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Taxonomía del documental

En muchas ocasiones los mejores festivales son aquellos que definen tendencias y no se limitan a proponer “grandes obras maestras”, en el caso de que estas existan, al menos en ese continuum de “premières mundiales” en el que está embarcado cualquier festival que se precie de tener cierta relevancia mediática e industrial. Esa obligación autoimpuesta de privilegiar la novedad sobre la calidad daña a muchos festivales, pero también a las películas, particularmente a las de ficción (eso de que en el mundo hay más festivales que películas producidas anualmente no es una leyenda urbana). Por supuesto, novedad y calidad no están reñidas; del mismo modo, resulta estadísticamente imposible que las grandes películas se cuenten por cientos, si no por miles. El escaso aprecio por el documental de los principales eventos del calendario anual (Cannes, Venecia, Toronto, algo menos Berlín) alimenta la programación de festivales especializados en el cine de no ficción como Ámsterdam, Marsella o Visions du Réel en Nyon, cada uno con sus particularidades, pero todos ellos festivales en los que el concepto de “première mundial” es un acicate antes que un término que enciende todas las alarmas: son demasiados los documentales que no encuentran un hueco en los principales festivales del circuito internacional. Su hándicap es su mayor virtud: su limitado valor comercial, en muchos casos como consecuencia de su libertad creativa, heterodoxia narrativa o hibridación formal.

Se puede decir que la edición de 2022 del festival suizo Visions du Réel hizo bandera de todas estas características, tanto en su selección, un variopinto abanico de las distintas tendencias del documental, como en su palmarés, como si los distintos jurados hubiesen sido capaces de interpretar a la perfección el discurso propuesto por la dirección artística del festival en su selección de las diferentes secciones. Sucedía, por ejemplo, con esa hibridación entre ficción y documental que caracterizaba tanto a la vencedora de la competición internacional, la suiza L’îlot, de Tizian Büchi, como a la de la competición de medios y cortometrajes, la serbia Without, de Luka Papić. Ambas películas parecían copiar el mismo dispositivo: un personaje o personajes que sirven de guías para presentarnos otros personajes o situaciones. En L’îlot son dos guardias de seguridad que mantienen una relación un tanto extraña y que solo vigilan el acceso a un pequeño río de Lausanne. La relación entre ambos guardias parece fruto de la ficción, no así el retrato de la comunidad de vecinos y visitantes en torno a este río que se interrogan sobre la función de estos personajes o comentan la importancia del río, sus crecidas o su canalización, en el entorno suburbano. En Without es un artista de Belgrado que, tras perder a su perro, emprende una búsqueda que no pretende tanto encontrar a su mascota como conocer a otras personas en situaciones similares para, en el segmento final, citar el Coloquio de los perros de Miguel de Cervantes. Los perros también protagonizaban la franco-portuguesa Olho animal, de Maxime Martinot, en la que el protagonista intentaba poner en pie un proyecto cinematográfico sobre perros (la propia película mirándose en el espejo), con sus distintas fases, empezando por la escritura del guion y la financiación, mientras articula un film de montaje a partir de la apariciones caninas en decenas de películas de toda la historia del cine. Por su lado, el mediometraje belga, Jaime, de Francisco Javier Rodríguez, se centra en un esquizofrénico a quien, en pantalla, interpretan dos actores, pero cuyas declaraciones en off están entresacadas de una entrevista con el personaje verdadero del título (grabadas en Chile).

H. Caimán Ediciones

Las fronteras entre ficción y documental son todavía más porosas en la española H, de Carlos Pardo Ros. Por un lado, Pardo Ros vuelve a un misterioso suceso acontecido en los Sanfermines de 1969: un hombre aparece muerto tras un encierro y lo único que lo identifica es un llavero con la letra H. Este personaje anónimo resultó ser un tío del propio director que ahora imagina qué pudo suceder aquella noche. Este imaginario se proyecta sobre un grupo de jóvenes que, en la actualidad, siguen el mismo trayecto, sin que sepamos hasta qué punto reconstruyen aquel suceso de cincuenta años atrás de forma premeditada o es solo la insistencia del director la que establece una relación entre esos dos momentos. H propone un dispositivo radical que deja en manos del montaje (y por ende, de nuestra mirada) la interpretación de lo que vemos: ¿ficción?, ¿documental?, ¿importa? En efecto, esta ambigüedad posibilita siempre distintas lecturas, incluso en películas que podríamos considerar documentales más ortodoxos. En la griega Dogwatch, de Gregoris Rentis, unos mercenarios protegen los buques mercantes que transitan la costa de Somalia, defendiéndolos de posibles ataques piratas. Pero desde que se ha reducido esta amenaza los soldados han de matar el tiempo ejercitándose continuamente, tanto a bordo como cuando regresan a sus casas. Más que un documental, Dogwatch parece una película de Claire Denis, del mismo modo que la estadounidense Bitterbrush, de Emelie Mahdavian, podría verse como una versión femenina de Brokeback Mountain, con sus dos mujeres que pasan la temporada estival de rancho en rancho, domando caballos o llevando el ganado hasta los pastos. Mientras, lo que llama la atención de la sueca How to Save a Dead Friend, de Marusya Syroechkovskaya, es su condición autobiográfica, pues la historia tiene todos los ribetes de una desaforada ficción juvenil: adolescentes rusos guiados por una pulsión suicida e inspirados por Ian Curtis y la música de Joy División, un ideal que Kimi, la pareja de la directora, acabó por llevar hasta sus últimas consecuencias. También la china A Long Journey Home, de Wenqian Zhang, mejor película de la sección ‘Burning Lights’, parte de un dispositivo tan íntimo como hasta cierto punto inverosímil, al menos en tanto documental. La duda procede, como siempre, del lugar que ocupa la cámara. La directora vuelve al hogar familiar y su mirada parece transformarse en la de una cámara de vigilancia que, con sus planos fijos, recoge todos los conflictos familiares, confesiones o incluso situaciones que parecen el resultado de la puesta en escena de un exorcismo familiar que, en cualquier caso, tampoco se muestra refractario a la comedia.

Herbaria. Caimán Ediciones

Por esa misma razón, algunos de los mejores trabajos vistos en esta edición de Visións du Réel fueron aquellos que escapan a cualquier tipo de clasificación, bien porque proponen metáforas tan sugestivas como abstractas, bien por la propia cualidad matérica de sus imágenes, a veces cercana al experimental. Tanto una película de la competición internacional, Inner Lines, del belga Pierre-Yves Vandeweerd, como otra de ‘Burning Lights’, Herbaria, del argentino Leandro Listorti, responderían a estos parámetros. La primera se sirve de múltiples recursos narrativos para hablarnos de los conflictos y persecuciones que han rodeado al pueblo armenio; la segunda establece un paralelismo entre el estudio de plantas desaparecidas y la propia conservación del cine, también un homenaje a aquellos cineastas que han congeniado ambas vocaciones, la botánica y la cinematográfica.