La última película de Alonso Ruizpalacios da vueltas sobre sí misma para reconvertirse en algo distinto una y otra vez. O esa es la impresión que me ha asaltado viéndola, por mucho que quiera construirse sobre un presunto crescendo. El punto de partida es la obra teatral de Arnold Wesker del mismo título (1957), una muestra del realismo social típico de la generación de los angry young men británicos, que aquí se traslada a Nueva York, a Times Square, donde se localiza el restaurante al que llega una joven latina al principio del film con la esperanza de conseguir trabajo. Parece que estamos en una película-testimonio, en un discurso sobre la inmigración, en una denuncia de las condiciones de vida de los trabajadores de la restauración –sobre todo los que provienen del exterior de Estados Unidos– en este agitado siglo XXI. Sin embargo, pronto nos damos cuenta de que las intenciones de Ruizpalacios son muy otras y tienen que ver con la sublimación de ese realismo inicial. En efecto, La cocina-película quiere erigirse en una clara estilización de esos presupuestos, de manera que el restaurante en cuestión, más que un lugar real, parece un microcosmos metafórico, una materialización del infierno sobre la tierra al que parecen condenados unos cuantos personajes, todo ello empaquetado en un blanco y negro reluciente y una puesta en escena decididamente flamboyante, a base de planos-secuencia en dolly y un sofisticado montaje que quiere destacar las dos líneas argumentales principales: el robo de casi mil dólares que presuntamente ha llevado a cabo uno de los trabajadores y el embarazo no deseado de una de las camareras yanquis (Rooney Mara, en una interpretación por completo fuera de lugar), que puede desembocar en un aborto.
Pero aún hay un segundo giro en el film de Ruizpalacios, otra vuelta de tuerca que lo conduce hacia un nuevo territorio. Pues esa reconversión de la realidad en irrealidad, o en un hiperrealismo de raíces fabulísticas, desemboca finalmente en una estructura algo artificiosa, que rompe con su lado más sugerente al simplificarlo y convertir los hallazgos iniciales en una repetición de efectismos estéticos. La cocina es una película en conflicto constante consigo misma, y eso es bueno, porque le permite utilizar las elipsis, los cambios de tono e incluso las contradicciones de la puesta en escena como una declaración de principios: un realismo como el de Wesker quizá sea imposible a día de hoy, a riesgo de transformar un material como este, por ejemplo, en una homilía dominical a lo Ken Loach. Pero cuando esta táctica se lleva al límite, se nutre de excesos, el truco queda al descubierto y todo se revela hueco, inane, incluso un tanto deshonesto para con su audiencia. En este sentido, las rupturas más explícitas y destacadas –mediante el cambio cromático del blanco y negro o la incursión en un cierto fantastique presuntamente metafísico– convierten la película de Ruzpalacios en un esforzado intento que no sabe llegar a buen puerto, por mucho que lo ensaye una y otra vez.
Carlos Losilla
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