Como su título indica, estamos ante el segundo acto de una supuesta comedia de inspiración teatral. Dos hombres deciden ver a la chica que está enamorada del primero, pero a la que este no ama. Podríamos estar en el segundo acto de una comedia barroca en la que el joven apuesto y su criado van en busca de la chica controlada por su padre. Incluso podríamos decir que ambos personajes viajan hasta la cueva en la que hipotéticamente se encuentra preso alguien que podría ser una lejana réplica de Segismundo, el protagonista de La vida es sueño de Calderón. Pero al cabo de unos minutos, nos damos cuenta de que no estamos ante una obra teatral sino ante una película, que hereda de La vida es sueño la idea del espacio como cueva platónica. En esta ocasión el lugar del rodaje es una especie de restaurante en el que se instalan los protagonistas y donde hay un pobre camarero que quiere ser alguien pero que no lo puede conseguir. Quentin Dupieux no tarda en llevar el barroquismo a su terreno y al cabo de unos momentos sabemos que la cuarta pared que separa el rodaje de la realidad, que aparta la vida de la ficción, es muy efímero. Los protagonistas se parecen mucho a Léa Seydoux, Louis Garrel, Vicent Lindon o a Raphael Quenard –el protagonista de Yannick (2023)–. El padre quiere dejar la película, pero recibe una llamada de Paul Thomas Anderson que le invita a ir a Hollywood. El joven que ha sido invitado al rodaje se salta las frases y juega con la incorrección política ante el peligro de la cancelación. La chica quiere jugar el papel de enamorada, pero está harta de un rodaje con el que ha establecido un contrato. Mientras, el propietario del restaurante –Maurice Guillot– se convierte en un figurante que quiere ser alguien pero que acaba condenado al ridículo. No sabemos dónde nos situamos, solo que el pretendido rodaje entra en crisis. ¿Pero, quién es el director de este supuesto segundo acto?
Quentin Dupieux juega con su humor basado en las paradojas del absurdo, pero todo el sustrato cómico cada vez es más reflexivo. La vida ya no es sueño, sino un juego de imágenes sin creador. La inteligencia artificial convierte las ficciones en un simple juego de algoritmos, en el que el director no es más que una máquina programada y en la que la imagen es la simulación de una simulación. Sabemos que la película es un engaño, pero una vez finalizado el rodaje, cuando los actores teóricamente viven su vida, nos damos cuenta de que la ficción continua y que el abismo es aterrador. El hombre común, después de hacer el ridículo se siente atrapado y acepta que ya no es el arte que imita la vida, sino la vida la que imita el arte. El problema es que el arte quizás ha dejado de existir. La película acaba mostrando el artificio que ha permitido filmar una serie de larguísimos planos secuencia, pero al mostrarlos, la postproducción altera la hipotética verdad del gesto moderno de jugar a la autoconciencia mostrando la tramoya del cine. Dupieux no es, como suponen algunos, un simple creador de bromas absurdas y simpáticas, sino bastante más. Le Deuxième acte es la obra de madurez de un exmúsico electrónico que no cesa de preguntarse sobre el destino de las imágenes.
Àngel Quintana