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“La única máscara es la del tiempo”, dice Víctor Erice en la presentación de La promesa de Shanghái, el guion que no pudo rodar, personalísima adaptación suya de la novela de Juan Marsé El embrujo de Shanghái. Tampoco pudo filmar la segunda parte de El sur (1983), cuyo rodaje fue suspendido cuando él mismo –igual que su protagonista– estaba haciendo ya las maletas para viajar al Sur luminoso donde Estrella debía descubrir el enigma de la figura paterna, envuelto en las nieblas del norte donde transcurre la primera parte. Ahora otro director de cine (Mikel Garay) y otra hija (de nombre Ana, igual que la protagonista de El espíritu de la colmena, interpretada aquí también por Ana Torrent) viajan –esta vez sí, por fin– al sur; el primero, en busca de Julio, el desaparecido actor de una película inconclusa que el cineasta de este relato no pudo terminar (igual que Erice tampoco pudo terminar la suya); y la segunda, en busca otra vez de la siempre huidiza identidad paterna, sin duda porque, como dice el narrador de La promesa de Shanghái, “a pesar de crecer y por mucho que uno mire hacia el futuro, uno crece siempre hacia el pasado”…

Viaje al pasado de su propia filmografía, pero también al pretérito de un arte que hoy en día recorre caminos muy diferentes¸ Cerrar los ojos propone dentro de sus imágenes un itinerario inverso y desdoblado a la vez, pues transcurre por el mundo ‘real’ (la historia de Ana en busca de su padre: Julio, el actor desaparecido) y por el mundo de la ‘ficción’ (la historia del señor Levy en busca de su hija, dentro del film inacabado dirigido por Mikel Garay). El misterio y el enigma de las relaciones entre un padre y una hija (así lo contaba Ángel Fernández Santos cuando hablaba de El espíritu de la colmena), motor dramático germinal de los otros dos únicos largometrajes de ficción dirigidos por Erice, resucitan aquí con una doble construcción narrativa cuyas dos ramas se hacen eco entre sí, por más que la ‘carcasa’ de la película inconclusa (filmada en celuloide) opere aquí como prólogo y como epílogo, dejando entre medias una emocionante aventura a lo largo de la cual un objeto procedente de la ‘ficción’ reaparece en el mundo ‘real’ (una postal con una fotografía, ¡cómo no!): una imagen-vínculo cuyas verdaderas raíces hay que buscarlas, en realidad, en la memoria infantil del director.

Esa aventura es la de una búsqueda imposible, y por ello mismo profundamente elegíaca. La búsqueda de un cine pretérito (la película sin terminar, las latas acumuladas de un celuloide ya casi imposible de proyectar, un actor desaparecido, la vieja sala de la ciudad), pero también la invocación de una cultura en trance de desaparición, de una memoria que parece secuestrada por el olvido y a la que las imágenes hermosísimas de Víctor Erice arrancan poco a poco, dolorosamente y casi siempre con honda tristeza, sucesivas esquirlas, destellos aislados de emoción y de belleza camino de una epifanía que nos proporciona –digámoslo ya por adelantado– uno de los más hermosos, catárticos y emocionantes momentos de todo el cine español que este cronista puede recordar.

La aventura comienza con la evocación de un Shanghái al que ya resulta imposible regresar. De allí proviene también el señor Levy (interpretado aquí por José María Pou; un personaje que toma el nombre de otro equivalente en la novela de Marsé, casado en sus páginas con Chen Jing Fang): un territorio mítico del que la ficción dentro de la ficción, pero sin duda también la propia película, rescata el gesto de una mujer, heredado después por una hija: ‘The Shanghai Gesture’, título a su vez de la película de Josef von Sternberg (1941) que Víctor Erice vio cuando era un niño y que tanta y tan perdurable huella dejó en su memoria (lo cuenta él mismo, con hermosas palabras, en su guion de La promesa de Shanghái). Recuerden de nuevo: “Uno crece siempre hacia el pasado”. Aventura que supone, al mismo tiempo, la búsqueda irrenunciable de una filiación, que no es solo paterno-filial, sino también, y sobre todo, poética y simbólica, porque el verdadero cordón umbilical que une entre sí a El espíritu de la colmena (“Soy Ana, soy Ana”, volvemos a escuchar aquí), El sur y Cerrar los ojos no es otro que el del propio cine.

El cine que atraviesa todo el sustrato de la película, no solo en lo más evidente (las latas, la proyección, el viejo local, el rodaje interrumpido, etc.), sino también en lo más profundo de su basamento: la secuencia que evoca Río Bravo, de Howard Hawks, la cita oblicua a la película de Von Sternberg, la memoria de Nicholas Ray… Viaje impregnado de tristeza y desolación, de desgarro y devastación emocional, de pérdida y de ausencia, la película nos invita finalmente a nosotros también, los espectadores, a cerrar los ojos y a quedarnos a solas con un fotograma en negro y con el sonido de la vibración de la cinta de celuloide al pasar su cola final por la maquinaria de un viejo proyector (sí, la materialidad de ese sonido): invitación insustituible (esto último) a rememorar la ‘experiencia’ real de la proyección en celuloide mientras soñamos a oscuras con recuperar, dentro de nosotros mismos, todo aquello que acaso hemos perdido a lo largo de nuestra vida como espectadores. Y es entonces cuando recordamos, con Antonio Machado y Víctor Erice a la vez: “Entre el vivir y el soñar, hay una tercera cosa. Adivínala”. Es una invitación irrechazable. No se les ocurra desestimarla. Carlos F. Heredero


Al final de El espíritu de la colmena, Ana cierra los ojos para encontrarse con el espíritu. En Cerrar los ojos, la nueva película de Víctor Erice después de treinta años, cuando se cierran los ojos no es para encontrarse con el espíritu sino para constatar la idea de que la muerte está cerca. Estamos ante una película muy triste tanto desde el punto de vista formal, como desde el punto de vista anímico. Es triste porque surge de la constatación de una imposibilidad. Es una película en la que se asumen las erosiones de la vejez y el deseo de revisar una vida, para acabar preguntándose si es mejor vivir o crear. Erice parte de una idea potente: el deseo de desaparecer. En la película, un actor llamado Julio Arenas desaparece después de rodar una película titulada significativamente como La mirada del Adiós. El personaje se eclipsa y el público se olvida de ese galán que fue aclamado en una época y olvidado en otra. Víctor Erice también desapareció de forma relativa en 1992 después de rodar El sol del membrillo. Le propusieron realizar El embrujo de Shanghái, a partir de la novela de Juan Marsé, pero desistió en el intento después de muchas dudas y Fernando Trueba hizo otra cosa. En la vida de Erice, la desaparición actuó como un deseo, como una voluntad silenciosa de refugiarse en la vida y en la duda ante los restos del naufragio del propio cine. Cerrar los ojos acaba siendo una película extraña e irregular en la que el cineasta desaparecido regresa para contar el camino hacia una revelación imposible.

Erice decide ser otro para ser a la vez él mismo y contar todo aquello que no pudo llegar a ser, para observar la vida desde la retaguardia sabiendo que la memoria es efímera y que el celuloide se ha ido deteriorando dejando paso a otra cosa en la que nada ya es igual. En ese ser otro parece como si Erice abandonara la condición de cineasta poético para convertirse en un cineasta discursivo, como si el cine de poesía fuera sustituido por el cine de prosa. En este cine de prosa hay un misterio, un personaje que busca, unos personajes que ofrecen pistas y algo que se encuentra. Por el camino surge todo un mundo con el que Erice da cuenta de sí mismo. Ana Torrent vuelve a decir que ella es Ana pero no lo hace ante el espíritu sino ante un padre sin memoria. El protagonista y un grupo de amigos cantan My Rifle, My Pony and Me para homenajear el instante en que Enrique Gran tenía su momento Río Bravo en El sol del membrillo. Las cajas llenas de fetiches recuerdan ese Sur que el Norte impidió que se visibilizara, mientras un abanico nos recuerda la evocación de ese Shanghái que no debía ser mostrado sino insinuado en el proyecto que Erice nunca llegó a rodar.

Pero, sobre todo, existe en Cerrar los ojos el deseo de dar forma a todo aquello que las circunstancias vitales borraron y no dejaron consumar. Erice rueda de forma indirecta la segunda parte de El sur y su versión de El espíritu de Shanghái, con la conciencia de que solo quedan los esbozos, los recuerdos perdidos en cajas de dulce de membrillo y la amistad como signo de supervivencia. Mientras el director de La mirada del adiós busca algo, se cruza con Max –personaje inspirado en Jos Oliver, amigo del cineasta– que le cuenta cómo la conservación del celuloide es un mal negocio pero que a pesar de todo está orgulloso de conservar en sus archivos una copia única de una película de Nicholas Ray. Cerrar los ojos avanza como un compendio del cine de Erice pero con una marcada diferencia: mientras en su viejo cine de poesía había el deseo de transitar una modernidad heredada de Rossellini, en Cerrar los ojos hay un retorno al clasicismo. En El espíritu de la colmena, la niña Ana Torrent veía por primera vez Frankenstein de James Whale y creía en el monstruo. Cuando se mostraba su rostro el documental se mezclaba con la ficción y aparecía Rossellini. En Cerrar los ojos se constata que después de Dreyer los milagros no han vuelto a aparecer en el cine y que por tanto esa modernidad está casi en un estado más crítico que el clasicismo. Al final, Erice apuesta por el clasicismo porque a pesar de haber cerrado los ojos la revelación no es posible y las imágenes han dejado de ser un camino hacia la revelación del mundo y del espíritu. Hay una impotencia y un desequilibrio en toda la película que acaba siendo su debilidad y su fortaleza. Àngel Quintana