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Cuando un director se enfrenta al retrato de una persona con síndrome de Down, como es el caso de Théo Kremel, protagonista absoluto del quinto filme de Damien Odoul, corre el riesgo de caer en el paternalismo o en la conmiseración, quizá porque existe una evidente dificultad en encontrar conexiones con el modelo elegido y porque la mirada del cineasta siempre puede ser acusada de oportunista o de estar cargada de superioridad. Pues bien, nada de esto sucede aquí porque el realizador francés consigue que veamos el pequeño mundo de Théo a través de sus ojos. Un mundo que se reduce a una gran casa en mitad de una hermosa nada campestre y a un padre fotógrafo y cascarrabias al que la inventiva del hijo consigue eliminar de la película. Porque esa es otra, todo está filtrado por Théo (es él quien se describe a través de su voz en off) y estamos ante un fabulador de primer orden: aspirante a samurái, descarado mentiroso, bromista cabroncete y tardoadolescente en pleno despertar hormonal y espiritual (toda la película está atravesada por referencias a culturas y religiones procedentes de distintos rincones de Asia). Ni Odoul ni Théo se guardan nada y la película va transformándose en un hipnótico y bizarro ejercicio introspectivo -que cobra vuelo con la desaparición del padre- que termina abrazando determinados modos del cine de vanguardia (está infiltrado por un inequívoco deje surrealista), tratando de poner en imágenes lo que puede pasar dentro de la mente de Théo, alguien con una conexión con el entorno natural fuera del alcance de la mayoría de los seres humanos que este cronista pueda conocer. En definitiva, Théo et les métamorphoses es una puerta abierta al inconsciente de un ser fascinante que, y está bien advertirlo, no conectará con los amantes de las convenciones narrativas aplicadas al cine.