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Jaime Pena.

Los primeros minutos de El ornitólogo hacen honor a su título. Fernando (Paul Hamy) navega en su kayak por un cañón fluvial observando las aves que anidan en las escarpadas paredes rocosas: águilas, buitres o esas cigüeñas negras que constituyen el objeto primordial de su investigación. Él mira con sus prismáticos y los contraplanos sugieren que las aves también lo vigilan. ¿Pero son las aves o es el paisaje de Trás-os-Montes, en la misma frontera entre España y Portugal, quien está escudriñando sus movimientos? Como sea, la atención que le presta a las aves no se corresponde con su destreza con el kayak: la corriente lo arrastra hasta unos rápidos y las aguas del río parecen tragarse a Fernando.

El ornitólogo se inicia con una cita del sacerdote franciscano San Antonio de Padua, patrón de Lisboa (donde se supone que nació a finales del siglo XII) y afincado posteriormente en Italia, el lugar en que alcanzaría notoriedad. João Pedro Rodrigues ya lo había evocado en su cortometraje Manhã de Santo António (2012), que culminaba con la estatua de San Antonio en Lisboa, como si se tratase de la meta a la que llegarían los jóvenes lisboetas, convertidos en una especie de zombis tras una noche de marcha en la festividad de dicho santo. El ornitólogo va más allá y, aparentemente, estamos ante una reinterpretación de diversos episodios de la vida de San Antonio, lo que bien pudiera responder a un mero chiste privado de Rodrigues y su coguionista, João Rui Guerra da Mata. Bien es cierto que, a medida que va avanzando la película, Fernando se va transformando en Antonio (Fernando era el nombre original de San Antonio de Padua), al mismo tiempo que Hamy se transmuta en el propio Rodrigues que, hasta ese momento, le había prestado su voz. Y el epílogo, sí, deja a los protagonistas a las puertas de Padua.

Esa mutación es el último estadio de una película que, desde el momento en que la corriente del río lo arrastra, va llevando a Fernando a vivir episodios cada vez más rocambolescos con una pareja de excursionistas chinas que se han desviado de su peregrinación a Santiago de Compostela y que planean castrarlo, un pastor de cabras mudo (Xelo Cagiao) con el que acaba manteniendo relaciones sexuales o unos diabólicos ‘caretos’ que hablan en dialecto mirandés, hasta llegar a unas amazonas que se expresan en latín. Las referencias bíblicas son numerosas, así como una iconografía gay que remite al martirio de San Sebastián. En definitiva, es como si Rodrigues estuviese reescribiendo ese territorio fronterizo del fin del mundo que Antonio Reis y Margarida Cordeiro cincelaron en Trás-os-Montes, solo que con un espíritu más lúdico y más cercano al de Alain Guiraudie o al del western que al de los propios Reis y Cordeiro, a los que Rodrigues, no obstante, invoca en los agradecimientos finales junto a nombres como Randolph Scott, James Stewart o Gary Cooper.

En cualquier caso, de San Antonio de Padua al western, pasando por Reis y Cordeiro o Guiraudie, tampoco se debe descartar que sea la arbitrariedad el motor último de esta película.