Ficción mutante

1.

Pese a su título, esta película no adopta como protagonista a Ingmar Bergman, sino a su fantasma. Hasta puede que su punto de partida sea el modo en que Bergman pesa sobre una determinada conciencia cinéfila, a veces como una losa opresiva. Y eso podría extenderse al mismísimo cine: La isla de Bergman es un film sobre la necesidad de liberarse del cine para seguir haciendo cine. Paradoja extraña y cruel: para que exista Rossellini, es necesario dejar atrás a John Ford; para que brillen Fuller o Godard, hay que olvidar a Hawks e incluso a Fritz Lang. O fagocitarlos y asimilarlos, conseguir que pasen a formar parte del presente sin deificarlos en ningún museo de cera, pues todo proceso de sedimentación histórica tiene algo de acto caníbal.

2.

Los dos miembros de la pareja protagonista, ambos en el proceso de escribir un guion, se comportan de manera opuesta cuando llegan a Fårö. Él, Tony (Tim Roth), empieza a trabajar con fluidez, presenta sus películas en sesiones públicas, participa en una excursión organizada con críticos (Jordi Costa y Gabe Klinger) y otros fans… Ella, Chris (Vicky Krieps), se siente bloqueada, da largos paseos por los alrededores, camina sin rumbo por la casa… Felizmente, Mia Hansen-Løve adopta el punto de vista de Chris e incluso transfiere ese estilo errabundo a la propia película. La isla de Bergman se transforma así, poco a poco, en un film en busca de sí mismo, que se va haciendo y deshaciendo a medida que transcurre, que nunca intenta adquirir una forma definida porque eso quizá ya sea imposible, como intuye Chris en contra de los métodos cuadriculados y rígidos de Tony.

Ya los nombres y palabras que forman parte de los títulos de crédito iniciales son objeto de una reescritura incesante en la propia pantalla, a medida que se van sucediendo. En el avión que los conduce a Fårö, Tony abraza a Chris con actitud displicente, como si el miedo de ella fuera un signo de debilidad. En el coche, Tony habla con sus productores y confía ciegamente en el GPS mientras Chris mira con inquietud a su alrededor. Como en Viaggio in Italia, de Rossellini, la mujer se pierde y se deja llevar, mientras que el hombre se confina en los límites de un racionalismo incapaz de ver los cambios de un universo en constante mutación. Como en Secretos de un matrimonio, del propio Bergman, la pareja se sumirá en una crisis por culpa de ese choque epistemológico. La responsable de la Bergman Foundation que les muestra la casa en la que van a instalarse les avisa de que la cama en la que dormirán es la misma que utilizaban como campo de batalla conyugal Liv Ullman y Erland Josephson en este último film. La isla de Bergman se titula así porque el espacio en el que transcurre es una sucesión de enigmas en forma de etapas que la heroína debe superar para encontrarse a sí misma, como en un cuento infantil, o como en Persona o Cara a cara, donde Ullman se enfrentaba otra vez a sus viejos fantasmas, ya fuera en compañía de Bibi Andersson o en absoluta soledad.

3.

Bergman es el demiurgo que organiza su teatro de sombras para atrapar a Chris, mediante su propio fantasma o las imágenes de sus películas, pero también será a través de ese universo engañoso que ella deberá encontrar su camino. Cuando ve con Tony Gritos y susurros en una proyección privada, Chris le dice que es como una película de terror sin catarsis, pues sabemos que ante el horror de la soledad y de la muerte no hay huida posible. A partir de ahí, su única vía de escape será la ficción, ese guion que por otra parte no consigue terminar. Durante un paseo con Tony empieza a contárselo y de repente, en la pantalla, aparecerá otra historia, la de Amy (Mia Wasikowska), que llega a Fårö para asistir a la boda de su amiga Nicolette (Clara Strauch) pero también para volver a ver a Joseph (Anders Danielsen Lie), con quien compartió una atormentada historia de amor y con el que volverá a obsesionarse. Si Chris debe zafarse de la sombra de Bergman y Tony para empezar a vivir, Amy debe hacer lo propio respecto a Joseph. Pero no es tan sencillo: los caminos de la ficción son siempre inescrutables, y más cuando empiezan a tener vida propia.

4.

La segunda parte de La isla de Bergman es una versión alternativa de la primera, como si Chris reformulara su propia experiencia para convertirla en otro relato, otro itinerario delineado por la evolución de la banda sonora musical, que pasa de las piezas para arpa de Robin Williamson a canciones de Abba, Tina Charles o Lee Hazzlewood. Sin embargo, los vagabundeos de Chris ya constituían en sí mismos un relato, en su caso narrado por Hansen-Løve, de manera que el film se acaba disponiendo en tres niveles: en el primero, la cineasta debe encontrar un modo de exponer su ficción, algo que delega en su protagonista; en el segundo, el guion verbalizado se convierte en otra película dentro de la película (El vestido blanco, tal como la titulan los créditos finales) que sirve, tanto a Chris como a Hansen-Løve, como inicio de reafirmación; en el tercero son las propias formas de la película las que deben encontrar su camino, y para ello toman atajos cada vez más intrincados que acaban confundiendo, finalmente, espacios y tiempos. No hay un aquí ni un allá, un antes o un después, sino solamente una posibilidad de existencia que se materializa en múltiples ramificaciones. En medio de todo esto, Chris solo podrá encontrar un final para su historia dejándola inacabada y mostrando sus interioridades, mientras que Hansen-Løve buscará un cierre que no implique ruptura: una vez canibalizados Bergman y el pasado del cine, hechas las paces con el entorno y aceptado el laberinto, todo vuelve a ser posible.

5.

Si La isla de Bergman me parece una de las mejores películas de Mia Hansen-Løve es porque también se presenta como una transición en sí misma y no tiene miedo de mostrarse como tal: una película en movimiento continuo que alberga en su interior, simultáneamente, a la cineasta que llegó al límite con Maya, su dudoso film previo, y a la que puede surgir a partir de ahí. Es un privilegio asistir a esta transformación, desde aquella directora receptiva y abierta al mundo que transitó de Tout est pardonné (2007) a El porvenir (2016) hasta la artista más conceptual y proclive a la abstracción de este último film, una tendencia que también puede observarse, sin salir del cine francés, en los últimos trabajos de cineastas de tres generaciones distintas como son Léos Carax, Arnaud Desplechin o Axelle Ropert. Curiosamente, en el último cine, la ficción resurge para reencontrarse cara a cara consigo misma.