No es esta, en contra de lo que pudiera parecer, una película sobre la muerte del cine. Es cierto que sus protagonistas son un padre y una hija que recorren el norte de Rusia en una destartalada furgoneta, ganándose arduamente la vida mediante la proyección de películas en aldeas perdidas. Pero todo ello no tiene nada que ver con En el curso del tiempo (1976), de Wim Wenders, o La última sesión (1971), de Peter Bogdanovich, por mucho que se hable también del porno y de internet. La intención de Ilya Povolotsky, en este su primer largo de ficción, es más bien componer el retrato de un país en bancarrota emocional, cuyas regiones más desoladas parecen actuar como implacables metáforas de una descomposición moral. La cámara recorre una sucesión interminable de paisajes desolados, de carreteras y caminos polvorientos o nevados, de casas perdidas en vastos horizontes, por medio de una serie de travellings y zooms que no dejan rincón por explorar, como si le importara más eso que los personajes. Y estos se muestran siempre circunspectos y lacónicos, inexpresivos y ausentes, como zombis abandonados en ese limbo interminable. La tensión entre ambos debería echar chispas, aunque fuera en los estratos más ocultos de este film de exteriores paradójicamente introspectivo, pero la distancia que pretende imponerle Povolotsky resulta contraproducente: la evolución de la hija, su despertar a la vida en medio de esta road movie vagamente existencial, queda subsumida en un despliegue de escenarios naturales que acaban colapsando, cortocircuitando toda conexión emocional con la audiencia. Carlos Losilla