. Pero no de un apocalipsis espectacular, repleto de amplios planos generales de destrucción CGI y escala global, sino de la descomposición de la frágil realidad que habitamos desde una perspectiva íntima. Un acontecimiento que puede provenir de las perversiones intrafamiliares de carácter sexual –los abusos incestuosos de padre a hijo en su primer cortometraje, The Strange Thing About the Johnsons– o de secretos familiares de carácter profano que dirigen inconscientemente la vida del legado generacional, caso de Hereditary. O en el caso de la película que nos ocupa, Midsommar, la destrucción de una pareja tóxica. Temáticas que bien pueden ser representadas a través del realismo más costumbrista o, como sucede a través de la mirada de Ari Aster, escondidas a través de los géneros, en especial el terror.

Y si en Hereditary la destrucción del entorno familiar y social sucedía a partir de una reinterpretación de uno de los subgéneros más clásicos del horror, la haunted house, Midsommar hace lo mismo, duplicando la apuesta, colocando esta vez la mirada en los tópicos del slasher, integrando toda la iconicidad de sus elementos básicos, subvirtiéndolos y vaciándolos, para acabar entregando una experiencia más sensorial que narrativa, tan excesiva y agotadora en algunos fragmentos –la excesiva dilatación de las secuencias y su duración juegan en su contra– como fascinante conceptual, formal y estilísticamente.

Si Hereditary representaba la tóxica y asfixiante relación intergeneracional y familiar –a partir de reencuadres dentro del plano que integraban a sus personajes en perversas casas de muñecas sin salida, intensificando el componente claustrofóbico del relato– Midsommar entrega una puesta en escena diametralmente opuesta, que va de la claustrofobia a la agorafobia, de los entornos suburbanos –presentes en el prólogo del film– a la inmensidad diabólicamente simétrica de la naturaleza. Una naturaleza lisérgica que reduce a sus protagonistas –arquetipos del slasher y metáfora de la arrogancia contemporánea estadounidense– a insectos atrapados bajo la lupa de un niño perverso que disfruta torturándolos lenta pero progresivamente, en aras de un trabajo quizá no tan perfilado y acerado como su anterior film pero que, bajo su aparente nihilismo y descontrol formal y narrativo, oculta muy posiblemente una mirada cínica acerca de la violenta y pura naturaleza que subyace bajo las capas superficiales de pretendida e hipócrita civilización.

Diego Maradona (Asif Kapadia)

Violeta Kovacsics.

En la presentación de Maradona como nuevo jugador del Nápoles, la expectativa era tan grande que la gente se había amontonado en una claraboya para dar la bienvenida al astro argentino. La escena puede verse al principio de Diego Maradona, el documental de Asif Kapadia sobre los años napolitanos del ‘diez’, una época que no solo supuso su canonización, sino su posterior descenso a los infiernos de la opinión pública. Nada le gusta más a Kapadia que indagar en los perversos mecanismos de la fama. Lo hizo en sus documentales sobre Amy Winehouse y Ayrton Senna. Ahora, en Diego Maradona, explica la bipolaridad de la figura pública a partir de un detalle quizá obvio: la diferenciación entre Diego, el futbolista, criado en las calles de Villa Fiorito; y Maradona, el personaje, el exceso, la estrella. Kapadia hace todo lo posible para que los hechos encajen en el relato de auge y caída que propone: aunque el propio Maradona ha reconocido que se inició en las drogas en su etapa en Barcelona y pese a que el documental tiene una estructura cronológica, Kapadia solo introduce el tema después del Mundial del noventa, cuando comienza el declive.

Kapadia argumenta el desamor entre Italia y ‘el diez’ de la albiceleste a partir de recortes de periódicos, imágenes de archivo y testimonios en off. En el estadio del Nápoles, la selección anfitriona perdió contra Argentina en un ambiente en el que algunos napolitanos se mostraban a favor de la escuadra latinoamericana y en contra de una Italia que, desde el norte del país, los había marginado por sistema. El resto es historia. Lo más interesante de Diego Maradona, sin embargo, sucede mucho antes del final. Kapadia ya lo hizo con Amy: no solo quiso explorar el paso de la idolatría al bochorno, sino resaltar el don del genio. En este film rescata jugadas, controles, pases y goles; así como momentos de intimidad que sugieren que en algún momento hubo una persona tímida debajo de aquel cabello rizado y rebelde; por ejemplo, cuando su padre cocina un asado en la concentración de aquella Argentina que ganaría el Mundial, liderada por un hombre que pasaría a ser Dios.

Apolo 11 (Todd Douglas Miller)

Felipe Rodríguez Torres

¿Es posible trasladar al presente las sensaciones primarias de un acontecimiento pasado congelado en el tiempo y la memoria de la historia? Todd Douglas Miller cree que si y Apolo 11 es un buen ejemplo de ello. Porque aunque este largometraje pueda traer a la memoria el documental For All Mankind de Al Reinert, estrenado en 1989 y galardonado con el Oscar, en sus elementos más superficiales -la presentación de material audiovisual inédito hasta el momento- las maneras de representarlo son diametralmente opuestas.

Si el documental de Reinert reconstruía el pasado a través de la mirada del presente –a partir de entrevistas a los tres astronautas– Apolo 11 de Douglas Miller coloca tanto su mirada como la del espectador en un pasado que se hace presente. Una mirada que devuelve la inocencia y el sense of wonder a un acontecimiento histórico al que el descreimiento de la sociedad actual había hecho perder lustre. Pero a diferencia del espectador del pasado, el testigo del presente es capaz de ser partícipe de los acontecimientos desde una infinidad de puntos de vista. 

Dicha visión poliédrica de los acontecimientos es desarrollada mediante una puesta en escena fruto de un montaje acerado –capaz tanto de condensar el tiempo real del relato, como de dilatarlo en sus fragmentos más espectaculares o poéticos– que parte de una ingente cantidad de material audiovisual de diferentes calidades y texturas, donde brillan aquellos fragmentos filmados en 70 mm y que gracias a su verticalidad y amplia profundidad de campo dan cuenta de la inmensidad de la hazaña.

Un hito histórico que no solo convierte a este largometraje en imprescindible documento histórico, sino que gracias a una estructura narrativa lineal y una perspectiva aséptica en la superficie –el uso del soundtrack (score y audios de la época) potencia y resignifica algunos de los fragmentos de la narración– abre la puerta a una interesante reflexión acerca de la representación del pasado en base a las maneras del audiovisual contemporáneo y su multiplicidad de pantallas, formatos y puntos de vista.

Syndrome IO (Anastasia Braiko, Anastasia Veber y Egor Sevastyanov)

Blanca Vázquez.

En Continuidad de los parques, uno de los mejores cuentos que dio la literatura de Cortázar, uno de los personajes ‘sale’ de la novela que el protagonista está leyendo para encontrarse con su propio lector. Lector y personaje se convierten en la misma cosa, en un relato que se persigue a sí mismo. Dos relatos se cruzan entre sí en Syndrome IO, el uno sigue al otro y ambos se funden entre sí ante un público que los recibe. El espectador está contemplando un espejo, un juego de inmersiones que evoca la dicotomía entre realidad y ficción, cuestionando si son lo mismo.

Este juego de espejos forma parte de este film del colectivo Art Union Marmalade, que, concebido en un principio como un film de estudiantes con actores no profesionales de la Escuela de Nuevo Cine de San Petersburgo, logra convertirse en un ejemplar ejercicio de estilo donde la experimentación visual es la premisa principal. Esta doble dimensión de la experiencia cinematográfica sugiere también una doble lectura: por un lado, la de que el lenguaje del propio dispositivo artístico puede poner a prueba su propio código narrativo y convertirse en experiencia; y, por otro, la de que realidad y representación pueden ser la misma cosa.

Este mismo ejercicio de yuxtaposición lingüística es expresado por el colectivo desde una mirada completamente desnaturalizada de la puesta en cuadro: el encuadre fragmenta los cuerpos, recorta sus contornos confinando a los personajes en los márgenes del plano, metiéndolos en el encuadre o sacándolos de él en una intervención del fuera de campo constante, y enfocando o desenfocando puntos de interés en una voluntad de descentralizar la acción.

La violencia ejercida es la única continuidad que parece suceder a cada escena o plano de imagen, la pulsión instintiva de los impulsos más primarios y salvajes. La impresión que queda es la de asistir, una vez más, al testigo áspero de una sociedad que gravita sobre la existencia de un ‘ahora’ enfermo e ignorante, opresor, y que se ahoga en su propia involución; al síntoma de un presente que no renuncia de ser perseguido por sí mismo.

My Dear Friend (Yang Pingdao)

Antonio Ramón Jiménez Peña.

La confrontación entre lo urbano y lo rural y, por extensión, entre lo viejo y lo nuevo se ha convertido en una destacada raíz del árbol de las cinematografías asiáticas. Y My Dear Friend (2018), el prometedor debut de Yang Pingdao, germina de la semilla de esta continua contradicción. La cinta narra la llegada de Jing Jing, una joven de ciudad, a un pequeño pueblo del sur de China en el que espera encontrar a su novio. En la aldea, la joven termina conociendo a Fang y Shuimu, los abuelos de este, en un entorno que le supone un desafío constante y del que nace una tensa relación entre el espacio inmutable recogido en la imagen y la ocupación foránea de la misma. My Dear Friend está filmada con cámara al hombro y aspiración observacional, poniendo de relieve este continuo desencuentro: Jing Jing, con frenéticos movimientos y continuas salidas de cuadro que la convierten en una nerviosa enredadera ansiosa por expandirse, aparece completamente encerrada en encuadres sosegados repletos de personajes que, como briznas de hierba, se mantienen enraizados en la imagen, estáticos ante una mirada que pretende captar el naturalismo campestre.

La preocupación por la urbe contemporánea en China era también el objeto central del malogrado Hu Bo en An Elephant Sitting Still (2018), que conforma un interesante díptico con el debut de Pingdao. Mientras que la obra de Hu Bo centraba su puesta en escena en la persecución asfixiante de los personajes que pueblan el film, de espaldas y con composiciones en las que destacaba una perspectiva marcada por fuertes líneas diagonales derivadas de altos y simétricos edificios de la ciudad-selva, Pingdao construye sus imágenes en busca de la conciliación de lo urbano y lo rural  mostrada a través de la evolución de Jing Jing, que pasa de su rechazo inicial a la mimetización con este nuevo entorno. Según avanza el metraje, la joven comenzará a relacionarse con Shuimu y Zhongsheng –su amigo mudo y sin recuerdos de su infancia–, y estos le rogarán que les ayude a descubrir el pasado del silente anciano antes de que su vida se marchite. A raíz de esta búsqueda, la película se pliega hacia una odisea en la que resuena la travesía onírica de Largo viaje hacia la noche (Long Day’s Journey into Night, Bi Gan, 2018), en busca de un lugar perdido donde recuerdo, sueño y realidad chocan como hojas caídas de un mismo árbol. My Dear Friend cierra el periplo de sus personajes hacia su identidad con un destello fugaz en una significativa escena: Zhongsheng quema sobre una ladera los recuerdos de una vida pasada, esperando a que sean pasto de las llamas y sólo queden las cenizas. Y, mientras el fuego se consume, la hierba permanece.

Serpentário (Carlos Conceição)


Juan Gras.

“Nací en África pero me fui a Europa en mi adolescencia. Mi madre se quedó atrás. Todos los años cruzo los 10.000 km que nos separan para verla. Un día me dijo que quería adoptar un pájaro que podía vivir 150 años, pero que solo lo haría si le prometía cuidarlo cuando ella muriese”.

Es a través de estas palabras como el cineasta Carlos Conceição elabora la premisa de su último trabajo, Serpentário (2019, Portugal, Angola), dando paso a un primer largometraje en el que realidad y ficción se entrelazan bajo la forma de un cuaderno de viaje que se sirve de la experimentación y las vivencias personales para trazar las líneas de su contenido. En dicho cuaderno se relata una odisea de futuro incierto que –si bien trata de incluir algunos ecos del pasado del propio cineasta– articula un discurso repleto de paralelismos de la historia de África y los acontecimientos que rodean la colonización de sus ciudades por el antiguo Imperio Portugués, con la guerra y las acciones del ser humano en un planeta conducido hacia la devastación. La desolación imperante en paisaje, que se refleja a través de la cámara (generalmente estática) que acompaña al personaje, y una reflexiva voz en off que se mantiene en constante evolución durante todo el film –arrojando más preguntas que respuestas– son elementos que contribuyen a la construcción de una puesta en escena en la que resuenan ecos existencialistas similares a los que planteaba Terrence Malick en trabajos como El nuevo mundo (The New World, 2005, EE.UU) o El árbol de la vida (Tree of Life, 2011, EE.UU).

Con el actor João Arrais (ya habitual en la filmografía del director) en la piel del protagonista, los acontecimientos se desarrollan a medida que se produce la búsqueda de una figura materna ausente a lo largo de un continente, con escasas pistas que no hacen más que conducir a lugares inhóspitos próximos a escenarios posapocalípticos cuyos habitantes tratan de no ser encontrados. Las metáforas y simbolismos juegan en este sentido un papel esencial dentro de la cinta ya que, si bien su propio título hace alusión a un ave africana que se caracteriza por pasar parte de su vida sobre el terreno y recorrer largas distancias a pie, esta se corresponde con el protagonista y narrador de la historia. Por su parte, la personificación de la figura materna toma forma a través del ave centenaria de la que se habla con misticismo en los créditos iniciales de la cinta, permitiendo tratar mediante esta relación temas como el sentimiento de pérdida para un individuo o su lugar en el mundo, así como la búsqueda de un legado para las generaciones venideras que para el propio Conceição toma forma a través de esta película.

Winter’s Night (Jang Woo-Jin)

Yolanda Moreno Martínez.

Jang Woo-Jin trae a pantalla la reflexión del desgaste de un matrimonio de mediana edad. La melancolía y la desilusión obsesiona a ambos personajes en una noche fría en la que los problemas más profundos de la pareja saldrán a flote tras la pérdida de un teléfono y el deseo por reencontrarse con su pasado y recuperar el amor.

Winter’s Night cuenta una historia que empezó siendo de dos pero que ahora solo tiene una identidad, la del marido. Los continuos paralelismos y las escenas que, a priori, parece que llevan al pasado, treinta años atrás, denotan un argumento basado en la desesperanza que invade al amor con el paso del tiempo. Los escenarios serán los mismos que antaño, pero los sentimientos han cambiado. Los jóvenes que se observan durante el film aparecen como un recuerdo de lo que ellos han sido en ese mismo lugar. Realmente cumplen esa función de añoranza para ella, pero en un momento clave se revelan como personas reales para salvar a la protagonista de la relación asfixiante que tiene con su marido cuando el hielo se rompe bajo sus pies.

Jang muestra en toda su película un estilo minimalista, con una cámara estática que retrata la simplicidad de los escenarios y consigue un enfoque íntimo de la pareja, y donde los diálogos rompen con toda esa armonía. Los escenarios y la iluminación denotan ese vacío que ambos están atravesando como matrimonio, un ambiente nocturno y helado donde todo es frío; el agua que los separa es una metáfora de cómo se ha enfriado su relación con el paso del tiempo. En un momento dado, un plano general muestra el distanciamiento entre las almas de los que un día fueron jóvenes apasionados capaces de dejar en segundo plano el hielo de su alrededor. Ahora, el frío que los rodea es más protagonista que nunca. Es algo que se hace más notorio en el rostro de él cuando aparece borracho y cae de rodillas. Los primeros planos muestran un vaho sobrecogedor que expulsa por su boca: su interior está helado. Mientras, ella, impasible, solo puede observar la escena y pensar: ¿cómo has dejado entrar el frío tan dentro de ti?

Phaidros (Mara Mattuschka)

Ricardo Galvis.

Como el lobo ama al cordero, el amante ama al amado le dice Sócrates a Fedro en el diálogo Fedro o del amor de Platón. Este es un recordatorio de la engañosa ternura del amante, que no es otra cosa que un vulgar apetito que pretende ser saciado, y la idea que toma Mara Mattuschka para insuflar vida a su largometraje Phaidros. La pintora y cineasta presenta en Filmadrid su película más narrativa con personajes que se buscan constantemente en espacios concretos (un teatro, un bar gay, el apartamento de un diseñador, el taller y residencia de una profesora de interpretación). Mattuschka sigue explorando el concepto de la teatralidad en el cine a partir del gesto enfático performativo y recitales de texto en forma de diálogos y monólogos.

Fuera de toda convención, al espectador se le ofrece una historia de persecuciones amorosas, celos y relaciones sociales fundamentadas en el desequilibrio de poder entre dos actores teatrales, un prestigioso diseñador de vestuario de avanzada edad, una bella bailarina transgénero y una mefistofélica profesora de interpretación. Los enredos producidos se manifiestan en una puesta en escena que propone la reflexión sobre la plasticidad de los materiales cinematográficos, desde la dicotomía luz-oscuridad hasta los límites del propio cuerpo humano, sin olvidar la habilidad de la cámara para registrar de manera incalculable la realidad desde casi todos sus ángulos. Esta propuesta extrema permite la deformación de lo externo para visibilizar lo interno, la emoción, la pasión desmedida. Lo corpóreo es engañoso, opaco y pesado. También es una cosa u otra dependiendo de qué ojos lo observen. Emil, joven y prometedor actor, es el personaje que despierta el deseo de los demás, pero porque su belleza representa para cada uno de ellos algo particular: la seducción, la juventud, el amor, un alma. La exageración y el absurdo son los mecanismos que Mattuschka emplea para desmontar el melodrama, alcanzar la tragedia e infiltrar la comedia en un ejercicio de experimentación cinematográfica excéntrico y libre. La formación de la cineasta en el arte de la pintura, así como la intervención de la danza y lo escénico en sus últimos cortometrajes, integran en la imagen digital una estética radical y posmoderna, que viene dada por las posturas forzadas y las ropas y maquillajes extravagantes. Esta imagen, por otra parte, se nutre del expresionismo en tanto que da la visión de un mundo que desarticula perspectivas, iluminación, formas y arquitecturas.

Extraña ensoñación iniciada con una secuencia de advenimiento de fatalidad, Phaidros recurre al gran angular para acercarse al rostro con la intención de conseguir el conocimiento de la intimidad. La multiplicidad de puntos de vista es el recurso que evidencia la traición de los sentidos y justifica la variedad de sentimientos que dialogan sin lograr el entendimiento, aunque todos ellos acaben aprendiendo que eso de la pasión no es una afección benévola, sino un síntoma de vampirismo.

Sea of Lost Time (Gurvinder Singh)


Francisca Lila.

El misterio que pone en marcha los acontecimientos de El mar del tiempo perdido (1972), cuento de Gabriel García Márquez, es una ráfaga con aroma a rosas. Un detalle que transforma lo cotidiano en fantástico y revoluciona la existencia de los personajes, como es costumbre en la prosa del escritor colombiano. Al otro lado del globo, en la India, el director de cine Gurvinder Singh –presente en Un certain regard en Cannes 2015 con su segundo film de ficción Chauti Koot (The Fourth Direction, 2015)– se inspira en la obra del premio Nobel para crear una película en el seno del Instituto de Cine y Televisión de Pune, como director y profesor guía de los alumnos de teatro que protagonizan el film. Aquí el misterio es otro: un hombre del ejército llega en bote a un pueblo costero, gravemente herido, para reencontrarse con su amor. Su reunión pasa de real a fantástica gracias a una herida que desaparece al limpiarla, y al revelarse que su reencuentro sucede en sueños, ya que él está muerto. El relato se expande y aparecen otros personajes e historias, todas ya inyectadas de un aroma mágico que parece haber viajado desde Macondo hasta el mar Arábigo.

Sea of Lost Time es una película concebida como un aprendizaje y sus 45 minutos, estrenados en la sección Ruin Films del festival de Rotterdam 2019, son solo las secuencias que su equipo puedo rodar antes de detenerse por problemas internos de la institución educativa que patrocinó el rodaje. Su cualidad de film inacabado, revelada sin tapujos al comenzar el metraje, resulta más una anécdota que una excusa, ya que las secuencias se sostienen por sí mismas como cuentos literarios o ejercicios de estilo. Los interiores se revelan como atrezzos, la cámara vacila en sus movimientos revelando la mano que la maneja y los personajes son conscientes de existir gracias a actores, sin que esta autoconsciencia se confunda con su ruina sino recordando al teatro y la solemnidad de la dramaturgia. Musicalizando en hindi el poema Alberto Rojas Jimenez viene volando de Pablo Neruda, el canto casi al final del film rompe con esta consciente representación y provoca una emoción que derriba toda artificialidad, como si por un segundo el atrezzo, la cámara y los actores se fundieran en una sola y bella realidad. 

No parece casualidad que las primeras imágenes de la película muestren agua y fuego. En India ambos elementos se relacionan con la muerte, ya que el cuerpo impide que el alma avance a su próximo viaje y por tanto éste se quema y sus cenizas se arrojan al agua. Si la lámpara de aceite es otro elemento clave del rito funerario hindú, el plato de cangrejos, el fabricante de jaulas, el millonario que llega al pueblo o el jugador de ajedrez son elementos sacados directamente de varios cuentos de García Márquez. Dos culturas tan diferentes se entremezclan aquí para hablar de temas tan universales como el recuerdo, la avaricia y la nostalgia, y la depresión de un personaje provocada por la traición de su más fiel compañero, un caballo, se apaga al revelarse la música, presente durante todo el film, para que finalmente encuentre su voz y se disponga a cantar: sobre las piedras en que te derrites, solo entre los muertos, vienes volando.

La jovencita no envejece, se descompone (Álvaro Fernández-Pulpeiro)

Javier Acevedo.

En la cultura wayuu, coetánea de la región de La Guajira —pequeña península situada en el extremo norte de Colombia—, Lapü es la deidad del Sueño. Lapü otorga el aa’in, el alma, y para los wayuu soñar es el deambular nocturno del alma. En esa región se inicia el viaje de La jovencita no envejece, se descompone (Álvaro Fernández-Pulpeiro, 2019). El primer plano del film es anegado por una ola que zarandea la cámara. Primeros planos de rostros se retuercen al ritmo de un sonido –cercano a la música ambient– creando una atmósfera emocional. La joven deambula por parajes que se desbordan en panorámicas surcadas por una fina línea de horizonte que conecta y distancia, funde y separa el crepúsculo y la tierra. “Quiero viajar donde el tiempo no pasa, al reloj de arena del desierto”, escribe la joven. El viaje descrito por Fernández-Pulpeiro es el de un alma en busca de su propio tiempo. La joven otea el horizonte, la cámara se detiene en primeros planos, planos detalle y contrapicados que muestran rostros abismados. El crepúsculo se derrama sobre las cabezas: los habitantes de La Guajira parecen fósiles a punto de ser cubiertos por la arena del olvido.

A Fernández-Pulpeiro no le importa el pasado ni el motivo del viaje, sino la huida hacia el horizonte. Un exilio en el que la cámara se aleja de la joven a través de dos travellings de retroceso que la recortan contra la línea de horizonte. En la huida el film se mueve como imagen del tiempo de un sueño y como imagen que deja surcos etnográficos que dan efímera cuenta del folclore de un pueblo. La jovencita no envejece, se descompone imprime al fotograma una textura rugosa, deteniéndose en registrar el tacto de la tierra, del mar y del viento hasta componer una morfología del espacio que se sedimenta en fundidos alargados, sonidos encabalgados y tiempos dilatados. El cineasta español –como Amat Escalante o Elena López Riera– parte de esta atmósfera onírica para construir un cine de la premonición marcado por un presagio que nunca se concreta, salvo en un totemismo de símbolos y elementos.

El narrador de otro documental que presagiaba el fin de un pueblo como Araya (Margot Benacerraf, 1959) afirmaba que “toda vida venía del mar”. Para los wayuu, Lapü concebía la muerte como el final del sueño: la partida definitiva. La joven mira el mar y un primer plano muestra el pelo peinando el viento. En sus ojos se refleja la línea de horizonte más allá del mar picado. La espuma de las lágrimas se arremolina. Una lágrima cae y descompone el rostro. La joven se encuentra en el lugar donde el tiempo no pasa. Como si el tiempo vivido –o soñado– acabara cuando la joven cierra los ojos y la cámara se detuviera en un tiempo cero: un tiempo sin tiempo. A continuación, un plano es anegado por una ola que zarandea la cámara. El sueño concluye cuando se cierran los ojos. Fernández-Pulpeiro narra que toda vida viene del mar, y todo sueño muere allí. La jovencita no envejece, sueña.

Pig (Mani Haghighi)

José Amador Pérez Andújar.

“¿Por qué piensan que las películas iraníes están hechas para ser casi guías turísticas político-sociales de Irán?” 

(Mani Haghighi en la conferencia de prensa del Festival Internacional de Berlín, 2018.)

Algo de molestia se puede filtrar en la confección de esa pregunta y, derivada de la misma, algo de rabia se puede infiltrar en la periferia narrativa de Pig (Irán, 2018) escenificando un Irán poco frecuente. El comienzo puede parecer anecdótico pero encierra una propuesta formal que irá amplificándose en el relato. La cámara sigue a un grupo de chicas por las calles de Teherán. No dejan de parlotear acerca de sus ídolos cuando por la esquina derecha del plano corre un hombre hacia ellas, no para agredirlas sino para pasar de largo, llamando su atención sobre una cabeza humana en el arcén. Todo lo que acontece en Pig puede llegar a ser superfluo, y lo nuclear es lo que sugieren sus imágenes.

El espectador que asuma el reto se verá atraído por la sucesión de unos hechos: los asesinatos de varios directores iraníes perpetrados, supuestamente, por un psicópata, y por supuesto el seguimiento y esclarecimiento del crimen. Estaríamos habitando los límites del thriller pero eso no es lo fascinante; podríamos estar asistiendo a una comedia o a un drama indistintamente, pero tampoco sería lo relevante y aunque la ironía y la parodia se posicionen como distancias críticas (las secuencias que tienen que ver con el musical más kitsch del baile de las cucarachas o la que imita a los péplums) lo que pivota frágilmente, como la mente de su protagonista, es la historia de Hasan (Hasan Majuni) en estado de pánico constante. Bien sea por la preocupación que siente por su hija, a la que pide que se haga un selfie para comprobar que efectivamente va acompañada de sus amigas, o bien la presión de una fan, que parece estar en todos lados espiándolo, sin olvidar de las dos directrices por las que versa su vida, ambas de raigambre sentimental: la primera de raíz maternal, representada en su madre de fuerte personalidad fraguada entre dos países como son Irán y Turquía; y la adoración, rayando lo psicótico, por su musa y actriz, que le acaba de dejar.

Por tanto el protagonista, director de cine censurado en su país, marginado a la publicidad, sobrevive como puede alimentándose de una frustración que le llevará por el camino de la ira, conduciéndolo por un Irán que no es precisamente esa guía turística de la que se queja Haghighi, donde hay cabida para fiestas fellinianas al son de Boney M y su ‘Daddy cool’ versionado electrónicamente, pasando por momentos de angustia y desasosiego lynchianos en la comisaría, hasta denuncias del poder de las redes sociales como vehículos conductores de una sola cosa: el odio al prójimo.

Orphan’s Blues (Riho Kudo)

Yaiza Agüero.

Dicen que cuando los elefantes enferman y están a punto de morir se alejan de la manada para marchar en soledad y esperar a la muerte, para que los demás no tengan que verlos muriendo. Riho Kudo muestra a través de una mirilla la muerte de la adolescencia y el paso de la juventud en su ópera prima, perteneciente al subgénero japonés seishun eiga. Esta pérdida se hace presente en Emma (Yukino Murakami), la joven protagonista, que sufre amnesia y disociación de la realidad de manera creciente conforme avanzan el conflicto y la historia. La película es un evocador tira y afloja entre los recuerdos y el ahora. Entre la pérdida de identidad y la reafirmación de la misma.

Los personajes que dan nombre a la obra sufren una orfandad distinta. La orfandad del abandono de la sociedad, de los valores de la inocencia y la niñez, del respaldo de una vida en amistad. Esto se ve reflejado en la ausencia de figuras paternas o adultas y en la ocupación de los vacíos por enfermedades mentales en el caso Emma y Yang.

Similar a una road movie física y emocional, Orphan’s Blues (Japón, 2018) se adentra en la lucha interna entre el olvido y el recuerdo como si de dos fuerzas opuestas se tratase. El secretismo y la represión del sufrimiento cobran vida en la opresión de los espacios, en la oscuridad de los mismos cuando son habitados por la verdad. Una verdad sofocante como el –casi apocalíptico– pegajoso verano que hace sudar, que pica, que hace relucir las cicatrices y ahoga a Emma en una ciudad industrial, chatarrera. Es en el entorno natural y salvaje donde la violencia silenciosa se desata y pone de manifiesto la dualidad de la memoria. La directora remarca en una secuencia este juego de realidades paralelas en la pantalla, partiendo el plano mediante un ventanal dividido en dos partes: los portadores de la acallada verdad por un lado y la búsqueda de Emma de un ideal que no va a llegar nunca –al menos en la realidad tangible– por otro. La tensión opuesta entre ambas se hará carne también entre Van (Takuro Kamikawa) y Emma. Uno tirará del otro hasta que ambas realidades se fundan y cuando todo pase, toda la fuerza que generó Emma hacia el lado contrario rebotará en su mente y se convertirá en negación.

La protagonista personifica el retiro y la muerte del elefante, el gran tótem de la memoria, que funciona como un personaje más en la trama. Los elefantes que le pintó su amigo en la infancia, como si fuesen el baku de su mente, no podrán protegerla de ella misma y de la pérdida de memoria. El único rastro que le queda de su amistad será el elefante que la abandonará, para dejar morir el pasado, mientras la manada observa desde el presente cómo el elefante herido se aleja.

Ada Kaleh (Helena Wittmann)

Irati Crespo.

Si el pintor danés Vilhelm Hammershøi, exponente de interiores que combinaba diversos mobiliarios con el delicado manejo de la luz natural, hubiera conocido las cámaras de 16 mm, probablemente hubiera rodado –adaptando su caligrafía pictórica a la cinematográfica– una obra como Ada Kaleh.

El cortometraje de Helena Wittmann, que sucede a su aclamado largometraje Drift, toma su nombre árabe de una pequeña isla situada en el Danubio rumano que, habitada en su mayoría por una comunidad de trabajadores turcos, quedó sumergida bajo el agua –y perdida eternamente– tras la construcción de una presa hidroeléctrica. A priori, el contexto no se encuentra alejado del que envuelve a la película Naturaleza muerta (Sanxia haoren, 2006) del cronista chino Jia Zhang-ke. Sin embargo, mientras en aquella obra el paraje se convertía en motivo visual y localización explícita para el desarrollo de la acción, para Wittmann la anécdota adquiere una poderosa condición metafórica sobre los vaivenes de otra comunidad atravesada por tiempos inciertos: la de la juventud perdida.

Como si quisiera emular una isla sumergida, el film se abre con una serie de planos estáticos de una pared que, carcomida por la humedad –acuático motivo visual que vertebra toda la filmografía de Wittmann– crea en el papel roído unas formas amarillentas que se asemejan a continentes, dibujando por azar un mapa. A estas imágenes las acompaña una voz superpuesta que reflexiona en mandarín sobre una sociedad de jóvenes escépticos y perdidos, jóvenes que sueñan con comunidades y lugares imaginados. “No creían en las dicotomías”, expresa la voz masculina, “sin embargo podían verse a sí mismos confinados entre líneas”.

Confinados entre líneas. Con los encuadres precisos de Vilhelm Hammershøi en mente, también conocido como retratista de “la banalidad de la vida diaria”, la cámara de Wittmann, una habitante más de un inmueble suspendido en un tiempo y espacio indeterminados, comienza a encerrar los objetos y los jóvenes inquilinos entre las líneas verticales de las paredes, de los marcos de las puertas y de las ventanas. Emulando las pinceladas sobre un lienzo, una larga serie de panorámicas semicirculares, que se mueven de izquierda a derecha y viceversa, recorren el apartamento iluminado solo por luz natural, desde el que apenas se ve o se escucha nada de lo que ocurre afuera. Es en el primer movimiento de cámara de esa secuencia la única vez que se verá a todos sus inquilinos juntos, reunidos en una mesa. Mientras el mismo plano continúa deslizándose hacia la izquierda, se entrevé por una puerta a alguien más, de espaldas, en una habitación adyacente. Esta figura solitaria parece ser una especie de presagio, porque a partir de ese momento el grupo de amigos se desintegrará y cada uno deambulará por separado. Sus acciones y movimientos dentro de la casa se vuelven mecánicos: secan y recogen la ropa, revisan cajas de cartón, estanterías, empaquetan, se van a dormir. Unos jóvenes confinados, alienados y desalineados, como decía la voz inicial, pero solitarios, despojados de cualquier sentimiento comunitario. Quizá no sea un retrato tan alejado de lo que ocurrió en aquella isla del Danubio.