(versión ampliada de Caimán CdC nº 41).
Cine para borrachos.
Enric Albero.
Britten, Khachaturian, Prokofiev, Telemann… Llama la atención la presencia de un repertorio clásico en una historia adolescente y el empleo de las composiciones de manera expresiva y no como acompañamiento. ¿Cuál es la idea que está detrás de este particular uso la música?
La música es el cuarto protagonista de la película y, aunque no tiene cara y no sale en el cartel, es igual de importante. Soy un enamorado no solamente de la música sino de la música en el cine y de la relación entre la clásica y las imágenes. Pienso, además, que debe ser una relación verdadera y rica, no de esclavitud, en la que la música, como el sonido directo, sirva para que se entienda la película o para que se siga. Por eso títulos como Fantasía (1940) o Allegro non tropo (Bruno Bozzetto, 1977) me parecen maravillosos.
Este amor por la música clásica y su relación con el cine me viene por mi padre, Luciano Berriatúa, que empezó como diez películas y estrenó solamente una (la única que acabó del todo). Cuando éramos pequeños veíamos el metraje que él montaba y al que le ponía, por ejemplo, Sansón y Dalila de Camille Saint-Saëns, y no sabías si aquello no pegaba ni con cola o si de repente se convertía en algo maravilloso. También me ha marcado mucho mi pasión por el cine de animación, directores como Karel Zeman y su Baron Prásil (1961) que está rimada con la música; la devoción por los musicales, algunas películas de Franco Zeffirelli…
Siempre me ha fascinado escribir para una música. Aprovecho el talento de otras personas para dotar de tono y de ritmo a una película, y esa es para mí la principal labor de un director. Me encanta montar conforme a la música, porque lo hago sobre una base que además de darme seguridad me proporciona un enorme placer. En este caso, Khachaturian es el cimiento sobre el que se construye todo.
Si hablamos de tono, el film se transforma radicalmente tras el fundido a negro que da entrada a lo que podríamos llamar el tercer acto…
Inicialmente, esa franja negra separaba las dos mitades de la película. El primer montaje duraba más de dos horas, ahora dura una hora y media. Álex [de la Iglesia] y yo pensamos que seguramente esa segunda mitad era tan fuerte, tan densa, que descompensaba el conjunto y la redujimos a un tercer acto. Dejar el montaje inicial no era jugárnosla, era un suicidio, era reducir la exhibición al ámbito de las filmotecas.
En cuanto a los cambios de tono, siempre me han interesado. Recuerdo que un productor amigo mío me decía hace años, “los cambios de tono destruyen los guiones, no hagas estas cosas”. Sin embargo, siempre sentí esa tentación y ha sido mi gran apuesta: jugármela, en mi opera prima, con un cambio de tono ostensible. Se empieza hablando de la parte lúdica del uso de la violencia, de la sensación de ganar libertad a través de su ejercicio, como si todo fuera una gran travesura. Luego, la película se da la vuelta como un calcetín, de ahí ese cambio de tono que incluye la música y el ritmo que hace que todo varíe para situar a personajes y público bajo una nueva perspectiva en la que aquellas diabluras iniciales se vuelven contra ellos.
El objetivo era hacer partícipe al espectador del viaje que realizan los personajes, de manera que no solo se contara, desde fuera, la historia de unos adolescentes que empiezan viendo sus actos violentos como algo divertido y terminan mal, sino que además se buscara una toma de conciencia conjunta cuando se produce esa transformación. La otra opción era verlo desde fuera, con cierta distancia, como en Réquiem por un sueño (Darren Aronofsky, 2000), en la que hay un tono que advierte del desenlace.
Una de las grandes decisiones radica en la total ausencia de los padres. ¿Por qué prescindir de las figuras paternas?
Eso se lo debo a Álex de la Iglesia. De hecho, los padres están rodados, si bien solamente aparecían después de ese fundido a negro. Álex me dijo que la película era mucho más redonda sin ellos y tenía toda la razón, porque al fin y al cabo ocupaban una subtrama. Le estoy muy agradecido, me costó mucho verlo, pero tenía razón. En ese sentido tengo que decir que, por suerte, he tenido el consejo de mi padre y de amigos que me han hecho reflexionar sobre todas estas cosas. Mi padre es muy importante para mí, lo es en todos los sentidos, contrasto con él todos los guiones que escribo. Ambos nacimos el 1 de abril y decimos las mismas cosas a la vez, lo cual es fenomenal, tengo la suerte de tener otro Zoe con mayor perspectiva para contrastar las decisiones. Yo soy su Luciano (risas).
Tampoco se ofrecen explicaciones de raíz psicologista o fenomenológica al comportamiento de Aritz (Jorge Clemente); es más, la película se desliga de esas intenciones con una línea de guión en la que Sara (Beatriz Medina) le acusa, tras enumerar las causas de su conducta, de ser “un puto cliché”. ¿Por qué esa renuncia?
Es necesario privar al espectador de cierta información para que concentre el foco en el tema filosófico-moral de la película que no es otro que el ajusticiamiento de un ser humano sin saber si es culpable o inocente (algo implícito en el título del film, que es una paradoja en sí mismo). Hago que el espectador acompañe a estos personajes para explicarles que la violencia entendida como travesura está bien, para ellos es positivo, les estoy haciendo aceptar lo inaceptable para que luego se den cuenta de que se han equivocado: ejerciendo el mal no consiguen defender el bien. Sus acciones revierten contra ellos y volvemos a la posición inicial. Es una película que busca una reflexión sobre esta paradoja, que yo no sé cómo resolver, sobre si el mal solo puede engendrar el mal, si se puede utilizar el mal para alcanzar el bien y convertirse en un héroe del mal o si sólo se puede ser un supervillano.
Desde un punto de vista temático y por la situación incómoda en la que coloca al público, el film se emparenta con títulos como Dear Wendy (Thomas Vinterberg, 2005)…
Sin duda, Dear Wendy ha sido uno de los referentes que he tenido en cuenta a la hora de hacer esta película. La otra gran influencia es Bully (Larry Clark, 2001), en la que efectivamente pasa lo mismo que en Los héroes del mal, estás deseando que maten a ese adolescente y cuando lo matan dices “pero qué han hecho“; logra cambiar la perspectiva del espectador y le hace reflexionar. Son películas que me han entusiasmado. Con todos los problemas que podía tener Bully –tenía muchos tópicos, muchos lugares comunes que, sin embargo, funcionaban– es la película de Clark que más me ha marcado puede que junto con Ken Park (2002). También hay cosas de Fucking Amal (Lukas Moodyson, 1998)… He bebido de esas fuentes, aunque luego introduzca cosas de otros filmes.
Ahí está, por ejemplo, Jules et Jim (François Truffaut, 1961)…
Sí, la película tiene cosas de Jules et Jim, en parte de Los 400 golpes (François Truffaut, 1959), tiene cosas de Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965) y de Los rompepelotas (Bertrand Blier, 1974), un título horrible para una película preciosa… Es uno de esos films que tienen esta cosa del tono que tanto me interesa: empieza y por momentos no sabes si reírte o llevarte las manos a la cabeza. La inquietud es constante porque los protagonistas son los mayores hijos de puta que te puedas encontrar: dos salvajes que secuestran y violan a la novia de un señor que se acaba yendo de juerga con ellos para terminar siendo todos muy felices robando y matando.
Otro de los referentes de tono ha sido El testamento del Doctor Cordelier (Jean Renoir, 1959), una película en la que estás disfrutando con esa música de circo mientras el doctor le está pegando bastonazos a una vieja para matarla, momento en el que te preguntas, ¿este tío está consiguiendo que yo me ría viendo cómo un asesino mata a una vieja? Me siento desolado cuando no veo estos referentes en el cine actual, no quiero decir que no los haya, pero cuesta encontrarlos. Echo muchísimo de menos la relación del cine con la música, las experimentaciones de tono, esa manera de situar al espectador en lugares en los que a priori él jamás estaría, esas películas que te hacen cuestionarte… Eso es lo que yo he intentado.
La caza (Thomas Vinterberg, 2012) se mueve en esos registros…
Me encantó. Admiro muchísimo a Vinterberg. Para mí es un buen ejemplo de lo que yo llamo cine para borrachos, que es a lo que yo aspiro. El espectador está borracho, está pensando en otra cosa, tiene un móvil en el cine y se pone a mirarlo, está despistado, de repente habla con su chica… Realmente, el público se escapa con frecuencia, sobre todo si la lógica interna de la película no funciona, por eso me gusta que esté todo claro. Para mí el cine tiene que ser limpio, no debe jugar con la comprensión del espectador, sí con su posicionamiento moral, sí con su posicionamiento respecto a la película, pero no con la comprensión. En la actualidad hay una moda que consiste en estresarle y se confunde ese estrés con generar inquietud o con crear suspense. A mí no me gusta que la gente se estrese, me gusta que pueda relajarse, entender la película sin ningún problema para que pueda dedicarse a sentir y a reflexionar sobre ella.
Desde un punto de vista industrial –o comercial, si se quiere– Los héroes del mal resulta una película no solo poco convencional sino directamente arriesgada. ¿No existía ningún tipo de miedo por parte de los productores?
Álex [de la Iglesia] y Kiko [Martínez] son unos bestias. Son los únicos productores que conozco a los que les da igual, entre comillas, la carrera comercial. Piensan que si la película es buena va a ser comercial y yo no conozco más productores que piensen así. Son unos animales y yo soy un kamikaze, por eso nos llevamos bien. A priori, está película tiene todos los elementos para ser la antítesis de lo comercial: no tiene comedia, realmente solo tiene dos chistes, es incómoda, muy desasosegante y tiene un final terrible. Con ello queremos demostrarnos que podemos hacer lo que nos gusta y que si a nosotros nos apasiona habrá público al que le interese. Me fascinan las obras que me han hecho reflexionar y nuestra intención es apelar a la inteligencia del espectador. A mí Bully me dio la vuelta por completo: yo quería matar a ese adolescente, estaba deseando que lo mataran, y cuando lo mataron deseaba que no lo hubieran hecho, y eso me conmocionó. Esta película no sé si tiene un posicionamiento tan fuerte como ese, es de otra manera, más lírica, pero está en esa línea.
El trío de actores protagonistas es todo un descubrimiento. ¿Cómo fue el proceso de casting?
Hay que tener en cuenta que la adolescencia es, interpretativamente, el momento más rico para un personaje, no para un actor, para un personaje. Eso la convierte en el tramo de edad más interesante de abordar para un actor porque hay un montón de sentimientos exaltados, viscerales. Sin embargo y paradójicamente, un adolescente no suele estar preparado para hacerse cargo de un papel con esa complejidad. En las cuatro semanas que duró el casting convoqué a muchos chavales, porque yo quería que los actores tuvieran 16 años y a lo mejor el protagonista era un chico que no era actor y tenía que descubrirlo. Me pasaba media hora o una hora con cada uno y vi alrededor de 800. Afortunadamente, me topé con Laura Cepeda, que me pasó una propuesta de reparto muy acertada de donde saqué a Jorge Clemente, y con Javier Manrique, que me acompañó durante la selección y había dirigido una escuela de interpretación centrada sobre todo en jóvenes. Cuando llegaban sus alumnos nos quedábamos perplejos, era como comparar a unas señoras de 40 años que hacen ballet por afición en un centro cultural con el Bolshoi, había una diferencia abismal. Además, Beatriz Medina y Emilio Palacios hicieron la prueba juntos, vimos cómo se retroalimentaban y se potenciaban; no me lo podía creer, cuando los veía decía, no lo entiendo. Ellos son mucho mejores actores de lo que yo era a su edad y de lo que seguramente seré nunca. Son muy buenos.
¿De qué manera ha influido su experiencia previa como actor en el proceso de hacer la película?
He tratado de ser para ellos el director que a mí me hubiera gustado tener, un director que me escucha, que trabaja conmigo de la manera que yo trabajo. Por ejemplo, con Jorge tuvimos que hacer una labor diferente para que alcanzara a un tipo tan ajeno a él, pero en los otros casos vi a los personajes delante en cuanto empezaron a hablar. Hemos tenido una sinergia maravillosa porque hemos multiplicado nuestro potencial; cada uno de ellos tenía una forma de interpretar diferente –Emilio era del método, Beatriz más empírica, Jorge más técnico, más cerebral– y yo me iba adaptando a los mecanismos de cada uno. Al mismo tiempo y dada su juventud, me han chupado como una esponja, algo que para mí ha sido muy enriquecedor; me hacían caso en todo, tenían una confianza ciega en mí y juntos hemos creado esto.
En ese sentido, mi relación con los actores ha sido similar a la que he tenido con Álex de la Iglesia. Él decía que “yo he intentado ser con Zoe el productor que a mí me gustaría tener”. A él le avalan unos años de director, a mí de actor, y estamos tratando de dar lo mejor de nosotros a nuestros subordinados. Yo a Álex le llamó mi productor azul. Encontré a aquel productor que todos quisimos tener en algún momento y que todos habíamos perdido la esperanza de que existiera. Yo no creía que existiera un productor que no se metiera en tu rodaje –¡no se metió en el rodaje ni un solo día!– y te dejara hacer lo que quisieses: “tú hazla como quieras, dinos qué te hace falta y te lo intentamos conseguir para que ruedes tu película y la termines en condiciones”. Tampoco le pedí muchas cosas, fui muy austero porque de otra manera la película no se podía levantar. Tanto Álex como Kiko me han dado una libertad absoluta. Es cierto que en la fase de montaje Álex me sugería muchísimas cosas pero en todo momento me dijo “Zoe, la película la vas a terminar tú, tú tienes la última palabra para decidir qué haces con ella, yo voy a proponer pero nunca te voy a vetar” y lo ha cumplido.
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