Como respuesta a una de las preguntas que se le hicieron a Léos Carax en el coloquio que sucedió al segundo pase de su película en San Sebastián, el cineasta se definió como un hombre del siglo XX que tenía una hija nacida en el XXI. No se trata de una afirmación baladí. Por un lado, C’est pas moi es el compendio de una carrera desarrollada en su mayor parte en el siglo del cine, el que se quiebra en dos por culpa de la barbarie nazi y la Segunda Guerra Mundial, tal como se insiste en la película. Por otra, es como si esa intuición caraxiana estuviera resumiendo una de las líneas transversales del Festival de San Sebastián de este año, obsesionado por dejar constancia de un cambio de guardia en tantos y tantos aspectos. Así, tampoco debe sorprender que, el mismo día en que se pudo ver C’est pas moi, este crítico tuviera también la oportunidad de enfrentarse a Tardes de soledad, el film de Albert Serra que ya forma parte claramente de un stil novo, aunque no precisamente dolce. O que en la misma sección en la que se inscribe el trabajo de Carax se enfrenten lo viejo y lo nuevo, pongamos Arnaud Desplechin y Jane Schoenbrun. Por su lado, C’est pas moi es una reflexión crepuscular, un lamento sobre la culpa personal y la redención por el cine (‘El cine nos lo perdona todo’, afirma Carax en el film), temas no precisamente en boga cuando el nuevo siglo está a punto de cumplir ya 25 años.
Je est un autre, escribió Rimbaud cuando empezó a desaparecer por medio de la poesía. Y esa negación de uno mismo es la que forma parte también del título de la película de Carax: no fue él, fue otro; ya no es él, es otro. ¿Quién? El que se oculta, ya sea detrás de sus propias imágenes, de las imágenes de los demás o de la marioneta Baby Annette con la que termina el film. No es un cambio, ni siquiera una evolución. Es Monsieur Merde y sus disfraces, es el tipo que ha vivido varias vidas y no sabe cuál es la auténtica, si es que existe. En las Histoire(s) du cinéma, Godard utilizaba el montaje como arma arrojadiza, para generar nuevos pensamientos que se sucedían vertiginosamente unos a otros. En C’est pas moi, Carax ironiza sobre el método godardiano dejándose ver como otro tipo de cineasta, en la tradición del artista melancólico (mélan-colique, el cólico de la melancolía, dice) que no hace otra cosa que dar vueltas sobre sí mismo negándose a avanzar y, aun así, consigue ‘desprender’, como si fuera sangre o sudor, ideas que antes no existían. De la implosión del montaje a la deconstrucción del fuselaje, cinematográfico y vital. Los fragmentos dedicados a Juliette Binoche o Yekaterina Golubeva son pura dinamita lírica, incendios de la imagen que solo se consiguen creyendo en su poder transformador. Y las variaciones sobre sus propios filmes –la canción de Holy Motors, la utilización multiforme de David Bowie y Modern Love, la propia Annette y las máscaras del titiritero– son tan endiabladas que transforman el conjunto: es como si Carax estuviera hablando de una obra que no es la suya pero de la cual se ha apropiado. El cineasta como ladrón, embustero, feriante, mago, transformista… C’est pas moi es una de las películas más crueles que un cineasta haya podido hacer nunca sobre sí mismo.
Carlos Losilla
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