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Monumental radiografía de lo humano.
Jonay Armas.

¿Cuál es el punto de vista de una película como Still Life (Maud Alpi)? En ella, un perro mira con estupor a los humanos que trabajan en el interior de un matadero y sus ojos parecen preguntarse cómo es posible. A veces el animal desaparece del plano y entonces los hombres comparten sus miedos, temerosos de sí mismos. La película, presa de una cierta hipnosis del horror, termina planteando un nuevo comienzo: el perro se marcha y, junto a la hembra, recorren las ruinas de la civilización como si fueran una nueva Eva y un nuevo Adán, un renacer donde se propone que quizás la humanidad haya llegado a un punto sin retorno.

En cierto sentido, la mirada desconcertada de Boston, el perro que protagoniza Still Life, no está lejos de la mirada de Wang Bing ante su propio país en Bitter Money (que obtuvo el premio Lady Harimaguada de Oro). La cámara del realizador descubre cómo el capitalismo salvaje ha convertido a las grandes ciudades del Este de China en un universo deshumanizado, donde subsistir es el verbo cotidiano y las relaciones personales ya no valen nada. Los rostros que filma Wang Bing son los de emigrantes de otras zonas que acudieron al lugar con el sueño de la prosperidad bajo el brazo, como le ocurre a la protagonista de Katie Says Goodbye (Wayne Roberts), que sueña con escapar de su pueblo a toda costa, pero los sueños ya no parecen posibles. En el caso de Félicité (Alain Gomis), a una primera hora de película en la que la protagonista (Véronique Tshanda Beya, Mejor Actriz del certamen) intenta conseguir dinero para operar a su hijo, le sigue una segunda hora en la que el tiempo parece haberse detenido y ya nada importa. Es imposible retornar al estado originario y el fracaso lo ha engullido todo. Lav Diaz condensa esa segunda hora del filme de Alain Gomis en un solo plano, el que cierra The Woman Who Left: Charo Santos-Concio (mención especial del jurado por su interpretación) da vueltas en círculo sobre una pila de carteles que reclaman recuperar el pasado que le robó una condena criminal que nunca cometió.

Pero el pasado no puede volver y ni siquiera quedan imágenes para contarlo, como parece revelar Albertina Carri en su documental Cuatreros, que utiliza material extraviado, imágenes perdidas que terminan poniendo en duda los motivos mismos que han impulsado a la cineasta a construir su película. Solo queda el caos del territorio salvaje, el mismo que dibuja Iván Gaona en Pariente sobre la Colombia de finales de los años noventa. Es imposible construir una nueva realidad y los problemas del presente ya solo sirven para dar color a la ficción, como ese refugiado sirio que Kaurismäki adopta como protagonista en El otro lado de la esperanza, un rostro más del hombre sin identidad sobre el que se han construido siempre las ficciones del cineasta finlandés.

El sueño de un proyecto que transformara el territorio salvaje en otra cosa terminó hace tiempo: esa es la historia de The Vanished Dream, el documental de Juan S. Betancor que obtuvo el Premio Richard Leacock al Mejor Largometraje en la sección Canarias Cinema, sobre el fracaso de un proyecto europeo para mejorar las condiciones de algunas regiones africanas. Ante la imposibilidad de cambio, solo queda la mirada desconcertada de aquel perro que Maud Alpi filmaba con tanta fascinación. Puede que la mirada del animal no esté demasiado lejos de la de David Pantaleón como cineasta, que ganó con El becerro pintado el premio en la Sección Internacional de Cortometrajes. Un autor cuya puesta en escena provoca ese mismo desconcierto para poder mirar el mundo desde un lugar nuevo, también con un animal como hilo conductor, y penetrar así en los modos en que el hombre ha construido sus iconos, su proceso identitario y sus formas de relación con todo lo que aún le es ajeno.

Tal vez la única manera que queda de enfrentarse al mundo sea la de regresar al vientre materno, o a las entrañas de la tierra como en Montañas ardientes que vomitan fuego, la pieza de Helena Girón y Samuel M. Delgado que obtuvo el Premio Richard Leacock al Mejor Cortometraje en la sección Canarias Cinema. Pero otras películas han dejado patente que volver al pasado no es posible. Incluso en Knife in the Clear Water (Wang Xuebo), el anciano campesino protagonista duda sobre si sacrificar a un animal, intuye que en ese gesto se esconde una suerte de pecado original, como si prefigurase de algún modo los dramas imposibles de resolver que plantearán, en otras partes del mundo, los relatos que han poblado esta Sección Oficial de largometrajes.

Hay en esta película una esencialidad que remite, de algún modo, a todo lo perdido por el camino: el anciano cuelga un cuenco con agua de su techo para poder ducharse. Destapa un agujero de la base del cuenco y comienza a caer un hilo de agua que sirve como ducha primitiva, de modo que el acto de lavarse tiene una duración concreta en el tiempo, conservando su condición de ritual. Bastaría comparar esa secuencia con las pantallas de móvil que pueblan Personal Shopper (Olivier Assayas), que pudo verse en la Sección Panorama, para contempar la trascendental diferencia entre el modo de entender el tiempo en Occidente y en otras partes del mundo cuyo modo de vida parece ir desapareciendo tan rápidamente como Kristen Stewart tecleaba en el chat de su smartphone. El anciano teme lo que está por llegar, el final de una forma de vida, y no sabe qué hacer, paralizado por la duda. De algún modo, aquella encrucijada vital tiene su reflejo en el personaje que cierra el relato de Kékszakállú (de Gastón Solnicki, que se alzó con la Lady Harimaguada de Plata), una obra que empieza con la ópera El castillo de Barbazul como inspiración y termina mirando hacia horizontes más amplios que aún no tienen nombre. En aquella ópera, Judith tenía que abrir siete puertas misteriosas del castillo, una por una. En el film de Solnicki, la joven se viste de gala pero no consigue escapar de las habitaciones de la casa, como si su opulento modo de vida le hubiese apresado de alguna manera. La chica está a punto de cambiar, de decidir quién quiere ser, pero ese momento en el que se siente prisionera anuncia, también, que no se va a tratar de un camino fácil. Y esa encrucijada simboliza todos los desafíos que le quedan aún por enfrentar al propio cine, testigo todavía de las incertidumbres del momento presente, sin ponerle nombre aún al futuro pero capaz de mostrar una monumental radiografía de lo humano. La programación del certamen de Las Palmas lo hizo posible.