En marzo de 2024, las autoridades mexicanas registraron un total de 99.729 personas desaparecidas o no localizadas en la República. Entre ellas, podría haber estado Sofía Peypoch, quien vivió un aterrador incidente durante una emboscada en un bosque del país. La joven cineasta mexicana ha utilizado las imágenes y el sonido de forma experimental que se hilan entre entrevistas con antropólogos forenses. La tierra los altares busca arrojar luz sobre el estado de los restos óseos encontrados en zonas de México y concienciar sobre la terrible realidad de las desapariciones en el país.
La memoria se encuentra enterrada en la tierra. Al inicio del documental, entre las sombras, se observa a Sofía escarbando con sus manos desesperadamente en busca de vestigios de una memoria que se ha sepultado. La tierra sale volando, las ramas y huesos enterrados se resisten al olvido, como un México que se pierde en la tristeza de eternos recuerdos de aquellos desaparecidos. Las líneas de la reflexión y el documental convergen entre palabras y textos escritos por la propia Sofía, donde nos empuja a imaginar el escenario en el que estuvo.
En su forma experimental, la cineasta impulsa la imaginación con textos y letras que salen entre imágenes borrosas y poco nítidas ante la naturaleza. Es tan escalofriante el relato como la propia realidad de los desaparecidos. Sin embargo, cuando aparecen las entrevistas filmadas de manera tradicional y académica, la cinta pierde ese encanto personal que se estaba impregnando. Los entrevistados se sienten alejados de la experiencia que tuvo la cineasta, al narrar sus encuentros con los huesos encontrados en la tierra. Aunque ambas formas hablen de lo mismo, lo experimental parece más íntimo y reflexivo que las entrevistas provenientes de lo académico.
Para Peypoch, el cine es una forma de sanar las heridas más personales para curar la tragedia y buscar respuestas ante las eternas preguntas que nos hacemos. La cineasta mexicana crea un ensayo íntimo sobre una realidad que nos atormenta a todos los mexicanos. Su mirada ante los horrores sufridos en el secuestro nos acerca a esos pedazos de huesos encontrados completamente limpios, con un trabajo extremadamente delicado y puntual para que no se pueda reconocer la identidad de la persona o su causa de muerte. Ella pudo haber sido parte de las 99.729 personas desaparecidas –más de 99.729 huesos sin identidad que se encuentran debajo de la tierra que todos merecemos vivir–. Alejandro Guajardo Murrieta
Una cámara, un flash y una luz acompañan a Sofía Peypoch durante su reencuentro con el entorno natural donde fue víctima de un secuestro. Las imágenes allí capturadas transitan un camino alternativo que sitúa lo sensorial por delante de los agresores. Así, La tierra los altares se presenta como una reconstrucción subjetiva de los recuerdos reales de la cineasta, donde la pausa del plano en movimiento y la poesía de las palabras pronunciadas o escritas que emplea Peypoch sustituyen la violencia perpetuada por el acto traumático. Aquí, gracias al aparato cinematográfico, la autora controla el ritmo de la historia para enfocar la materialidad de la memoria como el tema vertebrador del film. Las manos que escarban la tierra, presentadas en plano fijo en dos escenas del primer tercio del metraje, luchan por desenterrar el recuerdo de otros cuerpos, de los huesos calcinados, de las personas desaparecidas, de la historia de un país… Al final, en un travelling en plano subjetivo, la tierra se percibe no como una cárcel de la que escapar, sino como el elemento sobre el que se construye la vida; sobre el que caminar con los pies descalzos a pesar del miedo intrínseco al peligro.
Esta transformación del concepto de la tierra, primero concebida como un espacio de aislamiento y luego como uno de liberación, se plantea a través del ánimo de Peypoch por documentar y preservar las vivencias en imágenes. Esto se hace explícito cuando la directora, a través de un texto superpuesto a un plano de una mujer tumbada en la cama, explica que su madre le hizo una fotografía mientras estaba ingresada en el hospital tras el secuestro: “Recuerdo que primero llegó con un paño húmedo y me limpió la tierra de la cara. Después regresó, llamó mi nombre y me tomó la foto. Algo que más que consciente, fue completamente intuitivo”, cuenta la cineasta. Su obra, por tanto, se puede concebir de manera similar: La tierra los altares es el resultado intuitivo de una persona que lucha por sanar un trauma. “Hay cosas que todavía me cuesta trabajo articular”, confiesa la autora en otro texto escrito en sus imágenes. Conseguirlo requería materializar su recuerdo y su experiencia para evitar que cayera en el olvido, tanto para sí misma como para el espectador. Así, Peypoch actúa como una antropóloga y escarba en su propia memoria, a oscuras y en silencio. Decide salir de noche una vez más; con una cámara, un flash y una luz. Con la pausa y la mirada que le arrebataron. Y con esperanza. Diego Simón Rogado