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Jordi Balló

La libertad irrestricta de los cineastas a la hora de buscar, recoger, capturar y reordenar las imágenes de lo real ha fundamentado, históricamente, algunas de las más grandes conquistas del cine documental en todo el mundo. Una libertad, tomada por los cineastas o arrebatada por ellos mismos al poder autoritario, que en España ha permitido también filmar películas esenciales de nuestra historia cinematográfica y sin las cuales ni siquiera podría entenderse cabalmente nuestra historia social y política. También en democracia se plantean debates de esta naturaleza. Y también ahora los documentalistas seguirán filmando, pese a todo.

De las casi cincuenta infracciones contenidas en el proyecto de ley de Seguridad Ciudadana que está en la fase final de su trámite parlamentario, una se refiere al cine. Y es lícito preguntarse hasta qué punto su aplicación, en caso de ser aprobado así, puede influir en la libertad del cine documental. Ese texto que demanda permiso previo para filmar a una autoridad o miembro de los cuerpos de seguridad en su actividad profesional, o cuando se ponga en riesgo su seguridad personal, o el éxito de una operación, tiene una redacción ambigua que acumula supuestos. En el puro sentido de la resonancia, si todos ellos se aplicaran retroactivamente significaría que algunas de las películas fundamentales del cine social y político español, serían ahora, de nuevo, sancionables.

Veamos dos ejemplos clásicos. La película documental Queridísimos verdugos, de Basilio Martín Patino, se filmó clandestinamente en 1971, sin autorización, sobre unos funcionarios de ‘la autoridad’, con los que se trataban aspectos ‘personales’ (se emborrachaban, por ejemplo) y también ‘profesionales’ (describían la forma como usaban el garrote), en una estrategia sobre los rituales de la muerte que fue precursora de otros filmes internacionales que han abordado la figura del verdugo, siempre en el filo del secreto. Patino decidió conservar su film tal cual en la oscuridad y no negociarlo con la censura franquista. Y ahora es un monumento de la integridad colectiva.

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Por su parte Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública, de Pere Portabella, un film permanente en la colección de los museos de referencia, incluyó filmaciones clandestinas de las manifestaciones por la libertad de febrero de 1976 en Madrid y en Barcelona, utilizando a veces la propia radio de la policía: unos documentos que quizás ahora, a la luz de este proyecto actualmente en trámite, se consideraría que ‘pondrían en riesgo’ la operación policial. Pero, sin ir tan lejos, pensemos en los filmes, totalmente legales, que se han rodado sobre las manifestaciones durante estos últimos años, a raíz de la crisis. Como Demonstration, que Victor Kossakovski filmó con 32 estudiantes durante las dos huelgas generales de 2012 en Barcelona, un film-ballet en el cual se evidencia que en las manifestacones contemporáneas existe un alto grado de autorrepresentación, un lugar donde las cámaras se multiplican tanto como los puntos de vista, incluyendo el de las propias cámaras policiales.

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Resulta paradójico que, en un momento en el que esta pluralidad de visiones cruzadas adquiere presencia fílmica, se vuelva a un control previo para dificultar la práctica de los documentalistas.

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