Jaime Pena.

Que me perdone Coppola, pero el director más apropiado para enfrentarse a la adaptación de Tiempo de un centenario, de Mircea Eliade, no era otro que Manoel de Oliveira. Sólo él podría entender a un personaje como Dominic Matei, quien, tras una vida consagrada al estudio más estéril, es fulminado por un rayo a sus más de setenta años, rejuveneciendo milagrosamente y recuperando retroactivamente todo ese caudal de conocimiento que había acumulado a lo largo de su vida, un conocimiento absoluto que por fin germina en un cuerpo joven, en una suerte de superhombre. Matei domina el lenguaje, todas las lenguas, de la misma forma que Oliveira acumula en su biografía toda la historia del cine y toda la historia del siglo XX.

Youth Without Youth se titula la adaptación de Coppola. Lo que ocurre con Oliveira es que ya no se recuerda cuándo fue joven. Da la impresión de que siempre estuvo ahí, como el dinosaurio de Monterroso. Era muy joven cuando rodó Douro, Faina Fluvial (1931), en las postrimerías del mudo. Estaba en la treintena cuando filmaba su primer largometraje, Aniki-Bóbó (1942), anticipándose al neorrealismo. Pero ya había alcanzado la plena madurez cuando retornó al cine con O Pintor e a Cidade (1956), más aún cuando con Acto da Primavera (1963) pareció por fin encontrar su lugar entre la modernidad, entre el cine más joven de las nuevas olas que renovaban el cine mundial por aquellos años. Resulta muy divertido releer el relato que realiza Oliveira de sus encuentros con André Bazin. Habían pasado ya cincuenta años de la muerte del crítico francés y Oliveira se lamentaba de que Bazin no hubiese llegado a conocer mejor su cine. Deseo un tanto improbable. Diez años más joven, Bazin falleció cuando el Oliveira que todos conocemos aún estaba lejos de germinar. Como los mejores vinos de Oporto, los mismos que él mismo se dedicó a cultivar, durante sus años alejado del cine (1942-1956), en el valle del Douro, Oliveira fue madurando poco a poco hasta encontrar el punto de fermentación adecuado. Y ese momento no llegó hasta bien avanzado el siglo… y el cine.

Pensemos en los cineastas en los que Oliveira se suele reconocer. John Ford nació catorce años antes que él. Luis Buñuel era sólo ocho años más joven. Y Jean Vigo casi se podría considerar un coetáneo suyo. Los tres, en distinta medida en función de sus prolongadas o efímeras carreras, representan el cine de la primera mitad del siglo. Con los dos primeros Oliveira comparte además su educación católica. Son como hombres del XIX, frutos por lo tanto de una cultura y una moral decimonónica que contribuyó a edificar el nuevo siglo. Más en Oliveira, si cabe, que en ningún otro. Aunque ligado a todas las vanguardias artísticas portuguesas del siglo XX, buena parte de sus referentes culturales e históricos se remontan al pasado de la cultura y de la historia portuguesa, habría que recalcar, pues si la trayectoria vital y artística de Oliveira constituye una síntesis de la autobiografía o el autorretrato del último siglo, ésta habrá que entenderla desde una perspectiva exclusiva y radicalmente portuguesa.

Lo expresa mejor que nada una película como Non, o a Vã Glória de Mandar (1990), en la que Oliveira traza una historia de Portugal a partir de sus derrotas, desde Viriato hasta la pérdida definitiva de las colonias en 1974. Es éste un momento de esperanza, el de la Revolución de los Claveles, pero también una época de sentimientos contradictorios. Es el momento del fin de un sueño, el del pasado glorioso e imperial de Portugal. Hacía allí virará una y otra vez la mirada de Oliveira, en especial hacia la derrota de Alcazarquivir en 1578 y la muerte del Rey Sebastián, también hacia la utópica reedificación del Quinto Imperio, hacia el Padre Antonio Vieira, hacia Camões y Os Lusíadas, hacia el mito de los Descubrimientos y la grandeza de un país. Son temas que reaparecen una y otra vez en su filmografía, si bien lo que más sorprende en Non… es ese vacío que media entre 1578 y 1974, como si en esos cuatro siglos no hubiese ocurrido nada digno de mención. Quizá porque media un sentimiento trágico ante lo que pudo ser y no fue. De ahí que Oliveira vuelva una y otra vez a Castelo Branco (1825-1890), ya sea en su tetralogía de los amores frustrados (Amor de Perdição, Francisca) como en otros momentos de su filmografía (O Dia do Desespero). Fracaso, perdición, desesperación. Esos parecen ser los sentimientos sobre los que se sustenta un cine que, voluntariamente, parece renunciar a cualquier vinculación con el siglo XX, al menos en sus dos tercios iniciales, o aún más, en sus primeras tres cuartas partes.

Eliade publicó Tiempo de un centenario en 1976, dos años después del final del régimen de inspiración fascista de Salazar, el Estado Novo que el escritor rumano había glosado a comienzos de los años treinta. Un régimen extraordinariamente longevo, que marca un profundo repliegue en la historia de Portugal. A medida que el país se fue sacudiendo la dictadura, tras la muerte de Salazar en 1970, Oliveira resurgió como un cineasta totalmente renovado. La primera muestra aparece con Acto da Primavera, pero no será hasta 1971 y O Passado e o Presente cuando descubramos al verdadero Oliveira. Cuando lleguen Benilde ou A Virgem Mãe (1975) y Amor de Perdição (1978), Oliveira gozará ya de una edad más propia de un acomodado jubilado que de un cineasta que, lo sabremos luego, ve renacer en ese mismo instante su carrera. Justo cuando Eliade escribe su novela, si bien a Oliveira no le cayó encima ningún rayo. Recordaba S. Fillol en su crítica de La cuestión humana (Cahiers-España, nº 17) cómo Godard, en sus Histoire(s) du cinéma, había asumido “la titánica tarea de redimir a las imágenes cinematográficas del horror de haber omitido el presente de los campos de exterminio”. Oliveira se pasó la primera mitad del siglo practicando lo que él llama un cine de resistencia, teniendo que lidiar con el salazarismo y dando con sus huesos en la cárcel, pero aun así vivió esos años en una especie de limbo, igual que Portugal parecía vivir en una tierra de nadie, en esa neutralidad con la que parecía afirmar su rechazo al devenir del siglo XX. Hoy sabemos que Oliveira estaba rumiando todo el pasado portugués y esperando el momento en el que subirse al tren del siglo XX, quizá porque nadie como él entendió que el siglo comenzó después de los campos de exterminio y la bomba atómica, cuando se puso fin a la irracionalidad y se volvió a las esencias de una civilización que Oliveira quiso rastrear en la historia y en la cultura de su país. Unas eventuales Histories(s) du cinéma  de Oliveira se servirían de una iconografía del siglo XVI o del XIX para anticipar con ellas el nuevo fin de siglo, el del XX, también el siglo XXI y, sobre todo, el cine moderno.

Todas las medidas del tiempo, las de dimensión humana, dejan de tener sentido con Manoel de Oliveira. No es ya su proverbial longevidad, pues al fin y al cabo un arquitecto como el brasileño Niemeyer aún sigue trabajando a sus 101 años. Pero la arquitectura tiene ya muchos siglos a sus espaldas. El cine, en términos estrictos, nació poco antes que Oliveira. El cine tal y como hoy lo entendemos nació con Griffith en el entorno de 1908, el mismo año que lo hacía el director de El valle Abraham. Oliveira ha reconocido en muchas ocasiones que si continúa haciendo películas es para esquivar la muerte. Es de temer que con Oliveira desaparezca también el cine: quién sabe si no ha sido él quien ha conseguido sostenerlo a lo largo de todo este siglo.