ENTREVISTA AMPLIADA
La pasión y la reflexión.
Fernando Carmena.
En verano de 2008, misteriosas efigies de King Kong, Marilyn Monroe, Rita Hayworth y Gloria Swanson anunciaban sobre los muros del Teatro Real una nueva producción de la ópera El caso Makropulos de Leoš Janáček. Se trataba de un montaje creado por Krzysztof Warlikowski para el coliseo madrileño y la Ópera de París, donde Gerard Mortier apuraba sus últimos meses como director. Éste fue el cinematográfico preludio de la llegada de Mortier al Teatro Real como director artístico dos años más tarde, tras una rutilante trayectoria que incluía la dirección del Teatro de la Moneda de Bruselas y diez temporadas al frente del Festival de Salzburgo como sucesor de Herbert von Karajan. Su personalísimo y audaz proyecto cultural, siempre en delicado equilibrio entre el escándalo y el reconocimiento, lleva ya tres años dejando huella en Madrid, donde más allá de adscripciones y polémicas ha demostrado que para él la ópera no es un ejercicio pasivo de deleite musical sino un medio de reflexión cimentado en la interrelación profunda de las artes. Tras ejercer de demiurgo en proyectos íntimamente ligados a la cultura audiovisual contemporánea (como The Life and Death of Marina Abramovic, de Robert Wilson, The Perfect American, de Philip Glass, en torno a la figura de Walt Disney, o una versión de Król Roger, de Karol Szymanowski, colmada de iconografía inspirada en Kubrick, Warhol y Paul Morrisey) apremiaba interrogar a Mortier sobre la relación entre el cine y la ópera, y en especial sobre sus mutuas repercusiones simbólicas y sus transferencias expresivas.
Abrasivo pero siempre diplomático, apasionado pero intransigente con el sentimentalismo vacuo, Mortier habló de sus filias y fobias cinematográficas y de su inminente programación para la próxima temporada, que incluye el Tristán e Isolda de Peter Sellars con videos de Bill Viola y el estreno de la versión operística de Brokeback Mountain. Amante del séptimo arte, desveló también su relación con cineastas como David Lynch y Michael Haneke, a quien dio la alternativa de debutar en París en 2006 con un Don Giovanni con alma de yuppie y rasgos de depredador bisexual, y a quien también pudimos ver el pasado invierno en Madrid dirigiendo un espléndido montaje de Così fan tutte que llegaba al tuétano de la ópera más venérea y despiadada de Mozart.
Acaba de regresar de Oxford y mañana mismo parte de nuevo de viaje. ¿Le queda tiempo para ir al cine?
Lo primero que quiero decir es que el cine me gusta mucho. El problema es que desde que vivo en Madrid no puedo ir. Para mí ver películas en español es demasiado complicado y en versión original no encuentro todo lo que quiero. En cuanto me descuido, la película que me interesa ya ha desaparecido de la cartelera, algo que no me ocurre en París. Y sufro mucho [risas]. En fin, actualmente cuando quiero ver una nueva película la acabo viendo en París, como me pasó con Amor y Melancolía. También debo decir que últimamente me preocupa un poco el no encontrar tantas buenas películas como me gustaría, pero quizá es porque no puedo verlo todo.
Ha trabajado repetidas veces con directores de escena que manejan una clara iconografía cinematográfica. ¿Busca deliberadamente ese encuentro entre el cine y la ópera?
Hay directores de escena actual, como Krzysztof Warlikowski o Dmitri Cheniakov, que están muy influenciados por el cine. Es un referente que a mí me parece legítimo, aunque su combinación con la ópera puede resultar un éxito o un fracaso. Warlikowski, por ejemplo, utiliza el cine dentro de la ópera para trasladar su visión, una visión personal que no todo el mundo acepta, aunque creo que en Makropulos acertó plenamente al jugar con la imagen de Marilyn Monroe. Por otro lado, la ópera siempre fue muy narrativa, al igual que el cine, aunque eso está cambiando. Obras contemporáneas como The Perfect American son más bien reflexiones sobre situaciones dramáticas. Yo no rechazo el cine narrativo, el que habla sobre la vida mediante narraciones, pero creo que actualmente en el cine se abusa demasiado de las historias. Hay que tomar ejemplo del Wozzeck de Alban Berg, o de las grandes novelas de Dostoievski, donde tanto importa la narración como la construcción y la estructura. La forma en el arte sigue siendo muy importante.
¿Qué factores tiene en cuenta cuando invita a un director cinematográfico para dirigir una ópera?
Verá, me gusta mucho el cine, pero es un arte muy sui generis y creo que su combinación con la ópera es peligrosa. Yo siempre que fijo mi atención en un cineasta es porque trabaja mucho con los actores, como Michael Haneke. Y es normal, porque él viene precisamente del teatro y luego pasó al cine, como Patrice Chéreau, que es ante todo hombre de teatro. Pero hay directores de escena que no podrían dirigir largometrajes y viceversa. Admiro a muchos a quienes nunca se lo propondría, sobre todo si basan su cine en el montaje y el trabajo de cámara. Cineastas como Jean-Luc Godard, y eso que es un gran innovador de la narración cinematográfica y ahora la ópera ya no es necesariamente narrativa. Recuerdo que de joven me entusiasmaba la idea de colaborar con Stanley Kubrick, pensaba que podría haber creado algo magnífico. Lo logré con André Delvaux, y fue un enorme éxito, y también con Volker Schlöndorf. Hoy en día hay dos con los que me apetece mucho. Con uno creo es imposible, aunque le admiro. Me refiero a Lars von Trier, con quien se habló de trabajar en Bayreuth. Y otro con el que quiero intentarlo es Thomas Vinterberg. También me ronda la idea de encargar algo a Almodóvar, pero actualmente no lo sé… incursiones en el teatro como las de Bergman y Polanski no fueron demasiado interesantes. Muchas veces mis colegas solo fichan a un cineasta por motivos publicitarios.
¿Y qué ópera pondría en manos de Vinterberg y von Trier?
No lo sé, no lo sé. Lo estoy reflexionando pero no es fácil encontrar el proyecto adecuado. En su día lo pensé también con Louis Malle, por su forma de narrar. Ahora me llama mucho la atención un joven director alemán, Andreas Dresen, que dirigió Halbe treppe, una película con bastantes puntos en común con Così fan tutte.
Ya que menciona la ópera de Mozart y Da Ponte, ¿por qué precisamente Haneke para abordar Così y Don Giovanni?
Tuve en cuenta tres cosas. La primera, que es un gran director de actores. La segunda, que es un gran amante de la música y conoce muy bien la obra de Mozart. Si un director no está familiarizado con la música siempre es más difícil. Y la tercera, que introduce en el teatro un realismo enorme. Todos sus decorados están construidos, como el apartamento de Amor o el pequeño pueblo de La cinta blanca. Por ejemplo, en Così las velas son reales y el fuego es auténtico. Desde el mundo de la ópera nos hemos sentido a menudo muy celosos del realismo que se puede conseguir en el cine. Eso no quita que haya grandes directores que plantaron cara al realismo, como Fellini, que hacía construir árboles y mares artificiales. En este sentido, hemos aprendido los unos de los otros. Y creo que Haneke lo hizo muy bien. Lo vio muy claro y el resultado es muy suyo. Es un director difícil de comparar con otros.
Usted trató de contratar a David Lynch para dirigir Los cuentos de Hoffmann. ¿Cómo fue aquel conato de colaboración?
En la ópera de Offenbach hay tres mujeres alrededor del protagonista. Él está enamorado de Stella, y en torno a ella crea una serie de fantasías. Eso fue lo que me hizo pensar de inmediato en Mulholland Drive, Carretera perdida o Inland Empire. A Lynch le obsesionan las diferentes caras que puede tener un mismo personaje… tanto que no se sabe si habla de distintas facetas del mismo o si hay varios. Además, Lynch es para mí uno de los grandes cineastas. Hablamos y me pidió un tiempo para pensárselo, y poco después me dijo que no se veía capaz, que necesitaba decidir sobre el tiempo tal y como hace en sus películas. Ese manejo del tiempo es evidente en el arranque de Mulholland Drive y Carretera perdida, y también en el plano que abre Una historia verdadera. Aquí el tiempo venía condicionado por la música y Lynch no podía aceptarlo, se sentía encorsetado. Yo lo entendí perfectamente pero aproveché para plantearle otro posible espectáculo, quizá no una ópera en el sentido tradicional, pero al final no llegamos a concretar. No obstante, Lynch es responsable de una escena genial sobre la naturaleza del teatro, el cine y la realidad: ese momento de Inland Empire en que descubrimos que la mujer que parece estar muerta realmente está en el cine. Para mí es un gran momento de reflexión sobre el arte y una de las mejores escenas de la película… que confieso no haber entendido del todo, aunque me gusta mucho [risas].
Su interés por Lynch me hace pensar en la creación de óperas inspiradas en películas, como ha ocurrido con Carretera perdida, con música de Olga Neuwirth y libreto de Elfriede Jelinek, o La mosca, de Howard Shore y David Cronenberg.
A Shore lo conocí una vez, tiene cosas buenas, pero ha escrito tanto… sin embargo, La mosca no me interesó mucho. Carretera perdida sí la conozco y no me gusta. Y eso que fui yo quien hizo posible el encuentro entre Neuwirth y Jelinek. Pero creo que el resultado fue muy inferior a la película. David Lynch se enfadó mucho. Y me gusta Neuwirth, pero no esta obra.
De hecho, usted encargó otra ópera a Neuwirth y Jelinek.
Sí, pero fue imposible. Me presentaron una historia sobre un doctor que tiene una relación con un joven de catorce o quince años que mata a su mujer. Y yo les dije ¿cómo voy a presentar esto en Salzburgo? [risas]. No me gusta seguir adelante sabiendo de antemano que hay partes que no se pueden poner en escena. Quizá puedas hacerlas en una película, pero no en el escenario. Me hubiera gustado hablarlo con ellas pero estaban muy enfadadas. Me llamaron conservador y reaccionario. Pero yo sencillamente les dije que no haría una cosa sin estar convencido de que fuera a funcionar teatralmente.
La temporada próxima llega por fin a Madrid el Tristán e Isolda de Peter Sellars, con audiovisuales de Bill Viola. ¿Cómo valora la integración del vídeo dentro del teatro?
Es un proceso muy complicado. La primera vez que lo hice fue con Sellars, pero desde el San Francisco de Asís que hicimos en Salzburgo hasta su Tristán ha habido una gran evolución que se ve también en el trabajo de Bill Viola. La solución visual del primer acto de Tristán es demasiado narrativa, el segundo es mejor y el tercero es sublime. Gracias a su película el espectador comprende mejor la música de Wagner. Viola invirtió seis meses en este proyecto, ¡y por primera vez la gente presta más atención a la música en el tercer acto de Tristán! Pero ya le digo que es complicado, hay demasiada gente que piensa en meter un vídeo solo porque sí.
¿Y qué nos puede anticipar de la versión operística de Brokeback Mountain?
También vamos a utilizar vídeos en Brokeback Mountain, la ópera que está componiendo Charles Wuorinen, porque necesitamos la imagen de la montaña. El punto de partida no es la película, que es demasiado sentimental, sino el relato de Annie Proulx, también autora del libreto. Lo verdaderamente fantástico de su historia es que cuenta una relación que dura veinticinco años. ¡Toda esa locura entre dos hombres durante más de dos décadas, de espaldas a la sociedad! Y además resulta que uno de los dos es homófobo finalmente. Esta mezcla entre el deseo y el contexto es mucho más compleja que lo que alcanza a contar la película, y eso es lo que queremos reflejar. Así que necesitamos la imagen de la montaña, porque la situación que se da entre ellos tiene que ver con ese entorno concreto. Quizá tiene algo que ver con la situación del Tristán, que transcurre en un barco que viaja entre dos mundos. De hecho, el concepto escénico evocará los dos mundos a los que pertenecen ambos protagonistas y tendrá un punto de semejanza con la puesta en escena de Dogville, de Lars von Trier.
¿Y el caso de Il postino? ¿Guarda más relación con la novela de Skármeta o con la película de Michael Radford?
Ay, es que no me entusiasma. Fue una cosa que me impuso Plácido Domingo.
La música de Daniel Catán para Il postino tiene muchos reflujos de Debussy y Ravel, suena algo periclitada pero muy atractiva.
Desde luego, digamos que es muy popular. Al público más conservador le va a encantar, y al menos disfrutará de un impresionante trabajo por parte de la orquesta del Real, que es fabulosa. Pero para mí es una victoria mucho más grande que la gente descubra Wozzeck de Alban Berg que hacer esa otra cosa más fácil. Sé que soy un poco escéptico y es duro lo que digo, pero en el arte es importante mantener algunos principios y no ser populista. Bastante populismo tenemos ya en la política [risas].
En este sentido, la elección de Philip Glass no parece nada inocente al encargarle precisamente una ópera sobre una figura como Walt Disney.
No, no lo es. En cuanto leí la novela en la que se basa el libreto, pensé en él. Al principio Glass se negó por miedo a la familia Disney. Lo que quería era escribir una ópera sobre el Decamerón, pero yo le dije que Pasolini ya había hecho algo fantástico sobre ello. Así que le sugerí que se pusiera a trabajar sobre Disney. Tenía que ser él.
¿Quizá por la aceptación popular y comercial del minimalismo?
Y también por el uso de la repetición. Las películas animadas se basan en la repetición de imágenes y esa fue una razón para pedírselo a Philip Glass. Su música también se construye sobre la repetición.
En una escena de The Perfect American, Walt Disney se vanagloria de que Mickey Mouse es más famoso que Cristo. La imagen del ratoncito como emblema capitalista por excelencia se repite en varios de sus montajes: los invitados a la fiesta del Don Giovanni de Haneke llevan máscaras de Mickey, también el pastor del Król Roger de Warlikowski, y poco después encarga usted la ópera de Philip Glass. ¿Le obsesiona este icono de manera especial?
Walt Disney ha tenido mucha influencia sobre nosotros [risas]. Pero esta reincidencia no tiene que ver conmigo, lo que pasa es que su imagen está en todas partes, si caminas por la ciudad te acabas cruzando con algún Mickey obligatoriamente. Así pues, yo no puse todos esos mickeys en escena, pero sí junté deliberadamente a Philip Glass con Disney. Como sabrá, en Londres atacaron mucho esta producción, pero creo que fue muy interesante realizarla.
Su mentor, Rolf Liebermann, produjo en 1979 el Don Giovanni de Joseph Losey. Por aquella época hubo un boom de óperas cinematográficas como las de Francesco Rosi, Ingmar Bergman o el tándem Straub-Huillet. ¿Qué opinión le merecen?
Lo tengo muy claro. La única película que realmente me gusta es Parsifal, de Syberberg. El Don Giovanni de Losey fue un gran éxito en el mundo operístico, pero está muy lejos de ser una de sus grandes películas. No se puede comparar con El sirviente. Todos los Zeffirellis, las Carmen… para mí todo eso es basura. Creo que los cineastas tenían la obligación de ir más allá, como hizo Syberberg. No se trata de hacer una versión literal, y esa era un poco mi idea con Lynch. Lo que detesto profundamente es lo que hace Zeffirelli. Yo no puedo entender una Tosca rodada en los lugares originales y esas cosas. Para mí el teatro es escenografía. Por ejemplo, los decorados de Così fan tutte recrean un espacio completamente real y al mismo tiempo un lugar totalmente fantástico.
Hemos hablado de realismo y verosimilitud, pero curiosamente la dimensión más ilusionista del cine ha tomado muchas referencias de la ópera, particularmente de la alemana.
Desde luego. Muchos elementos que definen cierto tipo de cine están ya en Wagner. Puccini es también típicamente cinematográfico, aunque para mí sería cine de serie B: historias muy sentimentales con gran orquesta en el foso. Pero Wagner es diferente, su reflexión es mucho más profunda.
Ambos han influido mucho en el canon musical hollywoodiense. ¿Qué sensación le produce esta estética musical aplicada al cine?
Tengo una gran sensibilidad hacia la música en el cine, pero desde el momento en que se utiliza sentimentalmente ya no me gusta. Y esto determina muchísimo mi apreciación global de las películas. En este sentido, las de Chaplin y Buster Keaton son fantásticas. También me resulta muy interesante el uso que hace Lars von Trier de la música… y por supuesto Haneke, que la utiliza solo cuando se trata de música diegética. Una de las películas más horribles que recuerdo en este sentido es Amistad, de Spielberg, una historia sobre la esclavitud con toda esa música sinfónica. La veía y pensaba: ¿pero qué es esto? ¿Por qué siempre una gran orquesta sinfónica tocando melodías? Es horrible. Por el contrario, si a Parque jurásico le quitas la música, se queda en nada. Es la música la que hace todo.
Varios compositores programados recientemente en el Teatro Real han compuesto también para películas: Prokófiev, Shostakóvich, Glass, Osvaldo Golijov, Daniel Catán… ¿Está familiarizado con su música cinematográfica?
No en todos los casos. Conozco la de Prokófiev, por ejemplo. Pero nunca he programado en un concierto música de cine, ya que su lugar está junto a las imágenes. Sé que muchos directores de orquesta dirigen conciertos con música de todas estas grandes películas hollywoodienses, pero me suena mal. Si no tienes la imagen, la experiencia puede ser mala. ¿Pero qué puedes decir de Wagner? Realmente su música sin imagen funciona bien. Lo otro es a veces tan solo una mera ilustración, o incluso existe únicamente para crear una emoción que no es verdadera. A veces solo intenta provocar una emoción en una escena que realmente me gustaría ver sin música.
Curiosamente, varios de los creadores del sonido hollywoodiense, como Max Steiner o E.W. Korngold, habían trabajado previamente en el teatro lírico.
Cierto, Korngold viene de la ópera pero… Mire, un compositor cinematográfico que sí me gusta es Nino Rota, es realmente un buen compositor. Y a veces no son los compositores estrictamente cinematográficos los que escriben la mejor música de cine. Por ejemplo, la música de Neil Young para Dead Man, de Jim Jarmusch, me parece gran música cinematográfica, es fantástica.
Desde hace unos años, Hollywood parece ser un modelo a seguir en el mundo de la lírica. Se juega claramente con el glamour y el atractivo físico de estrellas canoras como Anna Netrebko, Jonas Kaufmann, Magdalena Kožená, Juan Diego Flórez…
Sí, y no me gusta nada. El primero que comenzó a trabajar en esa dirección fue Herbert Von Karajan, el célebre director de orquesta del que fui sucesor en el Festival de Salzburgo. Él entendía que para hacer la música clásica un poco más popular debía convertirse en una estrella hollywoodiense. Ya sabe cómo era él: siempre impecable, con sus grandes coches, un avión privado y su barco velero. Y no me gusta nada que actualmente el mundo de la música clásica utilice los resortes del estrellato hollywoodiense. Qué sé yo… el Rolex de Di Caprio, el Rolex de Plácido Domingo. Todos con el mismo Rolex [risas]. No me gusta nada. ¿Pero qué podemos hacer? Probablemente estoy demasiado viejo para esto.
¿Y qué me dice de la proyección de óperas en salas cinematográficas?
Tampoco me gusta, aunque es algo que tiene sus pros y sus contras. Lo positivo en este caso es llegar al público alejado de las grandes capitales. Si vives, no sé, en Jackson Hole [risas] puede estar bien tener una ventana al Metropolitan. Pero lo que no está bien es ir al cine a ver una ópera teniendo un teatro cerca. Tampoco me gusta que la gente vaya solo por ver a Nathalie Dessay o a Renée Fleming en primer plano como si fueran estrellas de Hollywood. Muchos dicen que estoy viejo, que no voy con los tiempos, pero defiendo el espectáculo en vivo. Por ejemplo, el Wozzeck que tenemos ahora en cartel. ¿Lo ha visto?
Voy a verlo en cuanto terminemos la entrevista…
Pues su experiencia sería muy diferente en un cine o viendo un DVD, que es para mí un mero documento, como una fotocopia. Lo que debemos defender es el teatro en vivo, del mismo modo que también defiendo las salas de cine. Nunca me compraré el DVD de una película que esté en cartelera. Me gusta ir acompañado y discutir con la gente, siempre y cuando no se pasen la película comiendo palomitas [risas]. La idea de congregar al público sigue siendo un reto muy importante, tanto en la ópera como en el cine.
Declaraciones recogidas en el Teatro Real de Madrid, el 10 de junio de 2013.
Agradecimientos: Graça Ramos, María Weissenberg y Ana García.
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