Cada guerra, cada conflicto, debería encontrar su propia representación cinematográfica, o las hipotéticas maneras de acercarse a ella para mostrarse y exponerse como posibilidad de debate. En Green Border, la veterana Agnieszka Holland se centra en la cuestión de los inmigrantes y refugiados del siglo XXI, en su caso hablando de lo que en principio mejor conoce, dado su origen: el trasvase de personas entre Bielorrusia y Polonia, entre ellas las que proceden de contextos bélicos como Siria y ahora Ucrania. Y lo hace encontrando una figura retórica muy apropiada, que utiliza a la vez como lugar físico y como metáfora: la frontera, en su película, no es tan solo esa parte del bosque en la que se produce el horror, la caza humana, el dolor y la muerte, sino que también quiere ser la herida simbólica que atraviesa la película en forma de una estructura fragmentaria, abruptamente dividida en capítulos y expandida en un amplio grupo de personajes que quieren ser representativos de todas las situaciones y posturas al respecto. El problema es que este elenco –de los propios inmigrantes a los guardias fronterizos, pasando por activistas y recién concienciados– quiere ser tan exhaustivo que termina convirtiéndose en un catálogo un tanto mecánico, mientras que el relato cae en idéntica tentación y adopta –quizá a su pesar– una linealidad en la que todo cuadra, en abierta contradicción con su primigenia vocación de puzle. Y si a ello se añade la dudosa moralidad de la mirada de Holland, empeñada en mostrarnos hasta el último golpe, la última indignidad, aunque sea utilizando para ello figuras infantiles –un detalle que no dice mucho en su favor como cineasta, por cierto–, Green Border acaba perfilándose más como la expresión un tanto dudosa de cierta mala conciencia de la Europa ‘civilizada’ que como la dolorosa interrogación acerca de cómo abordar la cuestión que querría ser. Carlos Losilla