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NAPOLEÓN VU PAR ABEL GANCE, de Abel Gance (Cannes Classics)

LE DEUXIÈME ACTE, de Quentin Dupieux (Inauguración. Fuera de competición)

Tómese esta doble reseña como reflexión inaugural sobre dos de las muchas caras, aparentemente contradictorias, que puede ofrecer Cannes. En el festival por excelencia del glamour y de la alfombra roja, del brillo mundano y del voraz mercado industrial, la primera sesión de todas  ̶con presentación oficial incluida ̶ rinde honores a la recuperación, reconstrucción y restauración filológica de un monumento tan incontestable como el Napoleón de Abel Gance. Acto seguido, y sin solución de continuidad, la gala de inauguración ofrece una simple, casi anecdótica minucia chistosa, apenas una mera nota a pie de página ya no en la historia del cine mundial, sino ni tan siquiera en la del francés: la nueva realización de Quentin Dupieux (Le Deuxième acte). En el mismo ágora conviven un acontecimiento de largo alcance, una gran conquista de la Cinemathèque y de las instituciones culturales francesas (la reconstrucción de la obra maldita de Gance, que llega así hasta nosotros en la duración original concebida por su autor, como nunca antes se había visto, ni siquiera en la fecha de su estreno, hace ahora ya casi un siglo) y una oportunista cesión al chauvinismo más autocomplaciente, que coloca en la gran  pantalla de la sala Lumière a un cineasta capaz de armar una película con cuatro chistes, un par de ideas (solo dos en esta ocasión; estrictamente dos) y de que se la ‘compren’ los programadores del certamen con la excusa de que se trata de una obra muy humilde de un cineasta con un sentido del humor singular.

De la mayor ambición creativa (y la de Gance era ciertamente enorme) a la más humilde de todas las pretensiones, lo que estaría ciertamente muy bien si esa humildad del presupuesto –por mucho que el coste del film tampoco habrá sido barato, dado su plantel de estrellas: Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel– si el resultado ofreciera una obra tan orgánica como las que realizan otros cineastas contemporáneos que también hacen películas muy baratas y, sin embargo, son capaces de proponer trabajos de una poderosa originalidad (de Aki Kaurismäki a los hermanos Dardenne, pongamos por caso), pero es que Le Deuxième acte (una realización algo menos indigente que las anteriores de su director, todo sea dicho) no pasa de ser una graciosilla colección de chistes ­–todos meramente verbales– que se pretenden satíricos sobre lo políticamente correcto y sobre las políticas de la cancelación. El espectáculo final, con independencia de lo saludable de sus intenciones, daría verdadera grima si no fuera porque las dos escenas que siguen al prólogo (dos planos-secuencia en sendos y larguísimos travellings) consiguen articular un doble juego actoral de carácter metanarrativo en el que los intérpretes dan lo mejor de sí mismos entrando y saliendo casi sin solución de continuidad de dos personajes diferentes cada uno de ellos. Esa es una de las ideas. La segunda, y la última, es que la película que supuestamente están interpretando los personajes, finalmente se descubre producida y dirigida por la Inteligencia Artificial, en un par de gags de escasa gracia, banales y tontísimos. Y ahí se acaba de todo. No esperen más.

Salir de ver Napoleón y entrar acto seguido en Le Deuxième acte resulta muy deprimente. No se entienda esto como una comparación injusta o abusiva. Es deprimente porque da la casualidad de que ambas son francesas y porque la programación de los dos títulos en esta obertura ambivalente responde, en el fondo, al mismo impulso chauvinista. Puestos a buscar grandes ambiciones estéticas, tenían a mano la Megalópolis de Coppola, pero el film de Abel Gance es una obra inflamada de un exasperado nacionalismo jacobino en el borde mismo de la xenofobia (incluidas sus burlas de la ‘torre de Babel’ que conforman las otras lenguas que no sean la francesa) en su exaltación hagiográfica del célebre corso. Puestos a buscar una inauguración resultona y glamurosa podían haberse acordado de casi cualquier otra de las películas de la competición oficial, pero en ambos casos la elección ha sido la celebración del sacrosanto cine francés, sin caer en la cuenta, quizás, de que allí donde el formidable impulso visionario, la poderosa fuerza visual, la inventiva incesante y la radicalidad formalista de Gance consiguen transmutar su primario nacionalismo en una vibrante elegía épica y lírica cuya trascendencia corre pareja a la de obras tan decisivas como El acorazado Potemkin, La pasión de Juana de Arco o El último (obras todas ellas con las que el film de Gance establece productivos vínculos creativos), mientras que la fruslería inane de Dupieux no hace más que dejar al descubierto la caderilla cinematográfica que ofrece un trabajo tan primario.

Hay que restregarse los ojos con fuerza para dar crédito a nuestra mirada ante el montaje en paralelo entre la tormenta en el mar y los debates en la Convención; antes las múltiples sobreimpresiones y fundidos que organizan la casi continua sucesión de momentos catárticos o ante la fuerza imparable con la que el viento, la lluvia, el barro, incluso el granizo, sacuden un montaje deslumbrante en la batalla de Toulon, secuencia memorable que uno desearía que durase media hora más, pero que cierra finalmente lo que, en realidad, solo es la primera parte (3 horas y 47 minutos) del total de las siete horas que consume la integridad de esta película arrolladora y desbordante en todos los sentidos, cuya segunda parte se estrenará el próximo verano en París. Un film que no es ni pretende ser una biografía de su protagonista (su rigor histórico es escaso), sino un retrato de Napoleón visto por Abel Gance, tal y como reza de manera muy precisa y exacta su verdadero título, si bien el resultado es una producción que, en realidad, nace ahora por primera vez (porque nunca se llegó a exhibir su montaje completo), una las conquistas más audaces y más vanguardistas de su tiempo: la obra de un hombre que cree a ciegas en los ‘poderes del cine’ y que se entrega a ellos con pasión –y con inmenso talento– desde el primero hasta el último de sus fotogramas. Habrá que volver con mucha más calma sobre sus imágenes.

Carlos F. Heredero