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Bulimia.
Gerard Alonso i Cassadó.

¿Puede un exceso de programación ser contraproducente para un festival? En la decimoséptima edición del Mecal (del 11 de marzo al 19 de abril) se han proyectado 350 cortometrajes divididos en 39 secciones distintas a lo largo de cuatro fines de semana. Y lo que a priori podría ser sinónimo de una oferta extensa y satisfactoria para casi cualquier tipo de público, acaba convirtiéndose en una arma de doble filo: la selección es irregular, lo que casi es inevitable en un certamen de estas características; pero lo peor es que hay piezas y actividades muy interesantes que se pierden en este frondoso e infinito bosque.

Bertrand Bonello estuvo en Barcelona en la segunda jornada del festival ofreciendo una master-class en la que se proyectaron todos sus cortos. En cualquier otro certamen ese hubiese sido uno de los platos fuertes del menú, pero su visita pasó casi inadvertida dentro del enorme parque temático del cortometraje que es Mecal. Auténticas joyas como Coro dos amantes, de Tiago Guedes (Portugal), Zabicie Ciotki, de Mateusz Glowacki (Polonia) o Washingtonia, de Konstantina Katzamani (Grecia), tuvieron que convivir en las sección Obliqua, dedicada a las propuestas más arriesgadas y heterodoxas, con piezas que, a veces, no encajaban en la selección y casi la entorpecían. Lo mismo ocurrió en la sección de animación, donde el último trabajo de Piotr Dumala (Hipopotamy), que había protagonizado el instante estelar del último Animac de Lleida, se extravió dentro de las más de cien horas de programación.

En cuanto a la presencia española, la irregularidad volvió a ser la nota predominante, lo que no fue obstáculo para que pudiésemos encontrar agujas en el pajar. En nuestro podio particular: Elena Asins – Génesis, de Álvaro Giménez-Sarmiento, que retrata a la artista madrileña dejando que la puesta en escena se contagie del espíritu de su obra; Memorándum, de Juan Millarés, que se apodera de unas imágenes de archivo de principios del siglo XX para reinterpretarlas en clave trágica; y Zepo, de César Díaz Meléndez, una maravillosa pieza de orfebre, elaborada con arena, que vuelve a enfrentar la inocencia de los niños con el horror.