Las imágenes iniciales de esta última película de Elena López Riera muestran la fragmentación de una fotografía, la que muestra a la madre de la directora en el día de su boda, con su vestido, su crepado, su tarta nupcial a punto de ser cortada: el pelo presuntamente perfecto, los ojos pintados, todo sometido a una especie de vaciado abstracto. Pero no se trata de una operación deconstructiva a lo Antonioni, no estamos en Blow Up. Se trata más bien de la construcción de un enigma. ¿Cuál es la figura en la alfombra de este misterio? ¿Qué ocurrió con las novias de la época, casi todas ellas desencantadas o frustradas al cabo del tiempo, sea mucho o poco dependiendo de los casos? ¿Se trataba solo de una cuestión social o política o también de una construcción autodestructiva por parte de esas mujeres entregadas en cuerpo y alma al ideario de la época?

Las imágenes posteriores del film, que muestran a diversas mujeres maduras o incluso ancianas hablando a día de hoy de su experiencia conyugal y extraconyugal, también son fragmentos: hay agujeros en sus historias que nunca entenderemos, vacíos narrativos que López Riera no se preocupa mucho por llenar. Y eso desemboca, de manera simétrica, en una introducción y un epílogo, con la voz off de la directora, en los que ella misma reflexiona poéticamente sobre la condición de la propia cineasta: nunca seguirá esa tradición, es el último eslabón de esa cadena, precisamente el que se encarga de negarla. En sí misma, pues, Las novias del sur es también un fragmento, un jeroglífico. Pues esta película, como toda la obra de López Riera, no sólo aborda el rol contemporáneo de la enunciación y la enunciadora en esa mezcla inextricable entre documental y autoficción en que se ha convertido buena parte del cine de ahora, sino que la pone en cuestión para que la subvirtamos, como si fuéramos los únicos que podemos hacerlo. Son los fragmentos de un (nuevo) discurso amoroso que nos corresponde dar a ver.

Carlos Losilla