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Légua puede ser leída como el retrato de la convivencia de tres generaciones de mujeres en el entorno de un pequeño pueblo del norte de Portugal que se encuentra en pleno proceso de transformación (y ’modernización’). La primera de ellas es Milinha (Fátima Soares), la vieja ‘gobernanta’ de una gran mansión que se esfuerza en mantener la casa a pesar de que sus propietarios, los ‘señores’ ya no va nunca. En la tarea le ayuda Ana (Carla Maciel) una mujer de 49 años y madre a su vez de Mónica (Vitória Nogueira da Silva) que vuelve al pueblo solo de vacaciones pero tiene su vida en la ciudad. A través de ellas no solo se pone en imágenes la transformación de un mundo rural organizado según el modelo social de ‘patrones’ y ‘siervos’ sino que la película pone el foco en la fuerza de los cuidados cuando Milinha enferma y Ana se hace cargo de ella a pesar de tener que renunciar para ello a viajar con su marido en busca del trabajo que allí no encuentran.

Y aunque la película presenta cierta redundancia, algo de complacencia y la tentación de ofrecer un desenlace que rompe con el naturalismo del resto de la cinta para acercarse innecesariamente al fantástico (otro elemento recurrente de entre los que se van vislumbrando en el conjunto de las películas del Festival), Légua transmite una poderosa capacidad para acercarse a la expresión de lo sensitivo a través del cuerpo. La película de Filipa Reis y João Miller Guerra se detiene para ello en los procesos, en el hacer, a través de planos detalle o naturalezas muertas que recogen el gesto del trabajo doméstico, del cuidado del huerto, de una caricia, de un plato recién preparado… Y aunque muchos de ellos alcanzan su poder evocador, se desprende por momentos un exceso de idealización ‘neorural’ de la vida en el campo que acaba por resultar también el de las viejas tradiciones en un sentido más amplio. Jara Yáñez