Jaime Pena.
Samantha, esto es, la voz (Scarlett Johansson) del novedoso y revolucionario sistema operativo, que “no es tanto un sistema operativo sino toda una conciencia”, le cuenta a Theodore (Joaquin Phoenix) que acaba de componer una pieza para piano, una composición que habrá de sustituir esas fotografías que nunca podrán hacerse juntos.
Theodore y Samantha se han enamorado, es más, su relación ha llegado mucho más lejos, hasta el punto de que han empezado a salir juntos, comparten citas con otras parejas e incluso mantienen relaciones sexuales. Hacerse una fotografía todavía entra en el terreno de lo inimaginable. Her es una historia de amor, también una historia de ciencia ficción o, si se prefiere, una parábola sobre la soledad y sobre un futuro indeterminado, pero que se diría que está a la vuelta de la esquina. Un futuro en el que, inopinadamente, la palabra ha reemplazado a la imagen.
Spike Jonze lucha contra esa imposibilidad. Si el amor, más todavía el enamoramiento, tuvo siempre algo de esotérico, ¿cómo representar aquello que escapa a la propia representación icónica, cómo representar lo irrepresentable, el amor entre un hombre y un sistema operativo? Samantha es consciente de ello, al fin y al cabo tiene respuesta para todo, y compone una melodía que reemplaza a esa imagen esquiva. Por su lado, Jonze encuentra también una solución cuya belleza es incuestionable: filma a la pareja en la oscuridad haciendo el amor (en realidad se trata de sexo telefónico, pero vamos a intentar evitar las explicaciones groseras y las comillas). Un plano negro en el que solo percibimos aquello que Her convierte en su centro absoluto: las palabras y los jadeos de los dos amantes. A falta de imágenes (Spike Jonze lo ha entendido bien), basta con la voz humana.
Decía que Her era también una parábola sobre la soledad: sobre la soledad, gran paradoja, que las personas combaten hablando sin parar, a través de sus dispositivos móviles, con sus pantallas, con sus sistemas operativos: hablando solos, aparentemente. Theodore trabaja en una empresa (Bellascartasmanuscritas.com, o algo así) en la que dicta cartas a su ordenador, cartas que se imprimirán con un texto presuntamente manuscrito para que quien las ha encargado las pueda enviar a un tercero. Theodore dicta cartas que todo el mundo desearía recibir. Su relación con Samantha es la relación amorosa entre dos voces que rivalizan en su forma de esculpir las palabras y de que éstas sean capaces de transmitir sentimientos profundos. Aún así, su relación también parece condenada. “¿Samantha también se fue?”, le pregunta Amy (Amy Adams) a Theodore, quien, inmediatamente antes de conocer a Samantha, lloraba la ruptura con su pareja anterior, Catherine (Rooney Mara). Su carácter melancólico se acentúa con la intromisión constante de los flashbacks de aquella relación, ahora condenada a la firma de los papeles de divorcio. Esos flashbacks, que tanto recuerdan el estilo del último Terrence Malick (y que se dirían inspirados por los de La delgada línea roja), nos remitían, es obvio, al pasado, pero a un pasado en el que la relaciones humanas aún eran posibles, las relaciones tal y como las concebimos hoy en día, en las que lo sentimental va de la mano de lo físico.
Una distopía sonora
Más que una parábola sobre la soledad, por lo tanto, Her es una parábola sobre lo virtual, el mundo digital que se nos viene encima, un mundo en el que el contacto humano, la propia percepción táctil de las cosas ha desaparecido. En el mundo que habita Theodore y en el que, por otra parte, tan bien se desenvuelve, en el que se muestra tan diestro, el hecho mismo de pulsar las teclas de un ordenador o darle al clic con un ratón parecen habilidades que ya se han perdido. Los dedos, quizás también las manos, acabarán por atrofiarse. Basta una orden de voz para reemplazar el cuadro de comandos de cualquier programa informático. La voz como último eslabón de la evolución humana, la voz (y, consiguientemente, la capacidad auditiva) que reemplaza a las manos y, en última instancia, también a nuestros ojos, a nuestra mirada.
Puede que contradictoriamente, o al menos en contra de nuestras expectativas respecto al género en el que se enmarca, Her dibuje una distopía que, si bien en algunos momentos se deja llevar por los tópicos y mecanismos de todas las distopías (la consabida rebelión de los electrodomésticos, una relación amorosa desigual cuyos diálogos tienen algo de paródicos), acaba por presentarnos un futuro de plácidas texturas sonoras que resulta inevitablemente seductor, y cuyo canto de sirena lo constituye la voz de Samantha. Cabría preguntarse si esa voz nos seduce por sí misma o porque no podemos evitar imaginarnos a la actriz que está detrás de ella, los labios, el rostro, el cuerpo de Scarlett Johansson. Los espectadores podemos imaginarla. Theodore no puede decir lo mismo. En la escena más trágica de toda la película, Theodore rechaza el cuerpo de esa otra mujer que ha venido a sustituir a Samantha, a incorporarla. El ideal femenino de Theodore podría ser Catherine, pero ¿cómo imaginarse a Samantha? Para él no existe una imagen que pueda corresponder a esa voz, carece de un modelo válido que imitar y, por eso mismo, Samantha es irrepresentable o, al menos, cualquier propuesta acabará por resultarte decepcionante.
Theodore se enfrenta al rostro de Isabella (Portia Doubleday, una body double avant la lettre) y no quiere aceptar esa imitación. La escena es algo así como el reverso tenebroso de Vértigo (Hitchcock), la confirmación de un fracaso. Theodore renuncia, quizás por impotencia, a modelar a esta Judy (Isabella) y a convertirla en su propia Madeleine (Samantha). En este futuro que nos augura Her, ciertos ideales ligados al cine clásico (quién sabe si al cine en su conjunto) ya no tendrán ningún sentido, pues el cine carecerá de la capacidad para representar nuestros sueños y de hacer revivir los fantasmas, el arma que nos permitía luchar contra la muerte. Esa es la distopía que nos presenta Spike Jonze; en definitiva, el desafío que plantea con Her: por un lado, un futuro sin imágenes, y, por el otro, una película que ha de poner en escena la propia imposibilidad de la puesta en escena.
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