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AVANCE

Desde la fría desnudez

Jara Yáñez

Inquieta, reflexiva, siempre rigurosa, exigente y dueña de su propia trayectoria como pocas, Juliette Binoche se funde y confunde con su personaje de Camille Claudel en una de sus más poderosas y estremecedoras interpretaciones. En Caimán Cuadernos de Cine hemos hablado con ella sobre este espléndido trabajo.

Se trataba de una apuesta arriesgada… Camille Claudel 1915 es un film muy estricto y riguroso formalmente hablando, sin apenas diálogo, donde Camille expresa sentimientos extremos. ¿Cómo enfocó este trabajo de mínimos?
Cuando entras en contacto con Camille y conoces ese fuego del que le hablaba, hay ya mucho donde agarrarse. El motivo de la espera del hermano ofrece también mucha información. Mientras Camille espera le ocurren muchas cosas: siente excitación, incertidumbre, esperanza, desesperación y también frío, y calor… El riesgo mayor era convertirme en ella y perderme a mí misma. Y, en este sentido, el inicio del rodaje fue muy intenso. Me sentía muy atrapada por Camille y, no puedo explicar cómo ni porqué, pero a menudo tenía pesadillas y me despertaba asustada. Algo que nunca me ha pasado durante un rodaje. Sin embargo, después de unas semanas, sentí que llegaba algo de luz, que podía entrar y salir con más tranquilidad del personaje, que ya no era todo tan duro como al inicio. Y probablemente es porque la propia Camille encontró, ella también, una manera de sobrevivir al ambiente de la prisión, a aquella situación horrible de soledad, incomunicación y olvido. Creo que hay un momento en el que, por necesidad, ella aceptó su situación. Y no es que no quisiera salir del encierro, sino que creo que debió buscar lo mejor de su situación y fue entonces cuando se acercó a la religión como única posibilidad de escape.

Trabajaron directamente con discapacitados psíquicos reales. ¿Cómo fue la experiencia?
Gracias a ellos encontré la fuerza para mi interpretación. Su presencia es muy fuerte y se establecieron intensos vínculos afectivos entre nosotros. Aprendí muchas cosas con ellos. Lo primero, nuestra enorme necesidad de afecto y de una estructura, de un orden, que nos permita resistir la vida. Con ellos sentí la tremenda fragilidad de la vida, pero también la habilidad, intrínseca al hombre, de interpretar. Igual que los niños, los discapacitados, cuando actúan, rehacen la vida, juegan a la vida, ensayan la vida y se preparan para lo que es la vida. Viví un momento increíble en la secuencia en la que me hecho a llorar en mi mesa y se acerca una mujer. Al principio pensaba que no iba a ver manera de comunicar con ella, que no había química entre nosotras, pero fue increíble cómo, cuando la cámara se fijó en ella, ocurrió algo maravilloso: creo que era la satisfacción de saberse escuchada, atendida, lo que hizo que le surgiera, de manera innata, el arte de la interpretación.

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