Print Friendly, PDF & Email

Buenos presagios

Cada cierto tiempo llegan a la pantalla adaptaciones de obras que hasta entonces se consideraban imposibles de filmar. La etiqueta de ‘infilmable’, invariablemente falsa, se suele atribuir a novelas cuya complejidad narrativa desafía a las reglas homogeneizantes y simplificadoras de los manuales de guion hollywoodienses. Así, la infilmable Dune ha estrenado en 2021 su tercera versión audiovisual, mientras que el Quijote, la novela inabarcable por antonomasia, ha visto innumerables traslaciones al cine y la televisión, con distinto grado de fidelidad y calidad. El desafío estriba, pues, en la capacidad de los autores para liberarse de imposiciones y convencionalismos e incorporar en el proceso de adaptación el abanico de detalles y ramificaciones de las obras originales, sin renunciar a su vez al carácter cinematográfico del medio de destino.

El cómic The Sandman, aparecido en 1988, también había sido incluido en esa categoría. Su carácter expansivo, la meticulosa construcción de su enorme plantel de personajes y, sobre todo, la forma en que el guionista Neil Gaiman fue construyendo capas y capas de significado a lo largo de sus 75 números justificaban el escepticismo. Sin embargo, esta primera temporada se salda con un buen puñado de aciertos y, sobre todo, de buenos presagios.

La principal virtud de la serie de Allan Heinberg y David S. Goyer es el equilibrio. Por un lado, entre la fidelidad (a veces casi obsesiva) al material original y la libertad para moldearlo de manera flexible, sin sacralizar cada detalle, e incluso puliendo algunas aristas del trabajo de un Gaiman casi primerizo. Por otro, equilibrio entre el alma pulp de sus historias y su raigambre en la tradición literaria británica, de William Shakespeare a G. K. Chesterton, invocados con toda intención en diversos momentos de la temporada. Pero equilibrio también, y sobre todo, entre las servidumbres de la industria televisiva a la hora de dotar a las tramas de una estructura más o menos convencional y la habilidad para preservar todas las digresiones que el cómic incorporaba a su estructura quijotesca en forma de pequeños relatos autoconclusivos. The Sandman no tiene miedo de introducir fuertes cambios de ritmo en la narración; de detener casi por completo la progresión de un relato de largo alcance para explorar un pequeño rincón de su propio universo de ficción, ya sea el rincón de una taberna, un diner americano o el hotel donde se celebra una convención anual. Y, en el proceso, va plantando semillas que darán su fruto varios capítulos más tarde, e incluso sembrando sin aspavientos el hipotético final de la historia, a varias temporadas vista.

Cobra forma así una serie que, lejos de banalizar su radiografía del ser humano a través de la idea (literal y metafórica) del sueño, se toma su tiempo para insuflarle vida y matices, apoyándose en los efectos digitales para trasladar la explosión imaginativa del cómic pero sin dejarse devorar por ellos. Porque el corazón de The Sandman reside en la humanidad de sus personajes, protagonistas y secundarios, y en esto también sale airosa esta primera temporada: el festín visual de los mundos fantásticos no viene a disimular un vacío discursivo, sino a potenciar y alimentar una reflexión (o varias decenas de ellas) sobre el alma, la muerte, el impulso creativo y la propia identidad. No es poca cosa para una obra, decían, imposible de filmar.