Print Friendly, PDF & Email

Álvaro Pérez Fernández

El hombre es un lobo para el hombre. Quizás esa sea la metáfora que, cual lobo, devora ferozmente el metraje de la cinta del director tunecino Ala Eddine Slim. The Last of Us (2016) es una película sobre la supervivencia primigenia, tan primitiva como lírica, repleta de planos detalle que construyen un discurso cargado de significado. Un viaje dantesco donde nuestro protagonista vaga hacia el aciago mundo. Una barca que le exilia, cual Caronte, del orbe de los vivos.

El protagonista sin nombre ofrece a través de su mirada un sorprendente relato sobre la distopía del presente. Todo se narra a través del viaje de un inmigrante en busca de occidente, enajenado en un terrible silencio víctima de la guerra y el mundo contemporáneo. Eddine esgrime en su sosiego una reflexión más allá de lo evidente, permitiendo al espectador reencontrarse con los roles humanos más básicos. El director define en la naturaleza la reconciliación con nuestro yo elemental, mostrando primero el sonido, después la imagen y luego la idea: cierra los ojos, respira y ábrelos. Una poesía que roza la fantasía. El ulular del bosque y sus criaturas evaden de la jungla urbana al protagonista, desprendiéndose de todo prejuicio, tópico o necesidad impostada.

Todo arde en The last of us, consumiéndose como el mundo que critica y observa. La fraternidad y la empatía se acoplan con delicadeza en las imágenes, otorgando a la distopía un matiz evocador y sencillista, pero totalmente abrumador. Del desierto a la frondosidad,, de la muchedumbre a la soledad. Por donde quiera que vague, la película completa y contempla el cruce de caminos de la sociedad actual, consumida y destruida por las imposturas humanas. Como el lobo, deberíamos saber convivir dentro y fuera de la manada pero, por encima de todo, con nosotros mismos.