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Javier H. Estrada.

Desde el primer al último plano, Rompenieves es un descomunal derroche de imaginación. El film confirma a su autor, el surcoreano Bong Joon-ho, como uno de los realizadores más ambiciosos de la actualidad, como un creador convencido de que el cine debe componer imágenes inusitadas y poderosas. Su talante enérgico se apreciaba ya en su segunda película, el noir Memories of Murder (2003), y se corroboró con The Host (2006), fusión de comedia y terror en la que un monstruo colosal amenazaba con destruir Seúl. Tras aquel acertado paréntesis intimista que fue Mother (2009), Bong regresa con Rompenieves a las grandes dimensiones, elaborando un viaje portentoso, futurista y retrospectivo al unísono, que deja entrever algunas de las limitaciones insalvables del ser humano y también (lamentablemente) del cine narrativo. Como en el resto de su obra, el director expande los códigos de un género tradicional (aquí la ciencia ficción) para abordar cuestiones políticas de gran calado, en este caso la lucha de clases y la revolución social.

El punto de partida –procedente de la novela gráfica francesa publicada en los años ochenta, Le Transperceneige– nos lleva hasta un futuro no muy lejano (el año 2031) de aspecto posapocalíptico. Los experimentos que trataban de evitar el calentamiento global han fracasado estrepitosamente, logrando el efecto contrario: convertir la Tierra en un lugar inhabitable, volver a la Edad de Hielo. La humanidad ha quedado reducida a un minúsculo grupo de supervivientes que consiguieron subir a un inmenso tren cuya marcha incesante evita su congelación. La máquina, construida por un magnate llamado Wilford, lleva funcionando diecisiete años como una especie de arca autosostenible, dividida en diferentes secciones ocupadas por individuos cuyas condiciones vitales son indecentemente dispares. El vagón de cola es, por supuesto, el más superpoblado, oscuro y miserable. Sus habitantes no tienen acceso a otras partes del tren, son alimentados a base de bloques de proteínas, sus acciones son controladas por las fuerzas de seguridad de Wilford y cualquier intento de rebelión es reprimido con derramamiento de sangre. Bong conoce bien este tipo de régimen. Nacido en 1969, su infancia y juventud se desarrollaron en una Corea del Sur de gobiernos autoritarios y protestas populares sofocadas con fiereza, como la masacre de Gwangju (1980), en la que fueron asesinados casi doscientos civiles.

En Rompenieves la opresión es intolerable y el estallido de la revolución, inminente. A la cabeza de la insurgencia se encuentra Curtis, un hombre que lleva media vida en el último vagón, diecisiete años sin ver el sol. Su objetivo es llegar a la cabeza y tomar el motor. Para conseguirlo necesita la ayuda de Minsoo,
ingeniero que diseñó el sistema de seguridad de la máquina y, por tanto, el único capaz de desactivarlo. Juntos emprenden el largo camino, abriendo las sucesivas puertas tras las que se esconde una réplica condensada del mundo. Si bajo los raíles se hallan las ruinas de nuestra civilización, ciudades enteras sepultadas por la nieve, sobre ellos subsiste el espíritu que llevó al desastre. En el apasionante trayecto hasta la cima, Curtis y sus camaradas  encuentran una sociedad insensibilizada y materialista, tiranizada y aún así acomodaticia, que agota los escasos recursos que le quedan a causa de su inconsciencia crónica.

Cambio de dirección

Rompenieves es una reflexión sobre el concepto de movimiento. Sus sufridos protagonistas avanzan indefectiblemente hacia el frente, cualquier amago de repliegue se considera una derrota. Si seguimos la orientación de sus pasos, la cámara (que apoya esta idea manteniéndose siempre inestable) mira continuamente a las ventanas de la parte izquierda. Mediante esta pista visual, Bong avanza la tesis del film: es preciso romper con el esquema social establecido, pero para ello hay que reformular la estrategia, cambiar la dirección de la lucha. Esta interpretación podría abrir un debate urgente y sugestivo, aunque tal y como está formulada resulta frágil y utópica.

Esto nos devuelve a la clásica cuestión de las carencias del cine comercial a la hora de tratar en profundidad los grandes temas. No debemos olvidarlo, Rompenieves es una superproducción sujeta, lógicamente, a fuertes expectativas económicas. Como consecuencia se suceden algunas concesiones estéticas y narrativas. Las batallas se construyen a partir de un barroquismo (sobredosis musical y de imágenes ralentizadas) desprovisto de carga teórica como sí tenían, por ejemplo, escenas míticas de Eisenstein: las de la escalinata de Odessa en El acorazado Potemkin (1925) o la revuelta de Octubre (1928). Dada la complejidad de la historia, en el arranque Bong tiene mucho que explicar y en la conclusión demasiado que resolver. La película recurre en esas fases a soliloquios descriptivos, encogiéndose al renunciar a su proposición de movimiento incesante. Por el contrario, el cuerpo del film lleva este concepto hasta el extremo, alcanzando un ritmo sólido y vertiginoso, logrando que la marcha por cada vagón se convierta en un descubrimiento fabuloso. Se trata, además, de un absorbente recorrido por los referentes cinematográficos de Bong: la soberbia secuencia de la sauna recuerda en su noción del espacio al Welles de La dama de Shanghai (1947); el papel que los más jóvenes juegan en la trama remite a Spielberg; la descarga visionaria de los elementos que componen su puesta en escena, a Kubrick; la representación alegórica (por momentos excéntrica) del futuro, a Terry Gilliam (de hecho, uno de los personajes clave toma el apellido del director de Brasil, 1985); el diseño coreográfico de la violencia a su amigo y coproductor, Park Chan-wook.

Proyecto de escala temática monumental, Rompenieves ofrece un itinerario excitante por los raíles torcidos sobre
los que se tambalea nuestro mundo.