El contundente y salvaje arranque de Brûle le sang parece estar hecho a la medida de un film que se siente construido a partir de múltiples referentes. Con el pulso frenético y desquiciado de Guy Ritchie, la crudeza y la brutalidad de Matteo Garrone y la habilidad técnica de Alejandro González Iñarritu (eso sí, con mejores resultados que los obtenidos por el mexicano), Akaki Popkhadze debuta en el largometraje por todo lo alto. Dividida en cuatro partes, Brûle le sang reformula la parábola del hijo pródigo: una revisión más oscura y desesperanzada, condicionada por el lugar y el momento en que se desarrolla. Así, la Costa Azul de Niza es el escenario de una sucesión de crímenes que se encadenan en el subsuelo de la turística y soleada ciudad. El gran angular con el que está filmada la cinta le otorga a la imagen un continuo extrañamiento que, junto con el montaje acelerado, el movimiento libre y continuado de la cámara y la composición del encuadre a base de angulaciones contrapuestas y oblicuas, convierte el visionado en una experiencia apabullante y ansiosa. En esa atmósfera asfixiante y hostil tiene lugar el encuentro entre los dos hermanos protagonistas, aprisionados por las formas de un film que, por su condición pesimista, no muestra compasión por ellos. De fondo, se reviste el relato de iconos religiosos ortodoxos, pinturas que acercan el lado divino a ese mundo humano habitado por demonios. Una dualidad (entre lo divino y lo humano) que cimenta este relato sobre el determinismo social, sobre la imposibilidad de escapar de esos lugares tóxicos y vulnerables para quien llega a este mundo por azar.
Cristina Aparicio
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