Carlos Losilla.
Raymond Bellour, veterano estudioso del cine, reprochó hace unos años a ciertos sectores de las nuevas generaciones de críticos y teóricos su desinterés por el cineasta Manoel de Oliveira: “Ustedes hablan poco de él”, les espetó. Y luego añadió que ello quizá se debiera a que se trata de “un hombre profundamente civilizado, en extremo consciente y horrorizado de que su civilización se extinga”, una postura rechazada por la generación del digital y de Internet, altamente esperanzada con las infinitas posibilidades del cine futuro y, por lo tanto, de algún modo en paz con los nuevos tiempos. Oliveira, decía Bellour, “muestra en todas sus películas un sentido profundo de la cultura y del arte, y del lugar que ellos ocupan en la vida y en la memoria colectiva”1.
Pero ¿a qué cultura y a qué arte se refería el texto de Bellour? ¿Qué tiene de singular este cineasta, aparte de su inverosímil longevidad laboral, como para erigirse en el centro de un debate de estas características? Sin duda, su condición de artista a destiempo. O dicho de otro modo, quizá mucho más tajante: las películas de Oliveira son las más reconocibles, por extemporáneas, del cine que más nos ha importado en mayor medida en los últimos veinte años. Me dirán que podría argumentarse lo mismo respecto a Jean-Marie Straub (con o sin Danièlle Huillet), pero su materialismo extremo, su primitivismo convencido, el modo abrupto y directo con que filma cuerpos y paisajes, lo hace más próximo a una cierta sensibilidad contemporánea, en comparación con la exquisitez humanista de Oliveira. Y digo “humanista” de una manera muy consciente, convencido de que ese término se refiere a lo que los historiadores llaman la “era moderna”, ésa que empieza en el Renacimiento, cuando nombres como Miguel Ángel o Leonardo dan lugar a la aparición de la figura del artista tal como la hemos conocido hasta hace poco.¿Qué tienen que ver, en otras palabras, los broncos poemas minerales de los Straub frente a la exquisita recreación de las cartas del padre Antonio Vieira realizada en Palabra y utopía (2000)? Y, sobre todo, ¿qué tiene que ver Oliveira con todos aquellos que están examinando ese fin de época desde el ojo del huracán, asumiendo las formas de la contemporaneidad, de Claire Denis a Tsai Ming-liang?
El plan de Oliveira es hablar del mundo contemporáneo observado desde la perspectiva de alguien que ya no pertenece a él. No es casual, a este respecto, que el grueso de su producción se desarrolle a partir de la década de los ochenta, concretamente desde Francisca, estrenada en 1981, cuando el cineasta ya ha sobrepasado los setenta años. Su debut con el corto Douro, Faina Fluvial en 1931, su retorno con Aniki-Bóbó en 1942, algunos de sus preciosos documentales de los años cincuenta y su fugaz tránsito por los sesenta y setenta con cuatro largometrajes, ya le asegurarían un lugar privilegiado en la historia del cine, aunque el recuento final no llegue a las veinte películas en casi cincuenta años, y ello contando largos y cortos, ficciones y documentales, encargos comerciales y experimentos varios. Pero es una vez finiquitado el proyecto de la modernidad cinematográfica, a principios de los ochenta, cuando Oliveira se empeña en continuarlo por su cuenta y riesgo, a un ritmo de una película comercial por año. Y no a través de pactos más o menos tácitos, sino mediante una apuesta a calzón quitado, pues a partir de ese momento su práctica se aleja voluntariamente de la cinefilia más estricta para ofrecer otra cosa, para conectar directamente con los orígenes de su bagaje artístico, con la tradición que empieza en Cristóbal Colón (recreada en Cristóvão Colombo-O Enigma, 2007) y termina con el fin de la hegemonía de Occidente en el orden mundial (el tema de Una película hablada, 2003), pasando por la literatura y la pintura burguesas que constituyeron el gran sueño de finales del siglo XIX y principios del XX. De una manera caótica, a trompicones, como si tuviera prisa por terminar su labor, desde 1981 hasta la actualidad Oliveira parece obcecado en fabricar un gigantesco monumento al fin de una época, por ahora sólo comparable, en alcance testimonial pero también estético, a la obra de John Ford.
En su caso, pues, el fin de la modernidad es el fin del humanismo. Y de ahí su ansiedad por prolongar la melancolía, por esquivar la redención de los nuevos tiempos, que se niega a aceptar. Cineasta de raíces religiosas, afecto a las grandes conmemoraciones rituales, sus películas se erigen en una especie de enciclopedia en imágenes de lo que fue el arte de la civilización occidental, del teatro barroco a la música dodecafónica, de la literatura neoclásica a las narrativas del absurdo, de la escultura renacentista a la abstracción pictórica. Y esa summa casi teológica adquiere la forma de un fantasma, el del cine moderno, de donde surge la apariencia sonámbula de unas imágenes tan alejadas de cualquier tipo de realismo que en ocasiones resultan incluso insoportables, producto de una ensoñación malsana.
En Os canibais (1988) o El convento (1995), todo se desarrolla en un clima pesadillesco que permanece en la retina del espectador mucho tiempo después de haber abandonado la sala. En Non ou A Vã Glória de Mandar (1990), la Historia es un relato legendario hecho de alucinaciones cíclicas que no dejan de atormentarnos. En El valle Abraham (1993), la gran novela decimonónica no es más que la excusa para un baile de máscaras, en el que el espíritu lucha por imponerse a una sensualidad tan atractiva como amenazadora. En Inquietud (1998), el sonido de los pasos de los actores en un escenario teatral deja constancia de la fugacidad en la que todo se ha desvanecido. Oliveira es el cronista de esas ruinas, de la civilización y del cine, que ha pretendido inmortalizar en una agotadora serie de películas realizadas sin descanso. Como un libro de ilustraciones antiguas, esa parte de su obra deja constancia de lo que una vez fuimos, y sus planos pueden verse uno tras otro como si se tratara de pasar las páginas de un álbum de fotos familiares, allá donde aseguramos nuestra pequeña porción de inmortalidad. De ahí su aire espectral e inquietante, pero también su verdad, paradójicamente conseguida a través del artificio más extremo.
Existe en la filmografía de Oliveira un bucle temporal que retrocede hasta los inicios del humanismo para retratar con ojo implacable la muerte del cine moderno. Por eso el hecho de que sus últimos trabajos no hayan merecido la misma atención, por parte de la crítica y de los festivales, que los ejecutados hasta Una película hablada hace sospechar que las imágenes contemporáneas, definitivamente, han decidido prescindir de su forma de entender el cine. Como la de John Ford o Luis Buñuel, a los que admira hondamente, su obra representa un legado gigantesco, abarca el mundo que ha conocido en todos sus detalles y matices, dibuja una topografía absoluta y minuciosa de lo que fue Occidente durante mucho tiempo. Ahora, en cambio, el cine es otra cosa, frecuenta los microcosmos en los que se ha fragmentado la sociedad globalizada para erigirlos en representación de un universo en cambio perpetuo. Está por ver si lo conseguirá con la misma nitidez, pero lo que importa es que mantenga esa admirable intransigencia presente en las mejores películas de Oliveira, esa reivindicación del cine como ejercicio puramente intelectual en el que cualquier goce proviene del hecho de pensar en imágenes que, además, saben hablar.
(1) En Movie Mutations. Cartas de cine, Nuevos Tiempos, Buenos Aires, 2002, págs. 55-56.
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