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Barbara Zecchi.

Críticas diarias de las películas a competición en la Sección Oficial del certamen granadino.

Praça Paris (Lúcia Murat)

Según el teórico indio Homi Bhabha, la identidad del sujeto hegemónico colonial depende en parte del ‘otro’: la colonización no es un fenómeno unidireccional, sino que tanto el colonizador como el colonizado participan en un proceso de hibridación, un proceso que nunca cesa, porque la influencia recíproca sigue operando en el presente. La última película de la brasileña Lúcia Murat parece poner en práctica los postulados postcoloniales de Bhabha ya desde el mismo título (Praça Paris fue el resultado de un plan urbanístico de los años veinte, que tenía como intención europeizar Río).

La película se abre con unas poderosas imágenes que reflejan de inmediato la gran labor de fotografía de Guillermo Nieto. Los paisajes portugueses se yuxtaponen y confunden con los brasileños, creando una atmósfera que nos produce cierta inquietud. El acantilado y el océano no son una frontera sino un puente entre dos mundos que parecen fundirse. Camila pasa de uno al otro y se encuentra con Gloria. Las dos mujeres hablan la misma lengua con distintos acentos, no solo por su proveniencia (una es portuguesa y la otra brasileña), sino también por su diferencia social: Camila es doctora en psicología y desarrolla un trabajo postdoctoral sobre la violencia en Brasil; Gloria, en cambio, se ha criado en la violencia de las favelas, soportando los abusos de un padre que la forzó durante años, y de su único hermano que desde la cárcel la protege, pero que también la controla haciendo y deshaciendo su vida. Las dos trabajan en el mismo lugar, la Universidade do Estado do Rio de Janeiro, Camila atendiendo a Gloria en su consulta, y Gloria como ascensorista.

Sesión tras sesión las dos mujeres se van acercando,hasta el punto de que, a pesar de ser físicamente muy diferentes (Camila es blanca, alta y delgada; la brasileña en cambio es negra, pequeñita y con sobrepeso), Gloria llega a soñar e imaginar ser Camila y Camila empieza a tener pesadillas sobre la violencia que ha vivido Gloria. Las dos se buscan, encuentran y desencuentran, y su acercamiento las modifica para siempre. El fenómeno de hibridación, por seguir con los postulados de Bhabha, implica un proceso metonímico de imitación, una visión doble que, al revelar la ambivalencia del discurso del colonizador, también altera su autoridad. Camila, que seguía los pasos de su abuela que se había suicidado “por culpa de Brasil”, llega por fin a entenderla. La cercanía entre las dos protagonistas empieza a transformarse en un miedo irracional que hace que las diferencias sean insuperables. La imagen del acantilado que vuelve a aparecer al final de la película no es ya el símbolo de una unión, como antes, sino más bien de una barrera.

Praça Paris es un relato intenso y pesimista sobre el poder y la fuerza del miedo hacia el otro, que logra con habilidad y astucia involucrar al público haciéndolo partícipe de las emociones de Camila y responsable de la presencia de un acantilado. Probablemente la mejor película sobre el trauma postcolonial en Brasil.

Dressage (Pooya Badkoobeh)

Desde el mismo título de su película –Dressage, la doma– el director iraní Pooya Badkoobeh dialoga con la tradición folclórica y literaria de la domesticación de la mujer bravía, que tuvo enorme difusión por toda Europa, Asia e incluso por la América precolombina, llegando a influir a autores como Shakespeare, y a tener también mucha popularidad en el cine. Además de las numerosas adaptaciones de la obra del dramaturgo inglés La fierecilla domada (entre las cuales la más conocida es la de Zeffirelli con Elizabeth Taylor y Richard Burton), el tema de la capitulación de una mujer con carácter y dinero ha inspirado múltiples trabajos y se ha trasladado a diferentes épocas, a diferentes culturas, y a diferentes relaciones de poder: hasta se han invertido los roles de género (como, por ejemplo, en la comedia italiana Il bisbetico domato). En sustancia, el relato no es más que una obvia metáfora de la subyugación patriarcal de la mujer independiente. Si en sus orígenes, y sin duda alguna para el público de Shakespeare, funcionaba como una guía comportamental para que los hombres vieran cómo educar a las mujeres, en época más reciente se ha puesto en evidencia el entramado de violencia de género que sustenta esta historia. En la versión iraní, la domesticación no tiene como finalidad el matrimonio, sino más prosaicamente la devolución de la grabación de una cámara de seguridad, y Golsa, la joven de dieciséis años que protagoniza el relato, no es de familia pudiente: la diferencia de clase –más que de género– es el conflicto central de la película; además, en la historia de Pooya Badkoobeh, la mujer no se deja doblegar.

Unos jóvenes adinerados de los suburbios de Teherán atracan un pequeño supermercado, más por el subidón de adrenalina que por necesidad. Durante la división del botín, queda patente que nadie está realmente interesado en el dinero, y Amir ofrece su parte a Golsa, quien la rechaza ofendida por el gesto de su novio. Ella frecuenta la misma escuela que sus amigos de clase alta y disfruta de los mismos lugares (entre ellos un centro hípico), porque sus padres se esfuerzan para subir en la escala social, empezando por el nivel de vida que le ofrecen a la hija. Al darse cuenta de que se han olvidado de llevarse la grabación de la cámara de seguridad que los incrimina en el delito, los jóvenes atracadores deciden que alguien tiene que recuperarla. La joven consigue la grabación, pero decide quedársela. A pesar de los esfuerzos de los amigos, la violencia del novio, los castigos del padre, los chantajes y hasta los sobornos de la madre, Golsa no se dejará intimidar y se mantendrá firme en su propósito. Se quedará completamente sola y perderá todos sus privilegios, hasta la posibilidad de visitar a su caballo preferido, por no dejarse domar por una sociedad donde lo que cuenta es el poder del dinero.

Dressage destaca por una impecable fotografía y por la magnífica interpretación de la actriz revelación Negar Moghaddam, que encandila con su mirada al público y lo contagia con la determinación de Golsa, hasta cuando, a veces, la rebeldía de su personaje parece dictada por la testarudez de una teenager mimada más que por la profundidad de su sentido ético.

The Great Buddha + (Huang Hsin-Yao)

Cuando tiene que contestar a la pregunta sobre los referentes cinematográficos de su primera película de ficción, The Great Buddha + (2017), el director taiwanés Huang Hsin-Yao no sabe qué decir. No se ha formado en escuelas de cine y afirma que no se ha inspirado en ningún autor. Si se insiste, nos revela que le gusta Béla Tarr. La originalidad de su película es innegable. La influencia de Béla Tarr también. The Great Buddha + es una comedia de humor negro, que retrata a unos seres marginales que luchan por sobrevivir en una Taiwan corrupta y violenta, donde la gente con dinero abusa del poder y oprime, con impunidad, a los más vulnerables. Pickle trabaja como guardia de seguridad en una fábrica de estatuas gigantes de budas. Su amigo Belly Button se gana la vida recogiendo basura para reciclaje. Por la noche Belly Button visita a Pickle y le lleva revistas porno y comida que encuentra en los basureros. Para romper la monotonía, los dos empiezan a entretenerse espiando las grabaciones de la dash cam del Mercedes de Kevin, el dueño de la fábrica, y descubren así que tiene una vida sexual adúltera muy intensa y que ha cometido un asesinato.

La mordaz crítica social de The Great Buddha + es comparable a la de las comedias negras españolas de Marco Ferreri (El pisito y El cochecito), o la commedia all’italiana de Mario Monicelli (en particular I soliti ignoti) de finales de los años cincuenta, en las cuales un universo lumpen se retrata con un humor vitriólico mezclado con ternura. A esto se añade la necesidad constante de Huang Hsin-Yao de recordar al público que estamos delante de un producto de ficción, recurriendo a unas técnicas de extrañamiento como la alternancia entre el blanco y negro y el color, y la frecuente ruptura de la cuarta pared. El blanco y negro cristalino de la cinta contrasta con la suciedad y la miseria que representa. Invirtiendo la lógica de la realidad cromática, el mundo se retrata en blanco y negro, mientras que el material registrado por la dash cam de Kevin es en color, subrayando así, como el propio Belly Button comenta, que la vida de los ricos no es gris como la suya. Más aún, cuando el público se está familiarizando ya con la atmósfera de tenebrosidad lograda por el blanco y negro, uno de los protagonistas se burla del color de la moto del amigo: “No te asombres si no consigues ligar: tienes una moto rosa!” Y el otro responde: “Idiota, esta es una película en blanco y negro. Nadie se habría enterado si no lo hubieras dicho”. Y en ese momento la moto se colorea de rosa brillante. Este intercambio no es la única ruptura de la cuarta pared. La voz en off del propio director habla con el público para presentar a sus personajes, para adelantar los acontecimientos, o simplemente para comentar sobre los sucesos. El director es el deus ex machina, porque ya no hay un dios que hable y ayude a esta gente. En un gesto irreverente que recuerda el comienzo de La dolce vita, el gran buda del título aparece por primera vez como una estatua sin cabeza. Si en la película de Fellini un enorme crucifijo volaba sobre la ciudad papal suspendido por un helicóptero, en la de Huang Hsin-Yao el enorme buda es un receptáculo vacío, objeto de transacciones comerciales y el + es una referencia humorística al iPhone.

En los últimos años, y en particular después del Movimiento Girasol de 2014, Taiwán ha empezado a producir un cine independiente de mucha calidad que se preocupa de contar historias de su propio país. Con The Great Buddha +, Huang Hsin-Yao se inserta en esta producción con un discurso ético y una mirada inteligente y original.

Nervous Translation (Shireen Seno)

El encuadre inicial de Nervous Translation (2018) deja fuera de campo la parte superior del cuerpo de la protagonista. La cámara no sigue al personaje, sino que es el personaje quien entra en el cuadro sentándose en el suelo. Con su segundo largometraje, la artista visual filipina Shireen Seno vuelve al universo de la infancia que había explorado en su ópera prima Big Boy (2011) y ajusta su mirada a la de Yael, una niña de ocho años, viendo el mundo desde su perspectiva, en una alegoría de la incertidumbre de Filipinas a finales de los años ochenta.

La primera parte de la cinta se desarrolla completamente en la casa, donde día tras día Yael pasa las tardes sola. El ruidoso tic-tac de un reloj marca el tiempo monótono de una rutina casi siempre igual: mirar un poco de televisión, hacer los deberes de inglés, repasar las tablas de multiplicar por teléfono con una amiga, preparar con esmero unas comidas sofisticadas con unos cacharros en miniatura y una cocina de muñecas, y escuchar unas cintas con la grabación de la voz del padre lejano de forma casi obsesiva, rebobinándolas cuidadosamente con la ayuda de un lápiz cuando se quedan atrapadas en el viejo radiocassette. La soledad se interrumpe por la noche cuando vuelve a casa la madre, una obrera de una fábrica de calzados, que demasiado cansada para interactuar con Yael se tumba en el sofá y se duerme. La niña le acaricia el pelo para arrancarle las canas, tomado nota, con la misma disciplina de cuando hace los deberes, de cuántos pelos le ha quitado.

Con la visita de la familia de Yael, la segunda parte de la película cambia de ritmo. Los tíos y los primos traen de Japón música, videos de cine de terror y consumismo. El anuncio televisivo de un bolígrafo mágico que da la felicidad despierta el interés de la niña y la empuja al exterior de la casa con su hucha. Pero para adquirir el ‘Beautiful Human Life Pen’ el dinero ahorrado no le basta, por lo que cobrará a su madre por cada cana que le arranca y hasta pensará provocarle más canas con la tinta blanca de un corrector.

El diálogo con las grandes figuras de la práctica fílmica y videoartística feminista es evidente. El mundo doméstico monótono y rutinario, el cortar las patatas en tiempo real y las panorámicas de 360 grados de los objetos encerrados entre las cuatro paredes, recuerdan a la película pionera de Chantal Akerman Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080, Bruxelles (1975). La cocina y los objetos domésticos miniaturizados parecen un homenaje a los retos de la artista neoyorquina Laurie Simmons, que por medio de sus casas de muñecas en su obra fotográfica (y en el film Tiny Furniture, dirigido por su hija Lena Dunham en 2010 y que Simmons coprotagoniza) cuestiona el adoctrinamiento doméstico de las niñas. Y las cintas con las grabaciones del padre no llenan el vacío creado por su ausencia, como podría parecer en un primer momento, sino que sirven más bien como un instrumento que Yael usa para aprender el lenguaje de los adultos y para sobreponer a la voz del padre su propia voz –borrando la de él para grabar la suya–, invirtiendo así el silenciamiento de la voz femenina por la masculina denunciado por María Ruido en su videoarte La voz humana (1997).

Al trasladar al celuloide la ansiedad de la niña desde la comprensión limitada por su edad, Nervous Translation adquiere toques de realismo mágico. Yael controla su mundo y elimina lo que le crea nerviosismo, borrándolo con su lápiz o tachándolo con el corrector blanco; imagina tirar desde un puente a una mujer (¿la madre?), o cruzarse por la calle con sus primos transformados en zombis; y su casa termina inundada por el agua de un tifón que se lleva, entre otras cosas, las fotos de su familia. Por medio de esta propuesta original, Shireen Seno plasma una figura femenina de gran fuerza, que corresponde a las mujeres de su generación: como Yael, Seno nació en la recta final de la dictadura de Ferdinand Marcos. En Nervous Translation, la directora procesa la incertidumbre y confusión –el nerviosismo– del momento, filtrándolo –y traduciéndolo– a través de su propia lente mágica.

Until the End of Time (Yasmine Chouikh)

La comedia Until the End of Time (2017), escrita y dirigida por la multifacética argelina Yasmine Chouikh (directora, guionista, actriz, periodista y presentadora de televisión), lleva a cabo un triple reto: se sirve de la risa como arma feminista, da visibilidad a una mujer mayor, y niega que el matrimonio sea la realización máxima femenina.

Durante la Ziara (el peregrinaje para rendir homenaje a los difuntos en Argelia), la sexagenaria Joher va al cementerio de Sidi Boulekbour y visita por primera vez la tumba de su hermana. Su dominante marido se ha muerto y Joher por fin tiene la libertad de emprender este viaje. A diferencia de su hermana, que se había escapado de su esposo violento para encontrar en Sidi Boulekbour su independencia, Joher se había quedado en una relación abusiva en su pueblo natal. Decide trasladarse ahí, pero acostumbrada al sacrificio encuentra difícil ajustarse a su nueva autonomía. Con idea de que sus restos sean sepultados en este cementerio, empieza a salir para preparar sus propios funerales y, con la ayuda del enterrador Alí, poco a poco va transformándose.

Cada vez más mujeres cineastas están haciendo comedias, rompiendo así con su encasillamiento en los géneros históricamente ‘femeninos’ (como el melodrama o el relato intimista). Para el psicoanálisis freudiano, la mujer era el elemento intimidatorio de las dinámicas del proceso cómico, y la exclusión de su participación en los chistes llegaba a ser para Freud (El chiste y su relación con el inconsciente) el elemento central del humor. Si las mujeres no podían ser sujeto de la risa, en cambio han sido (y siguen siendo) el objeto preferido de las burlas misóginas: la solterona, la vieja, la fea, la gorda, la menopáusica, la cotilla, la beata, la bruja, la lesbiana, la arpía, la suegra, la viuda, etc. son sólo ejemplos de la galería de tipos femeninos que han sido blanco de la denigración masculina desde la antigüedad. El hombre se ríe de la mujer, se mofa de su cuerpo, bromea sobre su sexualidad, y hasta trivializa realidades femeninas dramáticas, como por ejemplo la violencia de género. La película de Yasmine Chouikh invierte los parámetros de la comedia tradicional y da visibilidad a una mujer sexagenaria haciendo de ella un modelo empoderante de resilienza.

La cultura visual por lo general invisibiliza la vejez (y en particular la vejez femenina) y, cuando la representa, si no es por denigrarla, con frecuencia incide en lugares comunes que implican el temor al envejecimiento inevitablemente asociado con la enfermedad. Yasmine Chouikh deconstruye las narrativas hegemónicas sobre el envejecimiento, burlándose irreverentemente de la muerte y haciendo de la vejez una etapa llena de nuevas oportunidades.

Estudios recientes sobre el uso feminista del humor (Walker, Barreca, Little y Finney) coinciden en evidenciar que a diferencia de las comedias comerciales que no cuestionan el statu quo, los grupos subalternos (las mujeres) utilizan el humor para subvertirlo, riéndose de los que tienen el poder. La comedia masculina, por el contrario, se burla de los que no lo tienen. Yasmine Chouikh utiliza el humor de forma disruptiva no solo para atacar el sexismo, sino también los estereotipos etaristas. Asimismo, por medio de la risa, consigue cuestionar las fantasías románticas acuñadas por el patriarcado para encandilar a la mujer, deconstruyendo así los tradicionales finales felices de los cuentos de hadas y de las películas mainstream. La directora argelina aprovecha completamente el potencial feminista de la risa para enseñar, con agilidad y sencillez, la posibilidad de cambio.

Mente Revólver (Alejandro Ramírez Corona)

Deleuze y Guattari tomaron prestado de la botánica el concepto de ‘rizoma’ para definir un modelo epistemológico no lineal que se contrapusiera a un sistema de conocimiento jerárquico. Frente al árbol formado por raíces que sujetan un tronco del cual brotan las ramas, el rizoma es a la vez raíz, tallo y rama. Alejandro Ramírez Corona construye su ópera prima, Mente Revólver, por medio de una estructura rizomática de correspondencias entre contrarios, de encuentros entre opuestos y de conexiones establecidas entre elementos aparentemente incomparables, que refleja la complejidad del entramado de violencia en la actualidad de México. Los tres protagonistas –una homeless que se trasforma en traficante de drogas (Jenny), un obrero despedido de una empresa maquiladora que se hace policía y luego sicario (Chicali), y el presunto asesino de un candidato a la presidencia que sale de la cárcel para seguir matando (Mario)– están construidos por medio de una cuidada introspección psicológica y una complejidad inusuales en este género de películas: Jenny es una vagabunda que no puede soportar la mirada de su padre ni en foto; Chicali es un sicario que cuida con amor de su abuela enferma; y Mario es un asesino convicto que necesita reencontrarse con su padre.

La estructura rizomática de Mente Revólver diluye las diferencias entre bueno y malo y entre víctima y verdugo, articulando un intrincado abanico de multiplicidades: la zona fronteriza de Tijuana poco difiere del Paseo de la Fama de Hollywood cuando quien pisa las estrellas es una homeless que arrastra su carro; matar a los atracadores de un supermercado el primer día de trabajo como policía produce la misma sensación de pánico que asesinar a dos líderes del narco en la primera misión como sicario; y disparar a la sien de un candidato a la presidencia no se diferencia de intentar eliminar al responsable de este magnicidio: “¿Qué estás haciendo?” le pregunta Chicali a Mario apuntándole con la pistola, “Lo mismo que tú” es su respuesta. Aplicando la misma lógica, no hay diferencia entre tortura en la cárcel y libertad cuando hay que “desaparecer porque la vida está a riesgo”, o entre personajes históricos (Luis Donaldo Colosio o su asesino Mario Aburto) y personajes de ficción (la homeless Jennifer Brown y el policía/matón Chicali). En este juego de contrarios hasta la primavera es maldita, como se afirma en el oxímoron de la canción de Loretta Goggi cantada por una mujer trans en una discoteca.

El revólver es el símbolo de un ciclo que ata y desata Estados Unidos con México. En Tijuana, Mario intenta matar a un político con un arma que roba a un “vato gringo de la Navy” y termina por tirarla en un cubo de basura de una playa de California. De la misma manera, Jenny entra en México para vender la pistola que había encontrado en un cubo de basura en el Paseo de la Fama. Las drogas, de una forma parecida, se mueven de un lado a otro de la frontera y causan violencia, pero también sirven para aliviar el dolor.

La cámara de Alejandro Ramírez hilvana su historia con un ritmo acelerado y unos movimientos que a menudo recuerdan los vértigos hitchcockianos de Mathieu Kassovitz en La Haine o las perspectivas POV tarantinianas, que implican al público en la agonía de la experiencia. Este entramado rizomático en el cual todos son víctimas y todos son verdugos no obvia una contundente condena de la violencia por medio de su gráfica representación: las armas, la droga, las desigualdades económicas, las maquiladoras, son eslabones de una misma cadena forjada por los que tienen el poder y que no dejan escapatorias. Pero también, como en toda lucha política, no falta la visión de una posibilidad de salida y un amago de esperanza: una secuencia ingeniosamente intercalada entre los créditos finales ofrece una bocanada de oxígeno al público después de noventa minutos sin respirar. Una ventana enmarca el encuentro inesperado de dos mujeres: Jenny y la abuela de Chicali admiran el océano –otro gran protagonista de la cinta– y la vagabunda puede por fin mirar a su padre a los ojos.

Sin lugar a dudas, por su agilidad e impecable nivel técnico, su textura hirviente y su patente valentía, Mente Revólver muestra el advenimiento de un autor de cine muy prometedor.

The Song of Scorpions (Anup Singh)

Según Susan Brownmiller, la violación es el arma más poderosa de la sociedad patriarcal para controlar a todas mujeres y mantenerlas en un constante estado de miedo. Judith Butler añade que la identidad de la mujer en un contexto de violencia se define por su ‘injuriability’ (’heribilidad’). Estas dos afirmaciones se escenifican en la película The Song of Scorpions (2017), una coproducción entre Suiza, Francia y Singapur, dirigida por Anup Singh. Rodada en el norte de la India con el poderoso y omnipresente trasfondo del desierto del Thar, captado en toda su solemnidad y belleza por la fotografía impactante de Pietro Zuercher, e interpretada magistralmente por la actriz Golshifteh Farahani, The Song of Scorpions da vida a Nooran, una joven hermosa, fuerte, ambiciosa e inteligente que consigue mantener su independencia rechazando ofertas de matrimonio, y que aprende de su abuela el poder mágico de anular el veneno de los escorpiones gracias a su canto. Solo una agresión sexual consigue reducirla y transformarla en un ser dócil, en la perfecta casada de la sociedad patriarcal: “Ya no soy yo. Ya no soy la Nooran de antaño”, le dice al hombre con el que por fin acepta casarse.

Inspirado en unos eventos que conmocionaron al mundo (la brutal violación de una joven estudiante en un autobús en Delhi que consiguió denunciar a sus violadores antes de morir), el relato de Anup Singh difiere de las narrativas hegemónicas sobre la violencia de género. En primer lugar, The Song of Scorpions no espectaculariza la violación: la representación de la agresión se desexualiza y queda en la elipsis entre la lucha extenuante de Nooran contra el violador y su rescate el día después. En segundo lugar, Nooran no encarna el estereotipo de la víctima impotente. Pronto, gracias a la ayuda de una niña, supera el trauma y de víctima se trasforma en superviviente. La ‘víctima’ es la mujer con falta de agencia (inacción), que se auto-culpabiliza de la violación, la que se percibe a sí misma como responsable del acto violento, mientras que la ‘sobreviviente’ es la que no se siente responsable y que (como Nooran) consigue superar los efectos debilitantes de la violación. En tercer lugar, la superación del trauma no ocurre gracias a la tradicional ayuda de un hombre y a los mecanismos usuales de los relatos de violencia-venganza. Nooran consigue por sí misma restablecer su propio orden antipatriarcal y su independencia, con dignidad e integridad, sin responder a la violencia con la violencia: nunca le hablará del agresor a su propio hijo. La película de Anup Singh se inserta así en el panorama fílmico actual como un relato empoderante para las sobrevivientes de la violencia de género, como una canción de esperanza.

Side Job (Ryuichi Hiroki)

En los últimos años, con la globalización de las noticias y la participación de las redes sociales en el mundo de la información, las grandes catástrofes naturales han ido teniendo una cobertura que cada vez más se aleja de los estándares de la ética periodística. Las devastaciones debidas a terremotos, huracanes, tsunamis, etc. se han convertido paulatinamente en un espectáculo de excesos que nutre el voyerismo del público. El llamado ‘weather porn’ (pornografía meteorológica) satisface el deseo morboso de los espectadores por medio de la representación gráfica de las catástrofes naturales y sus víctimas, y alimenta también unas películas comerciales, unas grandes producciones que se convierten por lo general en éxitos de taquilla (baste mencionar títulos como The Perfect Storm, Deep Impact, Into the Storm, San Andreas, o Lo imposible, entre otros).

Lejos de este sensacionalismo producido por el desastre, la cinta del japonés Ryūichi Hiroki Side Job (2017) sobre el terremoto, el tsunami y la fuga nuclear que en 2011 arrasaron Fukushima, se centra en lo que ya no es noticia: la vida de los que han sobrevivido. Con Side Job, Hiroki adapta su novela River (2015) y continúa profundizando –en clave de ficción– en su trabajo documentalista sobre la catástrofe que arrasó su ciudad natal. Al final de la película aparecen unas imágenes reales de la devastación, entre ellas un cartel con la frase “Hemos sobrevivido. No te preocupes por nosotros”. Sin embargo, Hiroki se preocupa por los supervivientes, desarrollando en su película coral un estudio íntimo y detallado de los personajes, un logrado trabajo de introspección que caracteriza toda su obra indie, en particular su aclamada película 800 Two Lap Runners (1994). En barracones prefabricados viven unos seres enajenados que lidian de formas diferentes con el síndrome de supervivencia: el joven que deja a la novia después de la catástrofe por no soportar la pérdida de un amigo; la mujer que se suicida tirándose por la ventana de su despacho, y otra que se trasquila compulsivamente el pelo y que termina por intentar cortarse las venas; los que se quedan en el paro porque los campos no se pueden trabajar y porque el mar está contaminado. En el centro, la figura de la joven funcionaria Miyuki, que ha perdido a su madre arrastrada por las aguas del tsunami y que tiene que mantener a un padre adicto al juego de día y al alcohol de noche.

El título original japonés de Side job es ‘Kanojo no jinsei wa machigai janai’, que significa ‘No tiene la culpa de vivir’. Esta referencia tan explícita al síndrome de supervivencia sufrido por los personajes se diluye en el título en inglés, que alude al tema más provocador de la película: los fines de semana Miyuki se prostituye para suplementar su sueldo, pero sobre todo para desafiar unas normas de comportamiento que el desastre ha suspendido. Las tomas del cuerpo desnudo de la mujer y la representación gráfica de escenas de sexo oral no se alejan del pink film (el porno light) con el cual Hiroki se había estrenado en el mundo del cine.

El reto del personaje de Miyuki con su trabajo complementario es espejo del desafío de su creador Ryūichi Hiroki con su “side job” como director de cine pornográfico. Sin embargo, a los excesos de la “pornografía meteorológica” y del sensacionalismo vacío y gratuito de los medios de comunicación, Hiroki contrapone unas imágenes pornográficas densas de significado que nos hacen reflexionar sobre la fragilidad del ser humano frente a la fuerza de la naturaleza, y que condenan directa e indirectamente la explotación de estas tragedias para el placer morboso del espectador.

Traslasierra (Juan Pablo Sasiaín)

El guionista y teórico del movimiento neorrealista italiano Cesare Zavattini pensaba que la película ideal tenía que representar noventa minutos de la vida de una persona a la que no le pasaba nada. Por medio de la simple transcripción de la realidad nimia y cotidiana de un ser cualquiera, se podía hacer denuncia social. Traslasierra sigue estos presupuestos. Es un relato en el cual en apariencia no ocurre nada grave ni trascendental, pero que, por medio de la representación de lo sencillo y de lo pequeño, consigue dar voz a unas historias y a unas personas que no se suelen ver en el cine comercial para denunciar el neoliberalismo imperante. Escrita, dirigida e interpretada por Juan Pablo Sasiaín, Traslasierra completa una trilogía íntima y personal del joven cineasta uruguayo afincado en Argentina, y profundiza en lo que había explorado ya en sus dos primeros largometrajes: el viaje a las raíces, la diversidad argentina más allá de lo bonaerense, las relaciones paternofiliales, la ausencia de la madre, el reencuentro con el primer amor, y la propuesta de unas nuevas masculinidades. Sasiaín repite el mismo esquema, analizándolo desde diferentes ángulos. Si su primera cinta (La Tigra, Chaco, de 2009, codirigida con Federico Godfrid) seguía a un veinteañero que, al volver al pueblo natal para visitar al padre, se reencontraba con la amiga de la infancia; y si la segunda (Choele, de 2013) iba más atrás temporalmente para retratar el viaje iniciático de un adolescente que se enamoraba de la novia de su padre; en Traslasierra el protagonista se confronta ya con la madurez, el embarazo de su novia y la necesidad de tomar decisiones. Sasiaín apuesta de nuevo por la actriz Guadalupe Docampo, que había protagonizado sus dos primeras cintas, y lo autobiográfico parece tener aún menos filtros que en los dos largometrajes anteriores, puesto que Martín es interpretado por el propio director, y como él tiene un pasado de titiritero.

Por medio de un lenguaje fílmico que nos hace pensar en la estética de Lucrecia Martel (la sensualidad de la imagen, el cuidado del detalle, el ritmo lento, etc.), Juan Pablo Sasiaín estudia un mundo opuesto al de la directora argentina. Si Martel se centraba en la falta de movimiento de una burguesía de provincias para condenar su decadencia y estancamiento, Sasiaín sigue los ritmos lentos y pausados de los menos pudientes para ensalzar un estilo de vida que admira, porque implica un canto a la libertad del ser humano periférico y subalterno, que no se somete al consumismo, al materialismo y a la productividad capitalista. Los hijos de Sasiaín respetan a los padres, y los padres a los hijos y los triángulos amorosos no crean ni conflictos, ni rivalidades. Los personajes de Traslasierra son seres libres y autónomos que gozan de la contemplación de lo aparentemente irrelevante y del placer de contar historias igualmente irrelevantes que articulan un discurso mágico lleno de dulzura. Sin duda alguna, con este tercer largometraje, Juan Pablo Sasiaín se afianza como una prometedora voz autoral dentro del cine argentino contemporáneo.