Carlos F. Heredero

Dos películas en apariencia muy diferentes encabezan el Gran Angular y el Cuaderno Crítico de este mes: Doña Clara (Aquarius), de Kleber Mendonça Filho, y La chica desconocida, de Luc y Jean-Pierre Dardenne. No son obras de ningún jovencito. La primera es el segundo largometraje de un cineasta de 49 años. La segunda es la décima realización de dos hermanos que tienen ya 63 y 66 años respectivamente. Tampoco vienen del mainstream de la industria internacional. La primera llega de Brasil y la segunda de Bélgica. No tienen como protagonistas a ningún joven macho alfa del star system mediático. Sus personajes son una viuda de sesenta y cinco años y una joven y anónima doctora que trabaja en un dispensario de barrio. No son superproducciones aparatosas. Las dos hablan el lenguaje desnudo del realismo con limpieza y transparencia. Una y otra estuvieron el año pasado en Cannes, pero ninguna fue considerada digna de estar ni siquiera en un rincón del palmarés por aquel lamentable y cegato jurado.

Son dos películas que hablan de la resistencia moral y del valor social de la ética individual. De la resistencia de una mujer ya mayor –que ha sufrido la amputación de un pecho por un cáncer de mama– frente a otro cáncer (la especulación inmobiliaria, los depredadores poderes financieros) que amenaza con amputarla de su propia casa (Doña Clara). De la resistencia de una chica joven que trabaja silenciosamente como médico de familia frente a la tentación del autismo social, de la autocondescendencia moral, de la insolidaridad y de la ceguera cómplice ante la explotación sexual de los emigrantes, ante la segregación de los oprimidos y ante el falso confort de la Europa que cierra los ojos a todos los demonios que la amenazan desde su propio interior (La chica desconocida).

Son dos películas que se dirigen a nuestra ética como ciudadanos, pero lo hacen para sacudirla y para interrogarla, no para halagar nuestra buena (falsa) conciencia. No proponen soluciones reconfortantes ni articulan discursos demagógicos. No se limitan a ilustrar dócilmente un guion lleno de respuestas y de recetas supuestamente progresistas, sino que dejan espacio para la duda, para que sus personajes respiren, acierten y se equivoquen indistintamente, para que sus espectadores puedan pensar por su propia cuenta, sin necesidad de que el director y el guionista les lleven de la mano para que miren solo hacia donde ellos quieren que miren.

Son dos películas modestas, humildes (es decir, verdaderamente importantes); dos obras que queremos reivindicar porque sus imágenes contribuyen a abrirnos los ojos, porque nos hacen pensar y dudar, porque nos dejan respirar y reflexionar. Porque la crítica tiene que servir en primer lugar para esto: para defender el cine que realmente merece la pena.