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Esta película cuenta una batalla y sus protagonistas son dos soldados. La esposa y el hijo de un hombre que ha sufrido un derrame cerebral, y que yace en coma inducido en un hospital, se entregan incondicionalmente a la causa de devolverlo a la vida, de conseguir que se reúna de nuevo con ellos. Y para conseguirlo no solo permanecen día y noche junto a él, sino que le hablan continuamente al oído, desentumecen una y otra vez sus miembros paralizados, le ordenan que despierte y reaccione. Es una misión ardua en la que todos sufren, una guerra sin cuartel en la que no hay un momento de respiro, un trabajo sin descanso destinado a la reparación y la reconstrucción, a imagen y semejanza de los trabajadores de esas obras que tienen lugar en el hospital. La película, además, opta por un furibundo antirrealismo, estiliza las imágenes hasta la extenuación, comprime el formato para subrayar la sensación de encierro y opresión que viven madre e hijo, o de callejón sin salida que supone la situación en sí. Saving One Who Was Dead, la última película de Václav Kadrnka (Little Crusaders), podría verse como una nueva respuesta a Ordet, la conmovedora obra maestra de Dreyer, o como una muestra de aquel estilo trascendental que promulgó Paul Schrader… En cualquier caso, se trata de un film comprometido hasta la obsesión con sus propias decisiones formales, cuya extrema austeridad no se trasmite solo desde la desnudez de las imágenes, sino también desde el viaje espiritual de los dos protagonistas.

No es de extrañar, según esto, que Kadrnka filme ese decorado hospitalario como si se tratara de un universo autónomo, sumido en un extraño silencio y recorrido por cuerpos que apenas hablan o interactúan: estamos en el limbo, a las puertas de la muerte, en un espacio neutro e intermedio en el que todo se juega a cara o cruz. Y en el que el tiempo está igualmente suspendido, como a la espera de que suceda algo, de que se produzca un milagro o la rendición incondicional. Como en otras películas de la sección oficial del Festival de Sevilla de este año, no se trata de filmar en presente, sino de descubrir que las apariencias pueden contener muchos tiempos en sí mismas o incluso, como en Saving One Who Was Dead, pugnar por revelar su verdadera condición, la realidad como espacio de tránsito y sala de espera, al estilo de las que atraviesan los protagonistas una y otra vez, pero también como materia viva y energía que nunca cesa. Es una lástima que Kadrnka ceda en ocasiones a la tentación de la sobreexplicación y, sobre todo, que eche a perder en parte el admirable planteamiento de su película con una sección final que sustituye el misterio por el mensaje de autoayuda y el discurso metafísico por la filosofía de supermercado. Pero da lo mismo, pues incluso eso se puede perdonar a la luz de alguna que otra escena sobrecogedora, cercana a la epifanía: aquella que muestra la figura del hijo perdida en los pasillos del hospital, o esa otra en que él mismo y su madre intentan dar con la “palabra” que todo lo resuelva, con el lenguaje adecuado para salir de ese atolladero, son de las que no se olvidan fácilmente y revelan a un cineasta de auténtico fuste.