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Carlos F. Heredero.

En el mundo de la globalización, en una época en la que personas, capitales, mercancías y bienes culturales se mueven sin fronteras, también las energías creativas viven en contínuo y creciente mestizaje. El cine convoca a todos estos factores de manera poliédrica y simultánea, de manera que los cineastas, la industria, las películas, las ideas y las estéticas protagonizan migraciones, intercambios y contagios sin fin. Esperar lo contrario o sorprenderse por el fenómeno sería tanto como ignorar o desconocer la realidad social, económica y cultural del presente.

La crítica y la historiografía cinematográficas, sin embargo, no están acostumbradas a trabajar con estos parámetros. El concepto de cine nacional determina hoy todavía muchísimas instancias: la participación en los festivales, los premios de las Academias, la legislación de los diferentes países, las inercias de los viejos localismos, incluso las raíces y tradiciones de las que son deudoras las distintas corrientes que se abren paso a cada momento. Por más que todos estos factores se hallen ahora en trance de convertirse en residuos de un mundo pretérito, todavía juegan y durante mucho tiempo aún jugarán un papel importante en los nuevos atlas de geografía cinematográfica que empiezan a dibujarse.

La velocidad del cambio, pese a todo, es vertiginosa. Y la lectura de los diferentes vectores transnacionales que ya empiezan a orientar algunas de las manifestaciones más vivas del cine actual exige una mirada y una perspectiva capaz de entender los movimientos de tierra y los seísmos que están removiendo las placas tectónicas del cine y del audiovisual. Este es uno de los desafíos más apasionantes a los que se enfrenta hoy la crítica de cine si pretende comprender la naturaleza de lo que está ocurriendo y si no se conforma con el refugio siempre autocomplaciente en las viejas certezas que nos han guiado hasta llegar aquí.

La ruptura o la porosidad de las antiguas fronteras nos obliga a poner en cuestión algunos atavismos de honda raíz y largo recorrido. Ya no basta con conocer la cultura oriental para entender de qué materia pueden estar hechas propuestas como las de Hou Hsiao-hsien (Café Lumière, Le Voyage du ballon rouge), Wong-Kar-wai (Happy Together, My Blueberry Nights), Ang Lee (Tigre y dragón, Deseo, peligro) o Wayne Wang (The Princess of Nebraska, Mil años de oraciones), de la misma manera que tampoco es suficiente tener en cuenta las raíces fecundas de la modernidad fílmica europea para asimilar las nuevas formas de cineastas norteamericanos tan idiosincráticos de su país como son Gus Van Sant (Gerry, Elephant, Last Days), David Lynch (Mullholand Drive, Inland Empire) o Terrence Malick (La delgada línea roja, El nuevo mundo).

Las herencias y las influencias circulan ahora en múltiples direcciones y el discurso de la crítica está obligado a repensar este nuevo código de circulación. Poner balizas, trazar rutas y definir los nuevos territorios para poder transitar por su interior sin perdernos es una tarea no sólo necesaria, sino incluso urgente. Pero ocurre que ahora las viejas herramientas no son suficientes, porque ya no hay caminos cerrados ni espacios impermeables. Ahí está lo fascinante del trabajo.