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(versión ampliada de Caimán CdC nº43)

Sección oficial a competición
LA PELÍCULA INTERMINABLE
Carlos Losilla

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Habría que preguntarse por qué dos de las películas de la sección oficial más comentadas en los corrillos del festival fueron The Final Girls (mejor guión y premio especial del jurado), del norteamericano Todd Strauss-Schulson, y Demon (mejor fotografía: merecía más), del polaco Marcin Wrona. Y la respuesta es muy sencilla: a pesar de que resulta difícil encontrar propuestas más distantes entre sí, el dispositivo no deja de ser parecido. En efecto, en The Final Girls, un grupo de amigos se introduce en la pantalla de un cine y todo se desarrolla a medio camino entre la comedia gamberra y el track metafílmico. En Demon, una boda se convierte en el escenario de una posesión demoníaca y ello conduce a jugosas reflexiones políticas sobre el pasado y el presente de Polonia. Ambas, sin embargo, se dedican a mirar hacia atrás, pues mientras The Final Girls toma como punto de referencia el slasher de los 80, Demon aparece construida como una hija espuria de los nuevos cines del este de los 60. ¿Vive el cine fantástico más de ese tipo de juegos consigo mismo que de una auténtica renovación formal? Veámoslo en dos respuestas alternativas.

a) Respuesta afirmativa. En muchas de las películas a concurso, una pirueta formal o estructural se convirtió en la razón de ser de todo el conjunto. En Baskin, del turco Can Evrenol, su extravagante construcción temporal, cercana al primer Tarantino, da paso a un arbitrario despliegue gore que aniquila los buenos propósitos iniciales. El mismo modelo de puzzle acronológico aparece en Endorphine, del canadiense André Turpin, o en February, del estadounidense Osgood Perkins, dos retratos femeninos múltiples que van del thriller a lo David Lynch a la intriga demoníaca pasando por reminiscencias intermitentes de un cierto cine de vanguardia. Y el tiempo, el protagonista de todas esas ficciones, reaparece como inductor del plano-secuencia de 140 minutos de Victoria, de Sebastian Schipper, que luego debe enfrentarse, paradójicamente, al desarrollo de un thriller urbano más bien plano y convencional.

En otro tipo de relatos, la inquietud emerge poco a poco de superficies tranquilas y apacibles para hacer estallar turbiedades y anomalías. En The Invitation (mejor película), de Karyn Kusuma, todo se dirige hacia un ambiente muy concreto, hacia una situación particular y de gran impacto, que revela estratos movedizos de todo lo que antecede. A la altura de la película anterior de su responsable, Jennifer’s Body, también tiene jugosos puntos de contacto con The Gift (mejor actor), de Joel Edgerton, donde el psicópata va tornándose ambiguo al tiempo que otro personaje, hasta entonces nada sospechoso, se convierte en su alter ego, por lo que esta película de factura clásica y maneras educadas esconde así un desarrollo atípico y un desenlace sorprendente. También en Knock Knock, el último guiño malicioso de Eli Roth, dos cuerpos de mujer se convierten poco a poco en la encarnación de un mal ambiguo, a la manera de un ángel justiciero. Y en Bone Tomahawk (mejor dirección y premio de la crítica), de S. Craig Zahler, de la tradición del western surgen interesantes desvíos hacia el terror que cambian radicalmente el paisaje original. En las cuatro, una sociedad aparentemente organizada empieza a desmembrarse cuando caen las máscaras o emergen determinadas purulencias.

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b) Respuesta negativa. Pues, en el fondo, la suciedad, la mugre, la descomposición han sido siempre las bases del cine de terror. Y quizá por eso, en esta edición de Sitges, las mejores propuestas hayan tenido que ver con la representación de una materia en descomposición, tratárase de la piel y de la (vieja) carne o de casas, objetos, superficies. En The Hallow, del irlandés Corin Hardy, una sustancia negruzca y pegajosa lo invade todo, como una plaga bíblica y en el mismo centro de un bosque idílico, por mucho que el resultado sea cansino y repetitivo. En Green Room, la segunda película de Jeremy Saulnier tras Blue Ruin, aunque no llegue a la altura de esta, se ofrecen interiores que parecen supurar un ambiente malsano a través de su apariencia destartalada. Incluso en la nueva versión de Macbeth, dirigida por Justin Kurzel, lo más importante es la tierra, la nieve, las nubes y el fuego, como si la tragedia se gestara a partir de esa naturaleza que no puede dejar de vomitar impurezas sobre sus habitantes. Igualmente en Frankenstein, por no salir de los clásicos literarios, Bernard Rose presenta a su criatura a partir de pústulas que invaden su cuerpo progresivamente, erigiéndose así en la crónica de una desintegración física.

Resulta curioso, en fin, que ese estallido de la materia informe, a veces en capas que se superponen para luego descascarillarse, tuviera que ver también con el tratamiento del tiempo. En efecto, frente a una cierta artificialidad del puzle en Endorphine o February, o ante el tiempo-trampa de Victoria, hubo un tiempo camuflado en sí mismo, entrevisto a partir de alusiones y sugerencias. En Cemetery of Splendour, de Apitchapong Weerasethakul, que se quedó sin premio pese a su magnificencia, el pasado de los personajes y de Tailandia surge de las historias que cuentan, o de las reminiscencias a veces casi mágicas de las imágenes. En The Survivalist, de Stephen Fingleton (mejor director novel), la civilización ya no existe, pero el protagonista conserva sus resquicios en una cabaña que contiene los elementos básicos: una cama, ollas para cocinar, incluso un pequeño huerto. Y en The Boy, prometedor primer largo del norteamericano Craig McNeill, el tiempo detenido, en un motel aislado en las montañas, se enfrenta a los signos de la decadencia, a las paredes sucias, a la pintura que se cae a pedazos, a la herrumbre de los objetos y a los cadáveres deformes de los animales, algo así como un universo idílico reducido a cenizas.

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Ni Sion Sono (Tag), ni Takashi Miike (As the Gods Will, Yakuza Apocalypse), ni Alex van Warmerdam (Schneider vs. Bach), ni Kiyoshi Kurosawa (Journey to the Shore), ni Jaco van Dormael (El nuevo Nuevo Testamento), habituales de Sitges, dieron lo mejor de sí mismos en esta edición. Sono se está perfilando como un “cineasta de culto” con todas las ambivalencias que ello supone y, en su caso, con un obstáculo añadido: a juzgar por sus últimos trabajos, por lo menos para este crítico, parece que lo mejor de su obra ya ha pasado. En el festival presentó tres películas, la demostración de que 2015 ha sido un año prolífico para él, aunque no sé si muy fructífero desde el punto de vista creativo. Tag, que compitió en la sección oficial, es la más coherente, y aun así sus virtudes se concentran en un punto de partida explosivo, dramática y estéticamente muy ambicioso, que después evoluciona en un desarrollo menos inspirado, entregado a un exceso que satura y fatiga. Del mismo modo, Miike presentó dos films a competición, ninguno de ellos con la energía suficiente como para convertir su leyenda en realidad. Mientras Yakuza Apocalypse intenta mezclar cine negro y terror por medio de una violencia desatada, que acaba borrando las fronteras entre ambos pero también cualquier tipo de sutileza, As Gods as Will quiere remitir al Miike más personal, más cruelmente irónico, mediante una historia a medio camino entre los ecos de un determinado manga y la indagación en el imaginario japonés, que termina en una preocupante impotencia a la hora de ir más allá de sus puntos de partida, como le sucedía a Sono.

Van Warmerdam es un cineasta rígido y cerebral, que pretende hacer películas solamente a partir de dos o tres ideas, y cuya estética se resiente siempre de una coreografía mortecina, de una puesta en escena reseca y plana, como ya demostró Borgman, ganadora en Sitges hace dos años. Schneider vs. Bach no escapa a esta definición, por mucho que suponga un cierto cambio en su filmografía, y su mezcla de teatro del absurdo, simbolismo titiritero y cine de género desestructurado se queda finalmente en puro humo. Lo mismo le sucede a Van Dormael, equilibrista de la fábula existencial que nunca pasa de anécdota a modo de chiste más bien presuntuoso. En El nuevo Nuevo testamento (mejor actriz: Pili Grogne) pone en escena nada más y nada menos que la divinidad y el sentido de la vida, con un acento presuntamente humorístico, y el resultado renquea durante demasiado tiempo en pantalla como para que se lo tome ni siquiera un poco en serio.

Este cine de fórmula, heredero de la política de los autores pero que a su vez la deja reducida a poco más que un esquema, es tan pulcro como deslucido, tan ordenado como inofensivo. En el caso de Kiyoshi Kurosawa, Journey to the Shore hace que nos preguntemos si –un poco como le sucede, según se ha visto, a Sion Sono— sus días de gloria no han quedado ya atrás. Esta película de fantasmas con aire cotidiano y pretensiones románticas es tan perezosa y somnolienta que transmite ese cansancio al espectador, como si se tratara de un sedante. Es decir: demasiado “tranquila” como para provocar inquietud, demasiado solemne como para que nos recuerde, ni siquiera remotamente, al autor de Cairo o Cure.

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¿Están todo estos cineastas demasiado ensimismados en sus respectivos universos? Quizá no. Quizá lo que esté ocurriendo es que sus texturas resulten ya un tanto excesivamente “limpias” para el género, donde ya no importa la nitidez sino la rugosidad. La mencionada Green Room, otra de las más apreciadas a la salida de los cines sitgetanos, parece una película concebida para que el espectador pase el dedo por su superficie y sienta una cierta desazón. Este tipo de estrategia “táctil” también se repite en The Boy, en The Survivalist y en Cemetery of Splendour, donde portentosos planos nocturnos se suceden como pegados unos a otros, incluso entre sí, al estilo de ese fundido de larguísima duración en el que se superponen, durante lo que parece una eternidad, dos planos de composición absolutamente inmóvil. Lo que importa es el cuerpo entendido como objeto y viceversa. En Demon, la parafernalia habitual de un banquete de boda (vestidos, manteles, vajillas, mesas, paredes…) resulta deprimente no tanto porque sea la metáfora de una sociedad amortajada, como porque transmite una sensación de ahogo subrayada tanto por la cámara como por los actores: ya no se trata tanto de “tocar” superficies irregulares como de “respirar” aires demasiado densos, como los de Jeruzalem, de Doron y Yoan Paz (fuera de concurso), donde una trama delirante y absurda se transmite enteramente a través de unas gafas de vídeo virtual y acaba proporcionando (quizá involuntariamente) imágenes sin forma, de una abstracción casi expresionista. ¿Importa más ver, tocar y oír que entender o comprender? El fracaso de una propuesta como Victoria se halla precisamente ahí: presentándose como una experiencia sensorial, el plano-secuencia acaba siguiendo obedientemente un argumento insustancial, convencional, que deja fuera cualquier tipo de transgresión para dedicarse constantemente al reencuadre de aquello que corre el peligro de quedar en el exterior, es decir, de convertirse en un peligro para la representación. O bien, como en The Final Girls, las piruetas metafílmicas no pretenden rasgar ni violentar el lienzo de la pantalla, aunque sea figuradamente, sino respetar esa frontera convirtiéndola en lugar de aprendizaje, transitando únicamente por caminos prefijados.

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Habrán notado que, en las líneas anteriores, me he dedicado a mezclar dos estilos críticos, un poco al albur de los trabajos comentados. Por un lado, la mini-reseña atildada, sintética, para las películas “limpias”. Por otro, un tono más especulativo y sinuoso para las películas “sucias”. No es nada original, pero se parece un poco a lo que sucede con el festival de Sitges una vez se rememora lo visto. La escritura académico-profesional y la verborrea autoconsciente o en primera persona o pseudofilosófica tienen que ver, respectivamente, con un cierto cine fantástico ortodoxo y con otro más bien difícil de identificar con las normas del género, pero que precisamente por eso se presenta con un plus de atractivo difícil de obviar. ¿Qué decir, según eso, de Cop Car, dirigida por Jon Watts, o de Turbo Kid, firmada por tres directores y que se llevó el premio del jurado joven? Pues que lo mejor de ellas son imágenes que se quedan en la retina: diversos planos que en el fondo son variaciones sobre la imagen de un niño conduciendo un coche policial; visiones indiferentes de un tipo en bicicleta que de repente lo magnifican, como si su única intención fuera convertirse en superhéroe. Son películas sobre la inconsciencia y las acciones absurdas, tan propias del género como a la vez de un cierto existencialismo: ¿será el espectador capaz de soportar ese grado de inverosimilitud, incluso en el marco “fantástico”? Esa pregunta se hace inquietante, más allá de la calidad de los films.

Por el contrario, en I am a Hero, de Shinsuke Sato, el contexto apocalíptico se hace mero código, de modo que no es casualidad que esta película ganara el premio del público y el de mejores efectos especiales: se trata de “puro Sitges”, o por lo menos de ese cine que esperan y ansían los fans del festival entendido como evento para un determinado modelo de espectador. Pero I am a Hero es demasiado “limpia” y carece de la inquietud descrita en el párrafo anterior, quizá precisamente por eso: no hay sorpresas en su desarrollo, ni siquiera aunque ciertas estrategias se presenten como tales, y todo obedece a una idea del género no por evolucionada menos previsible. Es lo mismo que ocurre, en cantidades casi paródicas, en casos como el de la india Ludo o Parasyte, despropósitos que hacen singulares gracias al nivel inusitado de cansancio que transmiten, ya sea pasado por el filtro de una cinematografía que consideramos “exótica” en estos parajes (no se sabe muy bien por qué: el primer caso) o por el paroxismo de una película en dos interminables partes que funciona por mera acumulación (el segundo).

Pues bien, el hecho de que, en estas películas, ni la extrañeza del punto de vista ni las capas superpuestas consigan crear ni siquiera una cierta “densidad polvorienta” demuestra que los tiros van por otro lado. En otras palabras, para eso me quedo con The Devil’s Candy, de Sean Byrne, que sabe jugar con los tópicos de la casa encantada equiparando el peligro inminente con la precariedad del arte, con la figura de ese pintor que parece salido de un cuento de Poe. Se trata de una estrategia que el director ya utilizó en The Loved Ones a propósito del rol de la mujer embarazada en el cine de terror y que, en esta misma edición, estuvo también presente en We Are Still Here, de Ted Geoghegan, aplicada a la figura clásica del fantasma familiar. La tradición fantástica es un baúl grasiento y desordenado del que se pueden extraer los viejos objetos no para fotografiarlos sin más, sino para que formen parte de una especie de instalación museística que sugiere muchas más cosas que las que expone. Precisamente el procedimiento contrario a What Be Become, primer largo del danés Bo Mikkelsen, que utiliza un elemento atípico en el género como es una epidemia de gripe para dar con sus huesos en los clichés más trillados, por mucha estética nórdica que se le aplique al conjunto.

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Sitges, desde hace unos años, sirve de termómetro para detectar la temperatura de un cierto cine español –muy distinto al que estrena San Sebastián, por ejemplo—que suele bascular entre lo bizarro y lo marginal, y que en anteriores ediciones ha alcanzado inolvidables cotas de esplendor con el estreno de las películas de Carlo Padial (Mi loco Erasmus, Taller Capuchoc) o de otras en la misma línea transgresora. Pero eso suele ser en secciones como Noves Visions. Este año, y en ese sentido, la oficial ha demostrado dos cosas: a) que la cosecha de fantástico español ha sido variada pero no especialmente brillante, y b) que el festival haría bien en ampliar sus baremos para que quepan propuestas menos convencionales a concurso, más allá de la obligada cuota de cine catalán o de las producciones estrictamente de género que miran al mercado internacional como improbable panacea que, por otro lado, ya casi nunca funciona.

El cadáver de Anna Fritz, de Héctor Hernández Vicens, pudo ser esa rareza que esperábamos, pero su insólito punto de partida (tres hombres cuyo máximo deseo es hacer el amor con el cuerpo de una actriz fallecida) dilapida su potencial mórbido en una puesta en escena racionalista y cuadriculada. Sea como fuere, la película merecía estar a concurso, lo cual podría no ser el caso de Vulcania, de José Skaf, inmaculada representación de una historia presuntamente turbia, donde lo que se piensa, lo que se dice y lo que se ve tiene demasiado que ver entre sí: la historia de una relación hombre-mujer y lo que surge de ella, a través de los secretos que ignoran y a la vez comparten, no logra salir así de cierta desmañada hechura televisiva.

En pases especiales se vieron Segon origen, de Carles Porta, y Summer Camp, de Alberto Marini. La primera ya se ha estrenado, por lo que quizá sea un poco inútil insistir en su torpeza a la hora de llevar a la pantalla la novela de Manuel de Pedrolo que tanto sedujo a Bigas Luna, hasta el punto de que aquí se pretende hacerle compartir una dudosa autoría. En cualquier caso, el hecho de que haya sido lectura obligatoria para los estudiantes de secundaria catalanes durante muchos años no debería enturbiar la obviedad de que la película tiene muy poca capacidad de convicción. La segunda pertenece a la factoría Filmax y es la otra cara del cine catalán que también representa Segon origen: mientras la película de Porta mira hacia dentro, hacia la construcción de una identidad cultural, la de Marini lo hace hacia fuera, hacia la demostración en el exterior de que en ese ensayo perpetuo de cinematografía nacional también se sabe manufacturar productos de vocación apátrida que parecen destinados directamente al mercado del DVD. Esta obsesión del cine del Estado español por exhibirse por esos mundos para dejar claro que también somos técnicamente capaces de todo se hace evidente en Mr. Right, donde Paco Cabezas afronta su segunda experiencia rodada en inglés (la primera fue Tokarev, con Nicolas Cage) como si se tratara de un examen de Narración Posmoderna.

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Decir que la película española más sugerente vista en Sitges –aunque programada fuera de concurso y Noves Visions aparte: para esta última sección véase la crónica de la compañera Eulàlia Iglesias– fue I am your Father, de Toni Bestard y Marcos Cabotà, podría constituir poco más que una boutade si no fuera porque la afirmación tiene truco. Este documental sobre el actor que interpretó a Darth Vader en la primera trilogía de La guerra de las galaxias dice mucho de algunas características también ocultas del festival: se trata de hablar de lo que va más allá de la evidencia, de lo que esconden esas texturas purulentas que mencionábamos al principio, de lo que palpita tras máscaras como la de ese villano moderno.

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La sobreabundancia de programación –que provoca en el crítico la sensación de estar perdiéndose algo continuamente, por muchas películas que vea— dibuja un panorama en el que, en ocasiones, resulta difícil distinguir una película de otra. De la misma manera, acaba hilvanándose una especie de tapiz laberíntico hecho de fragmentos y piezas pertenecientes a distintas películas, como si existieran pasadizos secretos entre ellas. Y, en fin, el cansancio acumulado –que muchas veces conduce, durante algunos visionados, a un curioso estado de duermevela– provoca que los films afectados sean vistos como surgiendo de una especie de neblina en la que se aniquila la trama para configurar una serie de imágenes deshilvanadas, cerradas sobre sí mismas, que se mueven perezosamente entre la vigilia y el sueño.

Por supuesto, esto ocurre en muchos otros festivales, pero en ninguno con la intensidad de Sitges, que finalmente se convierte más bien en una experiencia onírica: ver una de las películas programadas en otro pase, una vez terminado el festival, y más si ello acaece mucho tiempo después, es como enfrentarse a otra película. En Sitges siempre hay un antes, un durante y un después de los films, circunstancias que influyen en su visionado e incluso en su valoración. Pero ¿podemos decir realmente que hemos visto las películas vistas en Sitges? ¿O se trata de una sucesión de imágenes que solo pertenecen al festival, y que pierden su razón de ser a nuestro regreso? ¿Sirve de algo, entonces, la crónica que antecede? ¿No será esa sensación de suciedad que detecté en algunas más bien el producto de una visión nublada y borrosa? Ignoro la respuesta a todas estas preguntas, pero sí sé que nuestra noción del cine, todo el cine que tenemos en la memoria, se asemeja cada vez más a esa ebullición de imágenes progresivamente indistintas.

Secciones paralelas
HACIA LA ABSTRACCIÓN 
Eulàlia Iglesias

En La novia, film inaugural de Noves Visions, la sección del Festival de Sitges donde se programan aquellos films que experimentan nuevos caminos para el fantástico ya sea de la mano de veteranos realizadores no siempre vinculados al género ya sea a través de cineastas emergentes, Paula Ortiz despoja Bodas de sangre del imaginario ligado al folklore andaluz para insertar esta historia de pasiones fatales en un paisaje más abstracto. La utilización tanto de la aridez del desierto aragonés como de los perfiles gaudinianos de la Patagonia turca permiten a la directora forjar una adaptación de Federico García Lorca donde retumban nuevos ecos, desde las venganzas polvorientas del spaghetti western al fantástico de tintes más poéticos.

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Los paisajes han cobrado un protagonismo central en muchas de las películas de Noves Visions que parten así de la realidad para adentrarse en los parajes más abstractos del fantástico. En Ni le ciel ni la terre, las montañas de Wakhan en el Afganistán devienen el principal enemigo de los soldados franceses apostados en esta región. El debutante en el largo Clément Cogitore lleva a cabo un film bélico donde las muertes no se producen a causa de las refriegas entre los diferentes bandos. La progresiva desaparición de miembros del ejército francés, pero también de guerrilleros talibanes, traslada el film progresivamente al terreno de un fantástico donde el agente destructor no tiene forma humana. En Strangerland, Kim Farrant actualiza la idea primigenia de Picnic en Hanging Rock de Peter Weir. Una vez más la naturaleza australiana engulle sin más explicación a una magnética adolescente de sexualidad desbordada. Aquí la película no toma forma de cuento victoriano de misterio sino de drama familiar con tintes de thriller ambientado en los mismos parajes de cerrazón mental de títulos como Despertar en el infierno para convertir el entorno en la caja de resonancia de los ancestrales tabúes hacia las mujeres que practican una sexualidad fuera de los límites establecidos. Como sucede en La novia, Strangerland también adolece de una sobrecarga de simbolismos y estímulos dramáticos que empañan por momentos su atmósfera misteriosa. En Valley of Love el Valle de la Muerte californiano sirve de intermediario y catalizador emocional entre la pareja de padres que encarnan Gérard Depardieu e Isabelle Huppert y su hijo recién fallecido, que les convocó vía carta a reunirse en este paraje antes de suicidarse. Guillaume Nicloux no consigue otorgar esa dimensión trascendental a este paisaje californiano donde la pareja protagonista espera volver a sentir la presencia de su hijo. Tampoco Rodrigo García, pergeñador de melodramas como Cosas que diría con solo mirarla, logra otorgarle una calidad metafísica en Last Days in the Desert al desierto al que se retira Jesús para enfrentarse a su propio demonio (los dos personajes encarnados por Ewan McGregor) a pesar de contar con Emmanuel Lubezki como director de fotografía. Este drama religioso con una concepción psicoanálitica de parvulario (la figura del doble tan mal explotada, la familia con que se encuentra Jesucristo como cristalización de sus propias relaciones con su Padre…) resulta tan plúmbeo y árido como el terreno por el que se mueve. En Evolution, Lucile Hadzihalilovic se apoya en el poder sugerente de la plástica de sus imágenes para construir a partir de unos pocos elementos una historia de rebelión adolescente en un mundo distópico tan bello como siniestro. Aunque rodada en su mayor parte en exteriores, Fires on the Plain, el nuevo descenso a los infiernos de Shunya Tsukamoto, podría calificarse casi como film bélico de cámara. El japonés aprovecha a su favor la estética del digital de bajo presupuesto para ofrecer una versión en bruto de Fuego en la llanura de Kon Ichikawa, donde el encuadre aprisiona constantemente el rostro del protagonista (el propio Tsukamoto) cada vez más enloquecido por una guerra que se muestra en toda su brutalidad gore. En Blind Sun, Joyce A. Nashawati se acerca a la crisis y la xenofobia en Grecia en clave de irregular thriller donde el ambiente sofocante se convierte en uno de los principales enemigos del protagonista, un inmigrante que trabaja como guardián en un chalet de lujo y cultiva una creciente paranoia hacia un supuesto acecho del que es víctima. En Anabel, Antonio Trashorras parte también de temáticas propias del cine social (crisis económica, desahucios…) pero en este caso para llevar a cabo una suerte de horror movie casera sobre la depredación donde algunos de los misterios apuntados no llegan a definirse. Anabel fue una de las ganadoras de Noves Visions junto a Anomalisa, el cuento sobre un mundo de gris monocromía que firman Charlie Kaufman y Duke Johnson. Sin la habitual parafernalia metanarrativa que caracterizaba el cine de Kaufman y a través de un atinado uso de la stop motion, Anomalisa deviene un relato íntimo sobre el desencanto existencial de un personaje para quien el mundo a su alrededor, sumido en una absoluta monotonía, ya no le proporciona ningún estímulo emocional: todos los personajes se le presentan con el mismo rostro y la misma voz. La despersonalización del entorno pasa por el hecho de que buena parte del film transcurre en una habitación de hotel.

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Porque frente al paisaje como terreno donde el terror se libra de los códigos más férreos del género para abandonarse hacia la abstracción, otros films como Anabel o Anomalisa tendieron por el contrario a replegarse hacia espacios cerrados. Sucede también en la inquietante Partisan, ópera prima de Ariel Kleiman, donde el personaje que encarna Vincent Cassel despliega todas sus dotes de seducción para montar una suerte de comuna patriarcal de madres solteras que, bajo su apariencia de comunidad arcádica que funciona alejada de los patrones de autoridad institucionales típicos (familia, escuela…), esconde una escuela de jóvenes asesinos a sueldo. Como en Evolution, aquí el joven protagonista también atraviesa el proceso de cuestionar (a partir de la actitud rebelde de un compañero) y después enfrentarse a un siniestro y hermético sistema de crianza con códigos propios. En Lace Crater, indie low cost de Harrison Atkins producido por Joe Swanberg, la protagonista mantiene relaciones sexuales con una especie de hombre del saco presente en la casa supuestamente encantada donde pasa un fin de semana con los amigos lo que le provoca una extraña enfermedad de la que solo podrá recuperarse enfrentándose de nuevo al fantasma. En Der Nachtmar de Akiz los miedos de la adolescente protagonista también cobran presencia física, aquí como un pequeño monstruo que solo ella puede ver encerrada en su habitación. Como si se tratara de la versión freudiana de ET, este golum encarna las inseguridades y desordenes alimenticios de una adolescente berlinesa y pierde su vertiente terrorífica en cuanto la protagonista acepta sus propios temores. Muy simple en el plano de terror psicoanalítico, en Der Nachtmar resultan más interesantes las instantáneas que trazan Akiz de la vida social de los jóvenes berlineses. Nowhere Girl de Mamoru Oshii esboza lo que a primera vista parece un drama sobre el acoso en torno a una estudiante de Bellas Artes que recibe un trato especial en la escuela por una suerte de estrés postraumático lo que suscita la hostilidad de parte de algunas estudiantes y profesores. Oshii traslada a uno de sus films con personajes de carne y hueso inquietudes recurrentes de su cine como la existencia de mundos creados por la mente tan vívidos como el real.

Podríamos imaginarnos la adaptación de Cosmos de Witold Gombrowicz que ha llevado a cabo Andrzej Zulawski tras quince años de inactividad cinematográfica como una suerte de personal cuento gótico en que dos jóvenes estudiantes que se retiran del mundanal ruido deben enfrentarse a una serie de misterios en una extraña pensión de provincias donde aparecen animales muertos, hermosas muchachas de labios deformes, ancianos con su propio idiolecto y excéntricas señoras de la casa. En Cosmos Zulawski vuelve a llevar a cabo unos de sus films donde el arte, la vida y la belleza se abrazan de forma febril, pero en este caso lo imbuye de un humor menos presente en el resto de su obra. Y pone en conexión la película con toda una forma de entender el cine y la literatura propia de la modernidad.

La Siena de The Face of and Angel no responde al ideal de romanticismo que se atribuye a estas ciudades medievales italianas. Por el contrario, deviene el escenario de tintes siniestros de un crimen sin resolver. A partir de un suceso real, Michael Winterbottom se adentra en terreno del thriller con un trasfondo metacinematográfico que no le cuaja como en 24 Hours Party People o A Cock and a Bull Strory. Zoom de Pedro Morelli también propone un juego metanarrativo que no va más allá de encadenar en un círculo vicioso de autoría (el personaje X dibuja al personaje Y que filma al personaje Z que escribe sobre el personaje X) tres historias sin demasiado atractivo excepto por la primera, centrada en una dibujante de cómic que trabaja diseñando maniquíes al gusto del consumidor. The Maidroid de Zo Zin-soo resulta precisamente la enésima variación de la fantasía de la muñeca/esclava/robot sexual, aquí en manos de un frustrado recepcionista de un burdel. Este ejemplo de low-cost pajillero no consigue escapar de un imaginario rancio y gastado, sin atisbos reales de innovación o subversión ni en su propuesta formal ni en la temática.

Las estrategias en el fantástico de Mitchell Lichtenstein son justo las opuestas del cine que tiende hacia la abstracción. Como en la anterior y muy reivindicable Teeth (2007), en Angelica da precisamente forma a los tabúes sexuales de su protagonista femenina. Si allí el personaje que se autoimponía la virginidad podía defenderla con una vagina dentata que resultaba incisivamente real, en Angelica la protagonista conjuga las prohibiciones de un médico que le impide mantener relaciones sexuales porque un embarazo podía resultarle mortal y su propia paranoia hacia las epidemias que han acabado con toda su familia y las proyecta en un fantasma antropomorfo que amenaza la integridad de su hija. Uno de los encantos de Teeth consistía en introducir un elemento insólito (ese sexo triturador) en un género tan codificado como el de la comedia adolescente. En Angelica no se produce este atractivo desajuste ya que los miedos y deseos frustrados de los protagonistas se integran a la perfección en la atmósfera de cuento victoriano sobre los fantasmas de la represión que es el film.

En Noves Visions también se pudo certificar la influencia de ciertas formas de televisión en el cine. Experimenter de Michael Almereyda, que se centra en la figura de Stanley Milgram, el controvertido sociólogo que intentó aplicar una supuesta metodología científica al estudio de la banalidad del mal, bien podría ser un telefilm de calidad de la HBO, sin más. H. de Rania Attieh y Daniel García recuerda más a un episodio de The Leftovers que, pongamos por caso, al cine de M. Night Shyamalan. Apelando de forma vaga a cierta mitología clásica (ambas protagonistas se llamen Helen, habitan en una población de nombre Troya y a lo largo de sus historias se ve un busto de aspecto clásico deslizándose por el río…), el film entrelaza la historia de dos mujeres con sentimientos frustrados de maternidad: una ya de mediana edad cuida un muñeco reborn (en lo que parece el reverso socializado de uno de los inquietantes personajes de En el sótano de Ulrich Seidl), la otra es una embarazada a quien le desaparece el feto del vientre después de una misteriosa explosión… H. arrastra todavía algunas inercias del cine independiente como la necesidad de trazar puntos de intersección entre las trayectorias de las protagonistas. Por amor a la televisión, el de la protagonista de Haruko’s Paranormal Laboratory. Como en The Pinkie, Lisa Takeba vuelve a orquestar un delirio pop donde las inseguridades de la protagonista, que mantiene una relación literal con su televisor antropomorfizado (sí, más que una metáfora de la relación de los jóvenes contemporáneos con la cultura audiovisual), derivan en una reafirmación de lo freak, la cultura cosplay y lo paranormal que por momentos toma la forma de una película low cost de Michel Gondry pasada por el filtro de la cultura popular nipona.

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Otro delirio japonés, Love & Peace, película navideña de Sion Sono (una de las tres suyas que se proyectó en el festival) donde el cuento de la Cenicienta se reformula a través de la figura de un fracasado al que humillan en su lugar de trabajo pero acaba convirtiéndose en una estrella del rock, podría ser un buen resumen de la filosofía Noves Visions. En paralelo a la trayectoria ascendente del protagonista, su mascota, una tortuguita de agua de nombre Pikadon a la que lanza por el retrete en un momento desesperado, acaba en las cloacas en una especie de refugio dickensiano para juguetes y animales abandonados… hasta regresar al exterior en forma de tortuga gigante cual afable Gamera escapada de una keiju eiga. Tan loca como suena y mucho más encantadora de lo que cabría imaginar, Love & Peace concibe el género como ese espacio abierto de libertad creativa que no se ciñe a etiquetas evidentes.

Humor suburense

Road movie por los paisajes norteamericanos y metacomedia desde el humor de la incomodidad, Entertainment confirma a Rick Alverson como el cineasta más interesante a la hora de aproximarse a este género y a su papel en el cine estadounidense actual. Su film también resultó uno de los más reivindicable en unes Noves visions que propusieron otros acercamientos híbridos a la comicidad.

Men & Chicken de Anders Thomas Jensen es una comedia de enredos genéticos sobre dos hermanos de diferente madre que descubren que no son los únicos descendientes de su padre. Jensen vira hacia el humor lo que podría haber funcionado como cuento de terror, una historia de endogamia y experimentos genéticos que tiene lugar una mansión decadente y cochambrosa digna de un cuento gótico. El danés reúne a un plantel de los mejores actores daneses encabezado por Mads Mikkelsen en un film que se mueve entre un eficaz humor de trazo grueso (el alcalde de la isla donde tiene lugar la acción asume que son un poco básicos en este asunto) y el gag negro para llevar un paso más allá el lema liberal del ama como quieras.

Apadrinada por los hermanos Duplass, Tangerine se sitúa, literal y estéticamente, en los márgenes de Hollywood. Sean S. Baker, director de la remarcable Starlet, filma con la cámara del móvil una comedia de enredos de presupuesto ínfimo en torno a una transexual recién salida de la cárcel que se entera que su novio-chulo tiene una nueva chica. La película se mueve en un punto medio entre el cine indie más fresco y el descaro de las primeras comedias de Almodóvar.

La leyenda urbana sobre la presunta puesta en escena del alunizaje del Apolo XII por parte de Stanley Kubrick ha sido objeto de todo tipo de películas. Moonwalkers, primer largometraje de Antoine Bardou-Jacquet con guion de Dean Craig, autor entre otras de Un funeral de muerte de Frank Oz, quiere dar una vuelta de tuerca más a lo teoría conspiranoica. Aquí un par de timadores deciden engañar al enviado de la CIA que tiene como misión contratar a Stanley Kubrick y montan la grabación de la falsa llegada a la luna con un todavía más falso Kubrick. Sin la vocación metareflexiva de otras aproximaciones al tema, Moonwalkers funciona como una comedia desmitificadora y amable sobre el swinging London de los rockeros, hippies y artistas contraculturales que consigue convertir la parodia del momento más mítico de la historia de la televisión en un gag antológico del humor fumeta. En Lovemilla, versión cinematográfica de una conocida serie finlandesa para adolescentes, Teemu Nikki utiliza el humor y las referencias al género para transmitir toda una serie de valores sociales: el alcohol ha convertido a los padres de la protagonista en zombies, los explotadores capitalistas toman las formas de robots, los personajes trabajan asociados como cooperativa en una cafetería, la reivindicación de la diversidad se vincula asimismo al imaginario freak (superheroínas, estética cosplay)…

Sacramento, de Carlos Cañeque, es otro ejemplo del cine DIY que por cuestiones económicas impera en este país. Un one-man show donde el cineasta y actor aprovecha los recursos mínimos (él mismo se encarga de encarnar varios personajes, la mayoría de secuencias están gravadas con chroma…) para elaborar una combinado de humor filosófico, espíritu irreverente y subversión surrealista en un registro de otra época que evoca el Buñuel de comicidad negra.

Con Ryuzo and His Seven Henchmen Takeshi Kitano podría haber llevado a cabo su Space Cowboys yakuza pero se conforma con firmar una comedia geriátrica no exenta de cierto encanto. El film sigue a Ryuzo, un viejo gángster (Tatsuya Fuji, protagonista de El imperio de los sentidos a través del que Kitano lleva a cabo una de sus recurrentes conexiones con Nagisa Oshima) que reúne a sus antiguos acólitos para enfrentarse a una banda de mafiosos extorsionadores. Como es habitual en el cine de Kitano, los personajes asumen con una resignada melancolía que han sido desplazados de su tiempo. E intentan ejecutar una suerte de último golpe que reafirme su idea de que los yakuza ya no son como eran. Aunque Kitano no se atreve a llevar hasta el extremo algunas ideas muy locas que atraviesan el film, Ryuzo and His Seven Henchmen nos recuerda que el japonés siempre ha sido un gran cómico.

No ficción

Noves Visions también reservó su hueco para la no ficción con títulos como The Visit del danés Michael Madsen, que plantea cuál sería la reacción ante una visita inminente de los extraterrestres a través de cuestiones prácticas: ¿a través de qué legislación se regirían nuestras relaciones con ellos? ¿cómo sería el comunicado de prensa de los gobiernos al respecto? ¿qué preguntas serían las más oportunas a formularles? El film desaprovecha su principal interés: desarrollar un supuesto propio de la ciencia-ficción a través de profesionales alejados del ámbito de las paraciencias (biólogos, políticos, abogados…) y no consigue alejarse en su discurso más bien tedioso de los lugares comunes sobre un posible encuentro extraterrestre. El universo creativo de Guy Maddin es tan rico y multireferencial que resulta inevitable que un documental como The 1000 Eyes of Dr. Maddin sepa a poco. En la aproximación a la figura del canadiense, Yves Montmayeur aprovecha el rodaje de The Forbidden Room para inspeccionar los métodos de trabajo del director y entrevistar a algunos de sus colaboradores. Además, introduce unas charlas muy productivas con otros cineastas que se hermanan en lo bizarro con Guy Maddin como los hermanos Quay, Kenneth Anger y John Waters. Y GTFO: Get the F&#% Out de Shannon Sun-Higginson cuestiona la problemática de que en el mundo de los videojuegos la figura del gamer todavía se identifique de forma casi exclusiva con la del hombre blanco y heterosexual en un documental que pretende ir más allá del escándalo gamergate para analizar los diferentes factores sociales, culturales y económicos de la cuestión. Un documental de clara perspectiva feminista en un Festival de Sitges donde, por primera vez, la presencia de las mujeres detrás de la cámara no ha resultado una mera excepción.