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Carlos F. Heredero.

En su columna de este mes [véase pág. 11], Jonathan Rosenbaum nos recuerda que han sido muchos los años durante los que la prensa norteamericana (y sin duda la de otros muchos países, incluido España) mantuvo un vengonzante silencio, cuando no complicidad, sobre el hecho flagrante de que los crímenes de Weinstein no han tenido solo como víctimas a todas las mujeres que sufrieron su repugnante chantaje, sino también –en otro rango de gravedad– a muchas de las películas que fueron manipuladas, remontadas o boicoteadas por él, así como a no pocos de los directores que fueron presionados y extorsionados por su despótica prepotencia económica.

El recordatorio es de lo más oportuno para sacudir el desesperante conformismo con el que –en un tema mucho menos trascedente, pero bien expresivo de las presiones que sufre la prensa cinematográfica– aceptamos como mansos corderitos que algunas distribuidoras (casi siempre  majors) nos tomen a críticos y periodistas como presuntos delincuentes cuando asistimos a los pases de prensa (te requisan el teléfono móvil, te escanean literalmente hasta la suela de los zapatos…, como si las copias piratas de las películas hubieran salido alguna vez de un pase de prensa…), nos impongan ridículos y anacrónicos embargos informativos (que son del todo inútiles en la era digital de las redes sociales) o nos pidan –y algunos acepten– que les escribamos nuestro parecer sobre la película que acabamos de ver para uso de sus departamentos de marketing, olvidando así (mejor dicho, haciendo como que olvidan) que no trabajamos para promocionar las películas, sino para informar a nuestros lectores y para generar un pensamiento crítico que permita leer las imágenes de la manera más provechosa y menos dócil posible.

Y no son estas las únicas maneras con las que las majors presionan a la prensa. Hay otras mucho más sutiles que también sería necesario desvelar (el empleo de periodistas y críticos como asesores internos, el reparto discriminatorio de los materiales de promoción…), una larga batería de métodos, en definitiva, que se utilizan como insidiosos factores de presión sobre los medios y ante los cuales, hasta ahora, hacemos oídos sordos o nos acomodamos con torpe resignación.

Todo esto coincide con el estreno de Los archivos del Pentágono, donde Steven Spielberg resucita una historia de los años setenta para recordarnosmque la libertad de prensa es indisociable de la salud democrática de un país. A la vez, y casi simultáneamente, una portada de Variety rendía homenaje, el pasado diciembre, a las dos periodistas del New York Times que han destapado el monumental caso de Harvey Weinstein, un personaje cuyo comportamiento es la expresión más grave del poder casi omnímodo que algunos magnates creían que podían ejercer con total impunidad: esa ley del silencio que servía para tapar los caprichos artísticos de este señor, pero que en realidad estaba tapando también comportamientos mucho más graves.

Con todo, la noble exaltación de este necesario combate no debería servir para ocultar otras realidades mucho menos reconfortantes en la práctica de los medios, sin olvidar por ello que la lucha por la libertad
de prensa es una batalla que siempre merece la pena. También en el ámbito de la prensa y de la crítica cinematográfica, obviamente, donde deberíamos empezar a hacer autocrítica y a plantearnos denunciar todas, absolutamente todas, las sutiles y menos sutiles formas de presión que tratan de manipularnos o condicionarnos.